No. 107 / Marzo 2018
Celebración

Alegría trascendida

Luisa Manero Serna



De El séptimo sello, Ingmar Bergman




El poema cantado. El poema que solo existe cantado. El poema cantado sin autor, de origen mítico, o de autor mítico, como el nacimiento y el ancestro míticos de las civilizaciones. El poema-canción. La canción tradicional.

Ese es nuestro objeto.

Al menos en su etapa primera —etapa que puede ser tan larga como los siglos— vive en potencia y en acción. La potencia de la memoria, de extraer de la memoria; pero hay una memoria íntima y una memoria compartida. Los límites no son claros, entre ellas hay intercambio, se tocan mutuamente, se transforman una en otra, pero se distinguen: la íntima nos conecta con nosotros mismos y la compartida construye vínculos entre las personas. El canto no es una potencia íntima. Es intersubjetivo. Es una potencia social.

Su origen es desconocido o mítico. Aunque, la verdad, la mayoría de las veces este no es un asunto trascendente, al menos que tenga implicaciones cósmicas. En general, a nadie le importa el autor. Lo que importa es que el canto transhistórico sea transmitido: esto lo asegura como fuerza social. Lo importante es quien lo canta. Y que se cante. El cantor lo hace suyo. Lo lleva a su cuerpo. A su voz. Crea con él: es un autor siempre renovado en el aquí y el ahora irrepetibles.

De potencia pasa a la acción. Siempre, siempre pasa por la voz. Pero la voz también existe en nuestra mente, y nuestra mente existe en nuestro cuerpo; pues en la canción, la voz interna sigue siendo la potencia. Aunque así no lo sea necesariamente en la tradición del poema impreso:

La voz del canto es una voz pública.

La tradición es una maleza. No una línea. Al mencionar la “etapa inicial de un canto” quiero expresar un origen ajeno a las políticas de la publicación. Pero la canción, en su ciclo de vida, nunca es ajena al mundo ni al tiempo. Ni a los mercados, ni a las gestiones culturales. La tradición de la vocalización pública se ramifica. Se enreda. Una parte de ella comienza una forma de vida escrita, usualmente facilitada por iniciativas de conservación y difusión propias de una cultura de letras en que aquello que no se escribe tiende a desaparecer.

Otra es asimilada por la industria cultural.

La industria vende la canción para el consumo. La convierte en entretenimiento, ¿qué es el entretenimiento? La venta de estímulos pensados para llenar el vacío del tiempo. El entretenimiento es el horror vacui moderno.

Ya hablaron Adorno y Horkheimer, y muchos después, de los métodos de la cultura de masas. Y ya De Certeau dijo que el receptor no es un ente pasivo, no está absolutamente enajenado. Dijo que así como la industria tiene táctica, el receptor tiene estrategias. La industria cultural se puede apropiar de algo, un canto o un objeto o una imagen o lo que sea, y algunos como respuesta se reapropian del producto, y luego la cultura de masas lo absorbe otra vez. Y así. Es un intercambio tenso entre entidades orgánicas. Como dos células juntas y apretadas que intercambian sustancias.

La canción tradicional mantiene una relación difícil con el entretenimiento. Eso no significa que las otras ramas hayan desaparecido. Pero esa parte, esa rama específica, o bueno, esas muchas ramas espinosas, son uno de los espacios más complejos de la tradición, espacio lleno de obstáculos y desvíos. El canto popular siempre lleva a su manifestación más exuberante el proceso digestivo del mercado.

En la forma que aquí más nos interesa, es decir, el espacio vocal público no regido por la lógica económica ni por las becas culturales, el canto se canta y punto. Pero no en un concierto. Nadie va a escuchar el canto. Todos van a una celebración.

La celebración existe para la celebración. La celebración es vínculo. Con los otros. Siempre con los otros, muchos, no pocos. El canto aquí es una fuerza cohesiva. Un llamado. La palabra y la música explotan su fuerza primaria de congregar alrededor del fuego. La palabra, como acción, como piedra imantada, es congregación.

El canto celebra y se celebra el canto.

La celebración no es aceptación, ni oda, ni dicha plena. Henri Meschonnic, en su manifiesto, dijo: “Por eso celebrar, que se ha tomado tanto por la poesía, es el enemigo del poema. Porque celebrar es nombrar. Designar. Desgranar sustancias según el rosario de lo sagrado confundido con la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. No solamente aceptar el mundo como es —el innoble ‘no tengo sino cosas buenas que decir de él’ de Saint-John Perse— sino aceptar todas las nociones de la lengua a través de las que es representado.”* Bueno, pues cierta celebración puede serlo. Aceptación. Sacar lo bueno. Seguro Meschonnic no ha escuchado nunca los corridos cristeros. La celebración que él conoce no es la que nos interesa.

La celebración no es feliz.

En ella nada se separa. La palabra no se separa de la música ni de la danza. La convivencia no se separa de la canción. La plática no se separa de la escucha. La alimentación no se separa de la atención. La canción es congruente con este principio. El canto de la celebración no acepta, sino que rechaza la separación entre sensaciones, y entre emociones. Rechaza el pensamiento que las escinde. Transforma a los participantes de este rito en entidades anímicas totales, polivalentes, contradictorias.

En una misma esfera la felicidad y el sufrimiento, la risa y la rabia, el erotismo y el duelo. Nos recuerda que ese es nuestro estado natural, porque lo exacerba. Sin emociones absolutas. Sin certezas anímicas. Así vivimos.

Pero no deja de ser una fiesta. Alegría sombría, violencia sublimada.

El desarreglo de las sensaciones —no de los sentidos— desmonta temporalmente el arriba y el abajo. La noción de élite desaparece, las jerarquías son irrelevantes, la moral cambia: nos recuerda que el mundo puede ser de otro modo. Es una enseñanza fugaz, contenida en un tiempo delimitado.

El canto que celebra públicamente, intersubjetivamente, reúne la pluralidad psíquica en una sensibilidad nueva y antigua, inmemorial. Alegría trascendida. Efímera revelación.




* Henri Meschonnic, “Manifiesto por un partido del ritmo”. Traducción de Enrique Flores.