No. 108 / Abril 2018


Criticón


Suspensión. Fragancia. Antítesis.
La poesía de Ramón López Velarde


Víctor Coral


Dos de los acercamientos más fructíferos a la poesía de Ramón López Velarde (1888-1921), por lo menos hasta la aparición de los ensayos de Allen W. Phillips y de Octavio Paz, son los que hizo el gran poeta Xavier Villaurrutia en las décadas de los treinta y cuarenta: “La poesía de Ramón López Velarde” (1935, 1940) y “Un sentido de Ramón López Velarde” (1949). Cuando los leí, hace ya varios años, me maravillaron, primero, la sencilla profundidad de la mirada del autor de Nostalgia de la muerte, y luego la suave honestidad (utilizo el adjetivo en nimio homenaje al poeta zacatecano) con que Villaurrutia calificaba a su poesía como “poliédrica, irregular y compleja”. Ya en otro pasaje había reparado en que si bien había en México poetas “más vastos y mejor y más vigorosamente dotados”, López Velarde era más “íntimo, más misterioso y secreto” que todos. Por ello, y por que me dio a descubrir el complejo cosmos de este gran poeta, es que me prometí en aquel tiempo escribir una suerte de continuación de estos dos textos de Villaurrutia, en especial del segundo de ellos, centrado en una serie de imágenes olfativas reveladoras de la especial naturaleza de la poesía lopezvelardiana.

Este texto tiene por objetivo mayor cumplir con aquella promesa, o cuando menos ampliar a la luz de la poesía completa de López Velarde, el fragmento iluminado por Xavier Villaurrutia. Si esto coincide con el hecho de que el aniversario del nacimiento y de la muerte del poeta pasan mayormente sin la atención que debieran tener, es poco relevante. Mi deuda con RLV es de naturaleza estrictamente poética, y tiene de homenaje tanto como de ajuste de cuentas y fijación filiativa.


Un abrazo bajo la tormenta

Ha dicho Xavier Villaurrutia que el drama de López Velarde no fue “el de la ignorancia ni el de la sordera espiritual, sino el de la lucidez”. Bien pronto se dio cuenta de que en su mundo interior se abrazaban, en una lucha incesante, en un conflicto evidente, dos vidas enemigas, y con ellas “dos aspiraciones extremas que imantándola con igual fuerza lo ponían fuera de sí”. Es cierto: cielo y tierra, pureza y pecado, religiosidad y paganismo se encuentran en constante antítesis, en abrazo sinuoso y tórrido en su poesía, “el abrazo de los contrarios en el espíritu de Ramón López Velarde”, lo llamó Villaurrutia. El poeta de Zozobra (1919) vivió en una permanente tensión entre el placer y la abstención, entre el movimiento y la inmovilidad, entre la suspensión y la caída; comenzar y recomenzar (Valéry) de un mar de imágenes tanto más complejas cuanto sorprendentes y reveladoras. Espigo de diversos poemas y doy énfasis a los elementos contrarios:

“Las atmósferas claroscuros
En que el Cielo y la Tierra se dan cita”



“Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco
El León y la Virgen



“Yo despilfarro, en una absurda espera,
Fantasía y hoguera



También se retrataban en el pozo
Aquellas adorables señoras en que ardía
La devocación católica y la brasa de Eros;



Mi ángel guardián y mi demonio estrafalario



¡Oh Psiquis, oh mi alma, suena a son
Moderno, a son de selva, a son de orgía
Y a son mariano, el son del corazón!

Y como para que no quede dudas de la copulación de signos contrapuestos bajo la tormenta existencial del poeta, el mismo López Velarde nos delega, en “Clara Nevares” (1915), unas líneas que parecen escritas por algún avisado crítico, sobre su vida y la vida que refleja su obra:

“es una sorda batalla entre el criterio pesimista y las unidades del ejército femenino. Una batalla sorda y sin tregua entre las conclusiones de esterilidad y la gracia de Eva. De una parte la tesis severa. De otra, las cabelleras vertiginosas, dignas de que en ellas nos ahorcásemos cuando la intensidad de la vida coincida con la intensidad de la muerte”.

Puedo así afirmar que la dualidad constante que encontramos en la poesía López Velarde, esa condición antitética tan especial y pronunciada, no es de ninguna manera un mero juego retórico o lingüístico. Más bien se trata de una antítesis acendrada en su espíritu que el poeta-crítico de Nocturnos hace derivar, con suma razón, del pesaroso Baudelaire. Yo me animo a agregar a otro grande de la poesía francesa: Paul Verlaine; por cierto, entre otras filiaciones.

En cuanto a las influencias que marcaron al poeta y fraguaron su estilo y su temática, creo que se ha exagerado la importancia de la poesía de Leopoldo Lugones, en específico de Lunario sentimental (1909). Si bien es cierto –lo han documentado hasta el cansancio los críticos– que el mexicano bebe de las fuentes verbales e irónicas del argentino, una vez que encuentra la estatura de su voz observándose en la fuente de la escisión del yo y las contradicciones existenciales, se aleja de él modulando su propia canción. La tragedia de la conciencia escindida del poeta moderno, destrozado entre el placer y el deber religioso o moral, lo aleja de las ligerezas del porteño, y puede ser reflejo más bien de la impronta de otros poetas cuyo simbolismo y profundidad de mirada lo justifiquen. Por ejemplo, Paul Verlaine, en especial por su libro Sagesse (1880), donde el poeta muestra su devoción tortuosa por la divinidad, temor y temblor que son típicos del yo dividido entre el pecado y la redención, entre la vida y la muerte espirituales. Tomemos un ejemplo del francés:

Señor, es demasiado, no me atrevo. ¿amar a quién? ¿A ti?
Oh no, tiemblo y no me atrevo.
(…)
¿Padre, hijo, espíritu? Yo, este pecador, este sucio
Este soberbio (…) que no tiene en todos sus sentidos
Olor, toque, gusto, vista, oído, y en todo sus ser
–hay!–, en toda su esperanza, su remordimiento,
más que el éxtasis de una carencia
a la que solo el viejo Adán se abraza”. (Sabiduría, énfasis mío)

Cómo no remitirnos al listado de los amados y fieles sentidos lopezvelardianos. En sus prosas lo estipuló y en su poesía lo practicó: el olor, la vista, el oído, el gusto y el tacto son los fieles instrumentos del poeta. Además, la divinidad –en su caso figurada en la personalidad femenina– da muerte a la “cándida niñez” del poeta, troca el agua clara en “licor de uvas” y le revela “la síntesis de su propio Zodíaco: (…) éxtasis y placeres.” Y no olvidemos las veces en que López Velarde equipara a la amada Fuensanta con la virgen y con Eva, correspondiente del Adán verleiniano. Tampoco lo recurrente, en su vocabulario, de vocablos que provienen del autor de Poemas Saturninos: humilde, pálido, nocturno, languidez, otoño… También podemos reparar en el vocativo (Señor,...), que abunda en el libro predicho de Verlaine, y que López Velarde no duda en utilizar en varias composiciones, como aquella que dice “Señor, este juguete/ de corazón de imán,/ te ama y te confiesa…” (“Humildemente…”). Además, no será inútil pensar en la concisión y naturaleza de los títulos: Sabiduría; Zozobra. El del Verlaine corresponde a un periodo de su vida poscarcelaria, en el que su reencuentro con Dios se revela como una necesidad apremiante, desesperada. Es la sabiduría del que ha caminado por el lado salvaje de la vida y ha entendido que necesita un Dios. En el caso de López Velarde, Zozobra nos remite a un estadio ligado al del francés, aunque anterior. El poeta no ha descendido a los infiernos de la existencia. Tal vez por eso duda, por eso permanece en la inmovilidad trémula del que no sabe qué partido tomar en la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la carne y el espíritu. Sabiduría expresa la resolución desesperada de Verlaine en la misma medida en que Zozobra reporta la inmovilidad dubitativa del poeta mexicano.

Como nota añadida, consigno esta notoria influencia de dos versos universales del francés: “Llueve en mi corazón/ como llueve en la ciudad”. López Velarde parece dar una versión muy suya en “Hoy como nunca”: “Fuera de mí la lluvia; dentro de mí el clamor”.


Mujer, fragancias, suspensiones

Las influencias que Xavier Villaurrutia encuentra en la poesía de López Velarde en sus dos ensayos, han sido ampliamente reconocidas por la mayor parte de los comentaristas y críticos posteriores. Julio Herrera y Reissig, Leopoldo Lugones, Rubén Darío, Luis Carlos López y el autor de Las flores del mal pulsaron aquí y allá su producción, pero nunca la determinaron del todo. Según Villaurrutia, Ramón López Velarde, como todo poeta del lenguaje, tenía una pasión acentuada por la búsqueda de “imágenes inesperadas, relaciones sutiles y al mismo tiempo precisas entre los seres y las cosas”; pero también una complementaria repulsa por “el lugar común, la expresión borrosa y gastada”. Por otro lado, hay que decir que el poeta halló en la figura femenina la posibilidad de la síntesis vital que lo arranque de esa torrencial pendulación, de esa desgarradora incertidumbre de vivir entre corrientes antagónicas. La mujer es para el poeta una dualidad sintética, lo sacro y lo profano encarnados en un drama que es a la vez compromiso de placer y fuente de recogimiento, de purificación. El cuerpo femenino se convierte en locus de elevación y de caída, es placer y dolor entrañados con un ansia de absoluto que aparece y desaparece desesperadamente tras el rastro efímero de su paso por el alma del poeta, que queda entenebrecido:

Fuensanta, dulce amiga (…)
¿es verdad que ha muerto mi quimera
y el idólatra de tu palidez
no volverá soñar con el milagro
de la diáfana rosa de tu tez?
(…)
Apenas llegados al umbral
–suspiro de alma en pena
o soplo del Espíritu del mal–
un golpe de aire mata la bujía…”

La mujer, personalizada en Fuensanta, más que fuente y más que santa en su sintético y levemente forzado nombre, es símbolo contradictorio –albo y negro como los vestidos de las mujeres de sus poemas– de castidad y de Eros, de erótica cristiana que es también cristianización del erotismo, y en eso y más se parece a la Dama de los poetas cortesanos. La modernidad de su obra, sin embargo, trascenderá estos contenidos gracias a que –tal vez sin proponérselo y desde el margen– la poesía de López Velarde clausura las transidas bodegas del posmodernismo, y sienta las bases –de manera demasiado sutil para muchos de sus contemporáneos, perdidos en la supuesta naturaleza provinciana y patriótica de su obra– de la vanguardia latinoamericana que iba a refundarlo todo en los años veinte, bajo los mismos presupuestos del “provinciano” poeta.

En “Un sentido de Ramón López Velarde”, publicado en el número siete de México en el arte (1949), Villaurrutia profundiza en una observación apenas esbozada en su trabajo anterior sobre el poeta. A saber, que el sentido del olfato, como en los simbolistas franceses, era suntuoso, central, y muy refinado en cuanto a su presencia en sus poemas. Para probar estas determinaciones, Villaurrutia ausculta los dos primeros libros de López Velarde, espigando piezas, dísticos, líneas que refrenden lo afirmado. No voy a repetir aquí los ejemplos encontrados por Villaurrutia. Pero he de señalar que buena parte de ellos pertenecen a La sangre devota (1916), y abundan en verbos, adjetivos y sustantivos perfectamente ligados al sentido del olfato, como “oler”, “aromática”, “fragancia”, “olorosas”, “olfativas”, “perfume”, “aroman”, “esencias”, “aromen”, “huele”, “perfuma”, “aromático”, “aspirando”…

Tal vez es importante recordar que en dicho trabajo Villaurrutia llega a determinar que “las sensaciones olfativas del autor de Zozobra se refieren sobre todo a la mujer y la tierra”. Ahora, cuando se conoce la obra poética completa que Villaurrutia no pudo fatigar, puedo decir que dicha afirmación debe ser relativizada. Esas sensaciones también apuntan a cierta trascendencia. Algunos ejemplos me ayudarán a esclarecer este necesario atrevimiento:

He mirado indiferente el amor de otras mujeres
porque solo tú no dejas el hastío de los placeres

(…)

Y quisiera saturar el marchito corazón
de tu alma de querube con la púdica fragancia
(…) y embalsama tu pureza los dolores de mi vida
cual perfuma la azucena el ambiente del pantano

(“Pureza”, primeros poemas, 1906)

Aquí el yo poético se dirige sin duda a la divinidad, y no a la mujer concreta, como pudiera pensarse. Tal vez la imagina en la figura de María –es larga y conocida la tradición de la poesía mariana–, puesto que habla del amor que trasciende el bodeleriano hastío de la carne; es decir, del amor divino. Queda claro, además, que las imágenes olfativas empiezan desde sus primeras composiciones, y no lo abandonarán en ningún estadio creativo, como veremos en las dos siguientes citas: “tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno/ ha de oler a sudario y a hierba machacada,/ a droga y a responso, a pabilo y a cera” (Zozobra, 1919). Donde el olor está ligado más bien a las cosas humildes de la casa y a la religiosidad. Pero también: “creeré en ti, mientras una mejicana/ en su tápalo lleve los dobleces/ de la tienda/ a las seis de la mañana,/ y al estrenar su lujo, quede lleno/ el país, del aroma del estreno” (“La suave patria”, 1921). Aquí el olor de la tela nueva inunda el entorno con su feliz y profusa bienvenida. Un ejemplo final: “Te aspiraré con gozo temerario/ como se aspira en un devocionario/ un perfume de místicas violetas” (“Flor temprana”, primeros poemas, 1910). ¿Será necesario recalcar que la imagen olfativa está ligada a una abstracción religiosa mucho antes que a una emanación terrena o femenina?

En un libro ya clásico titulado Ramón López Velarde, el poeta y el prosista (1962), el crítico Allen W. Phillips traza un par de coordenadas de interés sobre la poesía del ilustre zacatecano. Primero, encuentra una “insistente predilección” por las imágenes que implican suspensión y oscilación. El péndulo, por ejemplo, llega a ser un elemento central en algunos poemas, con su connotación de monotonía e inmovilidad en movimiento (pues un movimiento previsible y constante, es, en cierto modo, una forma de inmovilidad); pero también son axiales los estados de inmovilidad suspendida, los colgamientos que están –y aquí coinciden Phillips y Villaurrutia– “determinados por la moral de la simetría” que profesa el poeta según confesión literal. Es decir que en el constante estarse entre dos fuegos contrarios, el del bien y el del mal, el de la pasión y la pureza, el yo poético llega a inmovilizarse al no saber elegir, cayendo en un estado de angustia permanente, de zozobra perenne que tan bien fue sintetizada en el título de su segundo y mejor libro. En “La última odalisca”, por ejemplo, el poeta confiesa aquellos versos famosos citados una y otra vez bajo otras perspectivas:

Estoy colgado en la infinita
Agilidad del éter, como
De un hilo escuálido de seda.
(…)
Soy un harem y un hospital
Colgados juntos de un ensueño.

Y si bien hay ejemplos de este tipo de metáforas en poemas de El son del corazón y aun en sus primeras composiciones, es en “El candil” (Zozobra) donde se resume no solo la peculiar posición espiritual de Ramón López Velarde –hijo de fin de siglo que vivió los pinitos de la modernidad– sino toda su propuesta ideológica, si se mira con el detenimiento que exige una poesía que fue, hasta la muerte del poeta, apenas a los 33 años (1921), la propuesta más interesante y profunda de las letras latinoamericanas del siglo veinte. Explico: si bien Vicente Huidobro había ya roto los fuegos de la renovación con alguno de sus primeros libros –Horizon carré (1917), de pronto–, ninguno de estos alcanza la complejidad de Zozobra (1919); y aunque Vallejo tenía publicado Los heraldos negros (1918), su propuesta solo puede emparejar la importancia del libro del mexicano: el torbellino renovador de Trilce (1922) estaba recién gestándose. (Una cuestión lateral por desarrollar: algunas coincidencias temáticas y referenciales pueden hallarse entre el primer libro del peruano y el segundo de López Velarde: rasgos provincianistas, elementos del hogar, vocablos comunes).

Zozobra, así, termina siendo el gran poemario latinoamericano de las primeras dos décadas del veinte, y si debemos buscarle antecedentes o pares en otros ámbitos, tendremos que remontarnos a la obra de Jules Laforgue, del primer T.S. Eliot y, más lejanamente, de Rainer Maria Rilke. No debemos despreciar la importancia de la Antología de la poesía francesa moderna (1913), de Díez-Canedo y Fortín. Para terminar de precisar la poética del genio de Zacatecas, vuelvo a “El Candil”, poema que parece resumir bien la propuesta del libro (y la de López Velarde en general):

En la cúspide radiante
Que el metal de mi persona
Dilucida y perfecciona,
Y en que una mano celeste
Y otra de tierra me fincan
Sobre la sien la corona;
(…)
Soy activamente casto
Porque lo vivo y lo unánime
Se me ofrece gozoso como pasto;
(…)
He descubierto mi símbolo
En el candil en forma de bajel
Que cuelga de las cúpulas criollas
Su cristal sabio y su plegaria fiel.
(…)
¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
Y sabe que te anonadas
En las cúpulas sagradas
No por decrépito ni por insulso!
(…) y por ello ante el señor
Paralizas tu experiencia
Como el olor que da tu mejor flor.
(…)
Cristalizo sin sofismas
Las brasa de mi ígnea primavera,
(…)
Candil, que vas como yo
Enfermo de lo absoluto…

Puede verse aquí que las imágenes de suspensión física son abundantes y complejas; además, el yo poético las asume como reveladoras, especulares de una condición existencial y espiritual que no cesa de trastornarlo. El quietismo, el anonadamiento, lo paralizan por la fuerza de las dos pasiones antitéticas que lo agobian, no por la edad (“decrépito”) ni por la falta de espíritu (“insulso”). El poeta, transido de religiosidad, detiene su experiencia y la ofrece a lo divino; pero por otro lado confiesa la existencia de las “brasas de su ígnea primavera”, controladas, solo por ahora, en ese estado extático, de péndulo detenido (el candil) que anuncia el cese momentáneo de la hostilidad de la existencia quebrada.

El candil como objeto, si nos atenemos a la tradición, participa del simbolismo de la lámpara y es, además, un axis mundi, por estar suspendido en posición vertical sobre la tierra. Simboliza por tanto la sabiduría y su irradiación, la luz trascendente. Como péndulo detenido, remite a la concentración y el temple espiritual, y como eje del mundo es a la vez vínculo entre el cielo y la tierra y referente universal (Diccionario de los símbolos, Chevalier, 2001). Los dos últimos versos de “El Candil” que he citado, explican casi meridianamente la posición espiritual de López Velarde: fue por la vida, sobre todo por la poesía –renovándola– “enfermo de lo absoluto”, admirando la “majestad de lo mínimo”, devoto trémulo de la eterna lucha de los contrarios. Fundó en ese camino, como dice el maestro José Luis Martínez, “una vertiginosa geografía de las pasiones y de la sensibilidad”. Una sensibilidad que reflejó, prematura y pura, nuestra modernidad, y prefiguró su correspondiente nueva forma poética.