No. 107 / Marzo 2018

COMPAÑÍA DE SOLITARIOS


En compañía de solitarios


Adalber Salas Hernández


Empecemos con el sonido del metro de Nueva York. Su traqueteo desigual, su temblor leve. La manera en que a veces se ladea y produce un jadeo ronco. Los pitazos que de vez en cuando lanza a rodar por los túneles. Dentro del vagón, pasajeros hablando en lenguas que a veces no consigo identificar, ráfagas verbales atrapadas al vuelo, aleteo de pájaros sin mapa.

(Es posible imaginar el interior de uno de estos vagones habitado por una sola frase, gigantesca, multiforme, hirsuta. Una frase que empieza en una lengua y atraviesa varias otras antes de terminar).

Ahora, sobre esta fina capa de ruido constante, agreguemos otra: la música que sale de los audífonos conectados a mi teléfono. Recuerdo bien lo que escuchaba. Sonaba I Tried to Leave You de Leonard Cohen, una versión en vivo grabada en Dublín. Nunca he tenido buenos audífonos: podía escuchar cuanto ocurría a mi alrededor. Dos estratos sonoros superpuestos hasta confundirse. En la parada de la calle 34 se montó una mujer delgada, de unos sesenta años. La blancura del cabello corto le contrastaba con la ropa oscura de invierno. Se sentó a mi izquierda y dejó entre sus piernas dos bolsas de mercado. Poco después, en la parada de la calle 61, se montó un muchacho alto, barbudo, con un piercing en la nariz. Se sentó a mi derecha y colocó entre sus rodillas el estuche de un instrumento de cuerda más bien grande, quizás un violoncello.

No había avanzado mucho el tren cuando pude ver cómo la mujer hablaba con el muchacho. No pude distinguir lo que decía, pero me era imposible ignorar la conversación: ella pasaba su brazo frente a mí para tocar el del muchacho. Con afecto. Como si lo conociera desde hacía años. Él respondía con una simpatía sin énfasis.

Pude entender que hablaban sobre el instrumento musical. Soy cellista, decía, pero esto es una viola da gamba. Entonces me quité los audífonos y, luego de decir que no había podido evitar escuchar, declaré que la viola da gamba era de mis instrumentos predilectos. Fue entonces cuando me enteré con claridad sobre lo que sucedía. La mujer felicitaba al muchacho por su vocación e inquiría sobre el instrumento; él se explicaba como mejor podía. Me preguntan qué tengo que ver con la viola da gamba; respondo que me gusta volver a las piezas de Marin Marais, de Sainte-Colombe, de Couperin. Me preguntan si soy músico; respondo que soy traductor. Me preguntan a qué viene esta atención puesta en la viola; respondo que aprendí a escucharla con atención gracias a uno de los autores que he traducido. Sobre Sainte-Colombe hay una película, dice el muchacho, llamada Todas las mañanas del mundo. Está basada en una novela de Pascal Quignard, el autor al que me refiero –respondo de inmediato. Escribió mucho sobre música barroca, prosigo, y además dedica dos novelas a artistas barrocos franceses. El muchacho sonríe: en clase deben estudiar pintura barroca para aprender los diversos modos de tomar el arco de la viola. Hace gestos en el aire para mostrarlos.

Yo acabo de sacar dos discos, declara triunfal. El primero, Trattenimento Musicale Sopra Il Violoncello, del lutier Domenico Galli, está compuesto por piezas dedicadas al duque de Módena, pensadas para aprender a tocar el instrumento. El segundo es de Joseph Dell’Abaco, Capricci per Cello. Echó mano de su mochila y sacó un lápiz y una partitura; en el reverso escribió los títulos de los discos, los nombres de los compositores y el suyo propio: Jordan Adam Young. Me entregó el papel y me dio la mano. Me presenté y de inmediato me despedí: había llegado a mi parada. Calle 110. No olvidé ponerme de nuevo los audífonos al subir a la calle.

Horas después, al regresar a casa, busqué a Jordan en Spotify: allí estaban los discos que había mencionado. El primero tenía como portada un óleo de Ferdinand Roybet llamado El cellista; el segundo, una obra de Victor Joseph Chavet llamada El violoncellista. En ambos cuadros podía verse un joven solo, encerrado, concentrado en el vaivén entre la partitura y el instrumento. En ambos discos, las piezas habían sido compuestas para ser tocadas sin acompañamiento alguno. Me impactó esa elección, repetida y confirmada de un disco al otro: tomar partido por la soledad.

Había una consonancia singular con libro de Quignard que había traducido. Sobre la idea de una comunidad de solitarios, se llamaba. Compuesto por dos textos para ser leídos en público, el primero de ellos acompañado por música, trataba sobre la noción del retirado, del eremita, de quien escoge la soledad como espacio propio. No había en el libro, sin embargo, ascetas furiosos, dados a la prédica –ni un Padre del Desierto estaba a la vista. Antes bien, Quignard hablaba de quienes habían escogido soledades leves, contenidas, modestas –soledades donde la fe era un accidente. Quienes buscaban para sí un hábitat más transparente. Dedicados a lo que él mismo llamó “labores minúsculas”. De Port-Royal a los ermitaños taoístas, pasando por Sainte-Colombe retirado en su modesta cabaña, a solas, tocando la viola da gamba.

Como declara el título del volumen, Quignard intenta en él imaginar una comunidad de solitarios. Y lo consigue, a su modo: una comunidad sin lugar ni época específicos, transversal, conformada por quienes comparten la experiencia del aislamiento. Una comunidad de desencuentros, cuyo suelo es una misma vivencia. Sus miembros se encuentran sin reconocerse: su singularidad los une tanto como los separa. Hacia el final del libro, ubica un espacio transitorio para estos encuentros: el libro. “Se lee solo, de soledad en soledad, con un otro que no está ahí.” Alrededor del espacio portátil del libro, los lectores forman una “compañía de solitarios”.

Pensando en esas ideas de Quignard, que habitan mi escritura porque las he puesto a sonar en mi lengua, me digo que mi propia compañía de soledades se conforma a través de esa forma doble de la lectura que es la traducción. Lectura irrespetuosa, que se apropia de las palabras del otro. Lectura hambrienta, caníbal, que devora las palabras del otro. Lectura homenaje, también, que salvaguarda las palabras del otro –a veces destruyéndolas. Esa es mi genuina soledad sonora, repleta de voces, voces que llenan la mía con una riqueza difícil, que no aturde ni ensordece. Lectura que funda un sitio inasible, un lugar común, donde se cruzan la soledad del libro y la soledad del traductor, pasando de una lengua a otra. Lectura encrucijada.

Es por ello que he querido empezar recordando esa conversación fortuita en el metro neoyorquino. Sin la traducción no hubiera sido posible esa conjunción breve, ese diálogo entre el músico que escoge interpretar piezas solitarias y el traductor que escoge interpretar a solas el texto del otro. La condición que define mi oficio es el tránsito; su recompensa son encuentros como este. Todo en un vagón cuyo fin es no quedarse quieto, llevando su carga de lenguas a donde vaya.