No. 108 /  Abril 2018
Salpicaderas


Liquidámbar


Pedro Serrano



Los árboles son seres sociales y comunitarios. Tendemos a verlos aislados, o en bosquejos, pero no nos percatamos de que entre ellos se comunican y se hablan. Se comunican por sus hojas y por sus raíces, utilizan al viento y a la tierra, se tocan se acarician se perciben. En una comunidad de árboles hay siempre uno que rige, que pone la atención, que señala. Ese árbol es el guía de todos los demás, y mientras él esté atento los otros árboles saben a qué atenerse. Supongo que si ese árbol es talado, o simplemente le cae un rayo, luego de la confusión, habrá otro árbol en su lugar. Pero mientras siga ahí ese árbol el lugar que ocupa es una necesidad. ¿Por qué no pensar que esa capacidad de comunicación pueda llegar hasta nosotros, que su extensión dé señales nos incluya y nos haga partícipes, que busque no solo en otros árboles, sino también en otros seres, entre ellos los humanos, colaboración en su supervivencia?

Conozco a Carmen Villoro desde hace años. Apunto esto para explicar cómo la mujer que escribió este libro es también, hoy mismo y aquí, una adolescente festiva con quien me topé un día soleado en el Paseo de Gracia de Barcelona hace muchos años. Con el tiempo también, el Paseo de Gracia se ha convertido para mí en muchas cosas, se ha llenado de habitáculos, pero empieza con ese instante de encuentro en el mismo punto en que (pero esto lo supe mucho después), durante la Guerra Civil, una bomba había matado a la madre de los escritores Juan, Luis y José Agustín Goytisolo. La vez que me encontré con Carmen en el Paseo de Gracia era para mí casi nuevo, un paseo encendido en el mes de julio a la salida del Franquismo. Así se construye la historia. Son esas cosas las que no se olvidan, “gotas de ámbar” las nombraría ella en su libro, y me viene la imagen de una muchacha en la calle en quien me fijé por una cosa tan simple como que traía puesta una camiseta que decía “Cancún”. Al fijarme subí la vista y al subirla encontré una cara conocida, la sonrisa de Carmen, que iba acompañada de su padre, saliendo de la adolescencia, paseando por el Paseo de Gracia.

Lo que siguió, inesperado, milagroso, fueron tres o cuatro días en que estuve constantemente con Carmen y su padre. Recorrimos la ciudad, subimos al Museo Románico, y en uno de esos paseos comimos en un restaurante del Barrio Gótico que se llama Los caracoles, en el carrer d’Escudellers. Yo había estado en Barcelona unos pocos meses antes, en semana santa, en un viaje que se balanceaba entre el recogimiento filial y el deseo de aventura, y había comido con mis padres en ese mismo restaurante. Esta vez me estaba quedando en un hostal de estudiantes que se me hacía alejadísimo de todo aunque años después vería que estaba integrado a la ciudad. Iba yo solo, atemorizado, intimidado, como un personaje de Juan Marsé que no sabe que se encuentra en su ciudad, sin mis padres, caminando, hasta que me encontraron ellos dos. Explico esto para yo también entender cómo se deslizan los significados de acompañamiento, familia, filialidad entre las personas, en cada uno de nosotros. Como los árboles. O como los poemas. Es de entonces, y no antes, aunque habíamos ido a la misma escuela, que data nuestra cercanía. Una intimidad apuntada, diría yo, con apenas pespuntes, pocas palabras y casi ningún recuento, pero con raíces que se han hecho, si no monumentales, sí resistentes y recias. De eso está hecho este libro, de raíces y vuelos, de la experiencia enraizada de Carmen desde la que vuela la vida, que aquí nos entrega a la vez sutil y sin chistar, y también de las mías propias, que incorporo a la lectura de sus poemas.

De la misma manera en que Barcelona se convirtió en uno de mis lugares, en la lectura de estos poemas me asomo por primera vez a una percepción en principio ajena, pero en el proceso de su lectura estas extensiones de tegumentos íntimos, aparentemente expuestos, se van imponiendo en nosotros. Al reconocerlos e identificarlos, al hacerlos nuestros como suele decirse, no notamos que en realidad continúan, en esas nuevas palabras, creciendo en nosotros, cambiándonos, incorporándose como propios y ajenos a un tiempo, hechos de la experiencia personal de quien escribe pero también de la manera en que los internalizamos, para utilizar una expresión viable. En el intermedio entre una redacción y otra de este texto, me topo con los siguientes versos de Olvido García Valdés: “muere de sus hojas el hombre verde enteramente álamo, y así va siendo”.

Así va siendo en la lectura de este bosque íntimo de Carmen Villoro. El título de su libro,1 por ejemplo, hace mención a un árbol llamado “liquidámbar”, y parte de ahí para seguir su camino de asociaciones y conexiones emocionales, que incluyen los espacios sociales de una familia, los espacios íntimos de una relación entre padre e hija, los espacios históricos de la figura del padre, y los espacios a los que el padre de Carmen dedicó los últimos años de su vida. En ese sentido, el árbol del que Carmen va a hablar es un árbol muy concreto, incambiable, único. Pero es también un árbol simbólico en una comunidad específica. Y también como árbol, ocupa un espacio de conexión individual con la experiencia humana en el que Carmen se recoge y al que sigue. El topos que en poesía relaciona al padre con el árbol es parte de la historia emocional de la especie. Pienso desde ahí en un poema de James Lasdun que Carlos López Beltrán y yo tradujimos, titulado “Oxblood”, en el que compara a su padre con un roble negro en su jardín. Digo esto porque “Un árbol”, el poema que abre Liquidámbar apunta hacia allí. El poema describe al árbol pero principalmente habla de la relación de quien escribió este poema con dicho árbol. “Entre todos los árboles hay uno que me importa.” inicia Carmen, y luego, “ese árbol preciso me interesa”, para terminar: “me obsesiona: no quiero que se muera”. Este árbol portal es el frontispicio del libro, su declaración de partida y también la circunferencia emocional que abarca. Además, cabe mencionar, el libro está dedicado a los otros tres árboles derivados de ese primero, sus hermanos Juan y Renata y Miguel.

Otra manera en la que también vemos a los árboles es como una masa informe, como una mancha. Pero olvidar que esa mancha está hecha de individuos fue uno de los errores interpretativos de Macbeth, cuando vio solo el Bosque de Birnam y no a los guerreros que cubiertos por él se acercaban, cuando, en la traducción de Agustín García Calvo, “empezó a moverse el bosque”, “una arbolada andando”. El libro de Carmen se mueve en esos dos horizontes: el de la experiencia individual y el de la participación colectiva, que no siempre coincide en intenciones con tal experiencia individual, pero que comparte planos de significación. Olvidar el paso del individuo a la especie es una de las obturaciones en que muchos de los biólogos modernos continúan enfangados o enarbolados, dependiendo de adonde apunte la vista. Si de ahí vamos al final, a su último poema, veremos cómo el libro alza el vuelo, ahora colectivamente: “Somos pájaros ebrios revoloteando ideas graznando comentarios picoteando recuerdos alrededor del árbol que nos cobija a todos”, dice Villoro. En este poema final la descendencia se metamorfosea en aves, muy cercana al vuelo de Seamus Heaney en su poema “El primer vuelo” de la serie Sweeney redivivo, en el que el poeta personaje se convierte en un pájaro y desde el árbol lo observa todo: “los lazos y los nudos que nos recorren desvainados en las líneas del grano. Al irme aproximando a los guijarros y las moras, al olor del ajo silvestre, reaprendiendo la acústica de la escarcha y el sentido del silbo del bosque, mi sombra sobre el campo era sólo una escisión”. No la vinculación, sino la descendencia (o más precisamente ascendencia) de los árboles a las aves, supongo, nos es también común a todos. Un árbol que vuela. Un ave que echa raíces. La ascendencia y la descendencia de la especie necesita a la vez de esos asideros y de tales disparadores.

Abro este arco de los primeros poemas a los últimos porque la disposición del libro es extraña. Más que identificar en ella un desarrollo lineal de la experiencia emocional, me parece ver una simultaneidad de horizontes y planos experienciales en los que a veces la visión es colectiva y a veces es personal, a veces respirable y a veces irrespirable. Empieza por el aliento que dan los demás, pero poco a poco va despojándose de esos apoyos para entrar en un terreno en el que solo quedan ella y su padre, y ella y la experiencia de la muerte de su padre, en el centro del libro. Y desde ahí recomenzamos, para adelante y para atrás. Me preguntaba al principio por qué este libro no tiene índice. Pudo bien ser una decisión editorial, pero el hecho de que le queden algunas páginas en blanco me hace sospechar de que fue una apuesta de la autora para que el orden del libro sea trasegable. De ahí, cada sección tiene un humor distinto, a veces desolado, a veces esperanzador. “Liquidámbar”, entonces, sin ningún artículo que lo anteceda en el título, se refiere a un árbol muy particular pero también a toda la especie.

Hace unos días vi una foto en la que aparecía una extensión recién labrada, fresca la tierra revolcada por el barbecho, y en los límites superiores del recuadro, en un corte recto milimétrico, todo lo demás verde. Era el límite que separa los cultivos de soya del Matogrosso de la selva todavía viva del Amazonas. La serie titulada “Miedo” me recuerda esa imagen: la devastación total, el cierre, la cancelación: “como si fueran trombas hacia el desfiladero y se lo llevan todo: las nubes, las praderas, los pliegues y los huertos”. Del otro lado la selva, intransitable de un espacio al otro. “Miedo” habla, desde la voz individual y también desde la respuesta colectiva, de la desolación que es la muerte. Frente a eso, la sección titulada “Gotas de ambar”, reflejando las gotas del aceite que la corteza del liquidámbar secreta, está compuesto de breves cristalizaciones del recuerdo, imágenes de una vida común, antes de la devastación, pero en el conjunto del libro, en sus idas y venidas, de regreso, más fuerte aún que esas viñas de la ira: “La bicicleta cae: yo me desplomo sobre tu respaldo.”

“Salimos de Etiopía” fue una frase, entendemos por lo que se nos cuenta, soltada al azar por el padre a oídos de la hija, como el árbol suelta la flor que ya ha cumplido su cometido arbóreo para que germine en la tierra, según nos hace ver Villoro: “Con naturalidad, el árbol dejó caer su flor que había cumplido su tarea de flor sobre la rama”. “Salimos de Etiopía”, adonde pertenecen los versos anteriores,  es la última sección del libro. Es el recuento de la herencia de la hija al padre, ésta que escribe en particular, pero también, de nueva cuenta, el de la especie entera. Quizás valga la pena aventurar un par de comentarios para pensar en el por qué de esta frase, y no otra, por qué esta flor y no otra, en esta persona, como testimonia este poema. En Etiopía se originó la especie, parece decir tajantemente la frase dicha, y el comentario pudo simplemente significar eso: de ahí venimos todos. Pero también tiene otra implicación, esta vez bíblica: salimos, padre e hija, la especie toda de la mano, de Etiopía. ¿Y en dónde estamos? Dejamos ese lugar para empezar a errar por el mundo. Y añadiré una cosa más, que redunda en lo anterior. En la palabra Etiopía esta enjuagándose también la palabra “utopía”, de tal manera en que esa salida de la especie y a la vez del padre y la hija, es la salida del espacio de la utopía, del paraíso de la utopía, para errar en el mundo.

De las gotas de ámbar y de la desolación de lo devastado, entonces, nacen las ramas de este libro: “Prolongamos la tarde cada cual en su rama pretendiendo alejar la oscuridad acaso un rato más, otro poquito y no desvanecernos de dolor”. Del camino andado con el padre que la encamina y la deja, fuera de Etiopía, para andar por el mundo: “Despedimos tu cuerpo para siempre pero el murmullo queda. La sombra protectora del follaje.” Salida de Etiopía, sola pero acompañada por la protección del árbol, estas resonancias atrajeron el poder significativo de este poema, y de ahí al libro, como una flor que el árbol deja caer, y que se convierte en semilla, y que se convierte en incipiente planta. Y de ahí a un nuevo árbol solo hay un paso, que tenemos que dar nosotros porque los árboles dan sombra pero no pasos. Esos nos toca darlos solos.




Mantis Editores, Guadalajara, 2017.