No. 108 / Abril 2018
AMUD

El coxis y el sacro


Alejandro Tarrab

 

El coxis (2), la anfisbena del parto

En el parto, cuando la cabeza del pequeño se abre por primera vez a lo visible —se entrega, se da a luz—, pero su cuerpo continúa dentro, anudado a las raíces y los sargazos del fondo materno, evocando hacia adentro —dentro, como en un sueño— la contención y el rondó del agua, el recién nacido apoya el hueso temporal (tempus diestro o siniestro) contra el coxis de su madre. Tan solo un instante, hueso contra hueso: la semilla-temporal del pequeño (la misma parte de su cabeza que, se estima, encanecerá primero) contra el hueso-coccígeo de la madre, un hueso en forma de flecha que sugiere y, a un tiempo, lastima.

Lo que vemos formarse aquí es un ser descomunal, la anfisbena del parto: el cráneo maduro, como fruto a punto de caer, se inclina hacia adelante, quiere ver lo que expulsa, lo que le sale del cuerpo y se apoya en su armazón, en el carozo insalvable de ser ella misma// el cráneo blando, abierto en fontanela —a imagen y semejanza suya— encuentra una almohadilla, un bastión firme para respirar —casi— y sostenerse.

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En medio de estas dos cajas montadas —cajas de razón— se extiende la sinuosidad de una columna. Dos cráneos unidos —un instante— por los extremos de la equis: axis, coxis. Lo demás no existe.

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Las fuerzas tirantes y contradictorias de la anfisbena son soberanas y aparentes. Si bien este híbrido puede arrastrarse o impulsarse con sus escamas ventrales o sus dos garfios en direcciones opuestas —cada cráneo apuntando a las antípodas, como si el animal quisiera trozarse por la mitad del vientre, para después, quizá, recomponerse—, tiene también la habilidad de juntar una cabeza con la otra para reptar a pequeños saltos con su curvado lomo, “avanzando en torcida marcha” o, mejor aún, formar un círculo con el cuerpo vertebrado para girar como un aro de fuego por los arenales. Así se le ha visto en el desierto Líbico.

Con cada cabeza, la anfisbena puede mostrar sentimientos discordantes: llorar con primera de arrastre, en un extremo, y vibrar con rabia de espuma de veneno, en el otro.

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Plinio el Viejo decía que a la anfisbena no le basta echar ponzoñas por un solo canto; “como si fuese poco echar su veneno por una sola boca”, requiere ambos lados para tantas pociones. Así la madre-madre y la madre-hijo-hija.

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En las bodas de Cadmo y Harmonía —nos narran Nono de Panópolis y después Calasso— Afrodita regaló a su hija un pesado collar de estrellas con dos cabezas de serpiente, una en cada extremo. Las fauces armadas de esta anfisbena de orfebrería no podían morderse entre sí, ni clavar sus filos en lo próximo, ni siquiera, incluso, en la portadora del collar: Harmonía con el cuello encarnado, Harmonía del degolladero a flor de piel, Harmonía por lo sanguíneo y el peso en lo profundo engaitado, su voz engaitada pero no infecta por lo ciego y lo estéril, pelado el tragadero, la laringe sin la nuez… Porque en medio de las mordeduras letales de la anfisbena se interponían dos águilas de oro con las alas desplegadas. Esto impedía el paso del veneno y unía, a su vez, lo alto y lo bajo, el espacio que divide a los hombres de los dioses.

Aquella pieza fatal se le atribuye a Hefesto, dios del fuego y de la forja, y la habría cincelado para celebrar el nacimiento de Eros.

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Algunas parturientas usan collares de serpientes —culebras enredadas en el río— para proteger las aguas de sus adentros. Los doctos, por supuesto, tachan aquello de superchería.

Pero el arte de partear demuestra que hay que darle vueltas a la cabeza pequeña que en el estrecho inferior no quiere desprenderse del animal llamado “madre”, comedora de hormigas. Es preciso desprender con giros a intervalos suaves a esta criatura que quiere navegar como una sola. “Así, se ve escindido entre dos tendencias desde el momento mismo de nacer”.

Este corte, por demás intenso, provoca a veces la luxación del coxis y el sacro de la parturienta.

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El psicoanálisis ha querido llamar “madre” a la criatura que por naturaleza ya se ha desprendido. Madre-madre/ madre-hijo-hija. “Esta unidad simbiótica tiene el mejor ejemplo en la unidad de la madre con el feto. Feto y madre son dos, y sin embargo son uno” —nos dicen unos y otros. El cuerpo debe salir al verdadero espacio, el cuerpo debe ganarse aún su propio nombre de cabeza.

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(Vivo una alucinación corta: a medias recostado en el sillón de la estancia veo la puerta de la casa abierta, pero en lugar del oscuro pasillo habitual que conduce a otras entradas y, finalmente, a la salida del edificio, lo que veo es el espacio exterior, negro, con destellos de otros planetas e infinidad de estrellas. Visos blancos que, con esmero, se tornan en prismas azules de amarillos pálidos, tintes encarnizados, zarcos que luego sangran como el agua que contiene la guerra. Me enderezo y me quedo mirando, pero en la alucinación la mirada es una o varias tormentas.

Contra lo que podría pensar yo mismo en la vigila, el hecho no me maravilla, no me horroriza, no me mueve a lanzarme hacia la cosmopista, aunque tampoco me deja indiferente, solo alcanza para formularme algunas preguntas simples —quizá, ahora, mucho mejor articuladas y por lo tanto menos sugestivas— que dejo escapar así:

—¿Es éste el momento del alumbramiento? ¿La ruptura
—de la simbiosis? ¿El sillón donde estoy afianzado todavía es un piñón, un grano que se pega a mi espalda como una desviación, como una giba o, mejor, como un circo itinerante?

—¿Sería justo reír con telón de fondo?

Debo salir ya al escenario o liarme dentro hacia la luz artificial.

El camello es reprobado por tener hábitos distintos al del molusco).



La caja pélvica, el sacro

La caja pélvica, como un halo, rodea y envuelve al sacro (os sacrum), que es el hueso —o grupo de huesos— más perdurable del cuerpo. Por ello, los romanos lo ofrecían a los dioses en sacrificio: un triángulo de cuesco indestructible, un pedazo de muerte para preservar la vida.

El sacro es la almendra, la semilla del cuerpo que no desaparece. Oscila y se transforma. El hueso sacro está vinculado a la renovación y al renacimiento.

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A menudo me envuelvo en problemas ociosos. Como descubrir, por ejemplo, por qué entrada biológica y anatómica accedo y salgo de mi habitación. Ya que, por ahora, esta habitación cuenta con una sola puerta-agujero, un solo vano (que se multiplica siempre, dependiendo si estamos o somos vistos de frente, de espaldas o por alguno de los lados), así me engulle y me defeca esta sola apertura. Soy el alimento de lo que después sueño y desecho en el mismo espacio. Me acomodo dentro, en una intersección de líneas, normalmente, y me apoyo en lo que me gusta pensar más sagrado: una almohadilla, algún cojín mullido porque me gusta lo suave.

Esa parte porosa y mudable es el alma de mi edificio —digo— y ahí me entrego con una devoción pasmosa a meditar sin el cuerpo. Sueño que me quitó los vendajes, que realmente son gasas meticulosamente embadurnadas con petróleos grasos, y camino por todo lo largo de una avenida sin sentir ya, en ningún momento, las quemaduras, la parte alta o baja o profunda de mi pasado. Todo ello, hasta que tengo que mudarme y escoger otro edificio particular con sus orificios anales, viscerales o un bloque ovoide sin entradas que, oh oh —valgan las interjecciones— podré ir descubriendo. Sus arquillas con huesos soldados. Sus partes porosas a un tiempo arrasadas e imperecederas.

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Por las calles y las terracerías veo cruzar, a salto de mata, varios cientos de ranas ibéricas, ranas simples de colores pardos semejantes a triángulos de lodo. Saltan como deltas, como letras griegas y cartabones pronunciando y midiendo los carriles, las cañadas y los cruces de nuestra propia historia en el peligro.
Ranas sacras que han nacido de arcones de mariposas pélvicas.

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El sacro es la segunda ocarina del raquis, el caracol con boquilla de cuerno de buey. El sacro es la cabeza del oud y del laud. A través de sus orificios se tensan y se afinan sus cuerdas —nervios— que suben por la espina del instrumento y la escápula hasta la boca abierta.

De esta cabeza de clavijas se desprenden músicas sagradas: “La rueda del agua” de Hamza el Din, “La lluvia” de Kayhan Kalhor. Cuerdas de nervios que actúan de fondo, debajo de los mantras “Vakrathunda Mahaakaaya” que alguna vez, en el ánimo de liberarnos y salvaguardarnos, hicieron tentativas.

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El sacro del lugar en el que habito es un árbol que inerva la pieza entera. A menudo un pino (un pino bristlecone) echando raíces, esto es, un árbol seco y nudoso sobre una roca marga y fría; a veces, también, un castaño de caballos más olivo que intenta proteger bajo su sombra varios cientos de legiones, ratas, cuyos, animales nerviosos que reparan y relinchan el ocaso, para reclamar la sed (su sed) y la montura.

Yo trabajo y me echo al pie de estos matojos resecos y profusos. Un solo árbol incierto y cambiante en medio de la pieza, el lugar en el que habito. Una pieza más bien pequeña que estuvo pintada —se nota en las varias capas que dan cuenta de su edad— de colores distintos en su pasado cielo o amarillo pálido o negro, tramos deslavados de rojos más oscuros.

Ciertos días, como ayer, debo salir para lo sea que sirva esa función en la fortuna de encontrarse. Por las calles me llaman por mi nombre, me agitan la mano o el bastón, y yo respondo de palabra o con un gesto, y por momentos me olvido que tengo un sarv o un matusalén de vida escandalosa esperándome en casa. Porque aquellas salvas y venias de las calles apartan la idea de mi cabeza, mi cabeza recargada varios cientos de ocasos sobre una de las salientes nodulosas del árbol; apartan, también, mi cuerpo de la marga o la arena y del silbido de los caballos que se acercan en la sombra a respirarme de cerca, en la cara, y donde reconozco —creo reconocer— mi propio arrastre de pulmones que se hinchan y devuelven el aire.

Me apresuro a responder otros nombres y dejo de pensar en las raíces, en los gajos que inervan lo que habito, y sonrío y me sonríen y grito algunos apodos cariñosos, ciertos nombres de pila —alto, cada vez más alto, visiblemente emocionado— y escucho la resonancia, las voces de regreso en una reciprocidad apabullante, que me aplasta por su intensidad sincera de retorno y encuentro solidario. Como si todo aquello fuera una misma voz, una misma palabra. Hombres y mujeres, criaturas que arrastran sus enseres y animales, y que han dejando de lado sus propios tules y castaños y ahora responden: «buena tarde, Sr. Jolgorio, Sr. Bristlecone», «ya anochece». Solo entonces debo vislumbrar el cuadro completo y preguntarme, ¿de qué fracción de aquellos cuerpos sale esa montura sin cuerdas ni cajas de resonancia? Porque apenas se hace de noche, aún puedo ver al otro lado del Río a una niña que resiste con sus soportes y sus férulas, y yo creo saludarla con una canción de prótesis que me sale del cuello, un cogote más bien hinchado y desgañitado. Y nos miramos con golpes de alegría, con esa mirada sagrada que solo pretende decir «aquí estamos». Y eso basta.

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El sacro está entregado a la eternidad. Su condena señala que hay un alumbramiento —ver la luz con los propios ojos—, que es equivalente a las tinieblas. Estos lados del triángulo sacro son iguales. En la base superior del hueso se lee, igual que en el triángulo masónico, la palabra “duración”. A veces “duramen”.

El sacro está condenado a las fuerzas tirantes de la sexualidad —agitar, perpetuar— y a un tiempo ver morir. El hueso sacro, con su ojo muscular, con su ojo de corazón al centro, es el testigo del ingreso y la partida que son un mismo hecho doloroso. En él, hueso durare que se endurece, están comprendidos todos los tiempos.

Si el sacro fuera un hueso equilátero estarían ausentes en el hombre todos los conflictos; la forma desigual —isoscélica— de su figura nos recuerda que nacemos y morimos y apuntamos hacia el suelo, pero que hay una cima que se articula (apófisis articular superior, faceta articular superior…) a otros ligamentos y nervios y huesos de menor persistencia, y que aún arriba de esas masas corporales existe un universo del que somos conscientes.

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Hoy, 29 de abril de 2018, se entierra el sacro de cabeza con su faceta articular y sus alas mirando hacia la tierra y el hiato sacro apuntando hacia la cima. Cima o sima. Se espera que en su foramen y su formen y su foramen, anterior, posterior y nuevamente anterior, se envuelvan nuevas larvas, vermes y coranes de nuestra trizada música anatómica.

Próxima entrega: vértebras lumbares