No. 107 / Marzo 2018
AMUD

El cuerpo, la columna


Alejandro Tarrab

Los miembros de un cuerpo viviente están
llenos de otros vivientes, plantas, animales...

Gottfried Wilhelm Leibniz


La columna es un hervidero. La columna vertebral es un hervidero de otros seres de distinta especie. Su verticalidad ondulada es recorrida lo mismo por peces que por enredaderas de hiedra, ipomea, criaturas de ponzoña, seres que liban la miel de otros más abiertos y coloridos en el tiempo. La columna vertebral es un hervidero de vida-que-será. Así se levanta desde el coxis hasta el axis y el atlas y el cráneo; así se curva para morder con los dientes su propia cola —unión de la boca y el coccyx y el sacro— hasta formar un círculo de huesos, un vórtice de naturaleza en el que se escuchan varios estruendos, trinos; un ouroboros de piezas duras y porosas que guardan la semilla.

El hueso de la almendra contiene la savia de todos los bosques por venir.

En la espina medular de un solo ser reside el alma de las legiones.

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Si por algún motivo el ser muere y se lastima o se destruye esta máquina de máquinas —la columna, los huesos con su savia— el alma de este cuerpo no renacerá.

(Manadas de búfalos cruzando una planicie en la penumbra, entre la niebla).

Por ello, los Lapones regresan al agua el esqueleto íntegro del pez después de arrancarle minuciosamente las carnosidades. Con este acto aseguran un nuevo cardumen y la ingesta para el futuro.

Me apresuro a disponer cada semilla, cada piñón del esqueleto del oso. Es un oso pardo. Lo cazamos ayer. Su bilis es amarga y fría y nos cura los ojos. Debe estar dispuesta su osamenta. Deben estar cráneo, dorsales, falanges, escápulas aladas. Lo sentamos en el bosque, lo reverenciamos, lo ponemos a esperar. A esta intemperie le llamamos “entierro de viento”.

*


En la columna vertebral (amud shidrá) se propaga la vida de manera escandalosa. La columna es un bosque de coral. La columna —con su corona craneal— es la imagen de la muerte que da vida. Por ello es difícil verla de frente, confrontarla, porque es la forma más desnuda, el último “yo” que será olvidado, puesto a un lado entre el fuego o la tierra.

El barro y la arcilla son la última piel de esta máquina de espinas.

La intención última del sepelio es vestir con piel de tierra este conjunto desprovisto. Porque expuestos así —los huesos con la caja craneal— provocan grandes impresiones.

La posesión y manipulación del raquis y el cráneo otorgan fuerza y poder. La exposición de un cráneo blanco y desnudo conlleva virtudes mágicas.

Tras cada sacrificio, los aztecas iban nutriendo con cráneos el tzompantli. La intención es imprecisa, pero se sabe que este acomodo en hileras, en el que cada cráneo era dispuesto en una empalizada de madera, servía como ofrenda para perpetuar la vida. Había un contacto de cara con la muerte para advertir y celebrar el (re)nacimiento.

(Resulta indispensable —urgente— preguntarnos si hoy, en este país homogéneamente destruido, la estilización de las ofrendas, el chasco ligero de las calaveras o panteones literarios —que en su nacimiento, en el XIX, cumplieron una función catártica y política—, la reducción a caricatura —de la caricatura— de figuras como la Catrina o la Calavera Garbancera, son ejercicios frontales y conscientes, formas de bailar anticipadamente —“el mexicano se burla de la muerte”, “el mexicano burla a la muerte”, solemos repetirnos—, formas de mirar, al fin, mordaces y ligeros a un tiempo, con verdadero sarcasmo, nuestra propia muerte individual y colectiva. No hay, hoy, una disposición en línea circular en donde colocar nuestros cráneos, no hay culto y no hay “torre de ciento trece gradas”.

No hay puesto para la viciosa enemiga, crápula y malhora, no hay puesto para la perdida y jaranera, niña de las enaguas. El tzompantli, como el coxis que colinda con el sacro, es un vestigio. El “tzompantli mexicano”, en todo caso, es un reguero descontrolado y oscuro. No hay burla porque nadie sale librado. Las verdaderas ofrendas se levantan y se ocultan en cada rincón. Los cráneos y los ejes de la espiga han sido olvidados. Permanecerán perdidos).

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En las entrañas de la columna fluye la esencia hirviente de la supervivencia, como el río de fuego que lleva lava ardiente, muerte y vida, a los distintos paisajes. De las cenizas brotarán los primeros bulbos, de las cenizas se erguirán tallos diminutos y se desplegarán las primeras hojas.

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El árbol arqueado y raquídeo ordena los órganos, los sistemas organizados cubiertos por la piel. Cuando Adán tragó el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, fue transformado, junto con Eva, de cuerpo de luz que irradia divinidad (or, escrito en hebreo con las letras alef, vav y reish) a cuerpo opaco de cuero y piel (or, escrito con ain, vav y reish). Con la piel (or) se velaron la irradiación y el alma.

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En “Descripción de un estado físico” Antonin Artaud habla de “una fatiga del principio del mundo, la sensación de estar cargando el cuerpo, un sentimiento de increíble fragilidad, que se transforma en rompiente dolor”. A este cuerpo aniquilado le cuesta mantener la verticalidad, la organización, los órganos. Es un cuerpo escindido que se desploma y derrite. “[…] Lejanas imágenes de miembros nunca en su sitio. La suerte de ruptura interna de la correspondencia de todos los nervios”, “una cabeza hollada por caballos”.

En este cuerpo sin órganos las palabras están ennegrecidas, se pudren en las naves cavernosas del cerebro. No hay habla o el habla está desarticulada, enmohecida. La serpiente ouroboros, formada por el raquis y el cráneo, ha sido desgajada. No hay hueso, solo partes. Astillas, trozos despostillados que lastiman un plano irreconocible. Carne, lonchas blandas caen como lluvia ácida sobre el rostro del testigo. Ante su mirada incrédula.


El inicio, el coxis

En el hervidero escandaloso de la columna ubicamos, en lo más bajo, al coxis. Un vestigio —nos repiten— que revela el tiempo remoto en el que fuimos demonios con cola.

¿Qué clase de animal fuimos? ¿Con qué equilibrio desmedido brincábamos o bailábamos en los bordes concisos, escarpados, al pie del océano?

Cualquiera que haya sido esa “verdad evolutiva” está acabada. No así el residuo, la marca de intuición para recrearla.

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El coxis indica que el movimiento del cuerpo (del reino) es cíclico, que todo lo que entra por la embocadura saldrá transformado y señalado hacia la tierra.

Axis y coxis unidos en una mordida.

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Una lengua de garganta ha sido silenciada o ha pasado inadvertida. Un corte, un pedazo de ballena se entume y se lastima, afuera, junto a la línea de los orinales.

“Our guttural muse/ was bulled long ago/ by the alliterative tradition,/ her uvula grows// vestigial, forgotten/ like the coccyx/ or a Brigid’s Cross/ yellowing in some outhouse”.

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El coxis es una punta formada por varios huesos, un venablo que induce y señala. El abajo apunta o es siempre, también, el arriba. No hay una posición fija para el cielo y el subsuelo, porque bien podríamos estar parados “de cabeza” para ver nuestro cráneo —nuestra caja de razón— como el infra, y nuestro coxis triangular como la cima.

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El coxis colinda, en un extremo, con el hueso sacro y, en el otro, con la caída, con el abismo-sin-cuerpo. Anuncia el barranco, el despeñadero, pero apunta hacia los dientes y, antes que ellos, hacia la figura genital. El coxis es la cuña que indica la dirección del acoplamiento. Es el punto de partida del Kundalini, esa misma serpiente.

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La niña se desliza con su trineo por las colinas de nieve. (Marie, Marie, hold on tight...). Sentada en la tabla siente por primera vez su coxis.

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Una mosca se para en la punta de la rabadilla. Frota sus patas, detecta, con sus ojos multiplicados —ocelos— la polarización de la luz. Atrás de ella, el hervidero de la columna crece como una selva escandalosa. Pero la mosca prefiere el filo, el cabo del mundo. Su cuerpo aciago contrasta con la nieve coxísea. Mosca oscura, mosca de las antípodas. Se sacude, vuelve a frotar las patas. Se prepara para saltar sobre el excremento.

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Alguna vez me diagnosticaron desviación severa de pelvis. Basándose en trucos radiográficos (el médico es un mago que juega con la luz), un quiropráctico me leyó este dictamen:

La atroz/ mariposa blanca de tu cuerpo/ se encuentra desviada, a grado tal,/ que te costará caminar,// incluso respirar.

Se había tirado hacia delante, mi columna, por... ¿un traumatismo? Comencé a hacer memoria.

Mientras me bañaba buscaba mi coxis adelantado, fuera de lugar. Lo tocaba. Me agachaba como podía para mirarlo. Mientras el agua me caldeaba la espalda, yo abría la boca. La corriente me entraba a los ojos, pero no me impedía. Ahí estaba la flecha, la cola de dragón, el vestigio salvaje que indicaba que alguna vez nos movimos con soltura, entre los filos oscuros de un paisaje níveo. Ahí estaba la punta guardada en su arqueta antigua, lista para hablar.

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Nuestro coxis perforado es una ocarina. Su sonido es el trino oculto —coc co co/ coc co co/ cccc— de las aves del pantano.


Próxima entrega: hueso sacro.