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No. 108 / Abril 2018

Luis Ham
(León, Guanajuato, 1996)



Navegación

Paz en la tierra al marinero de la noche.
                                                    V. H.

Un sol sangra sobre la ciudad,
entierra en su luz el horizonte,
desolación de un incendio en altamar.
Inundadas avenidas, pasillos, cuartos,
de la muerte diaria, qué remedio
más que ceder a la avenida con pulmón.
Así la noche. Y así a tientas.
¿Qué canción más allá de la agonía del astro?
¿Cómo encontrar a un náufrago entonces?
¿Cómo hacer memoria de sal de mar,
si el cielo muere, ha muerto antes
y morirá mañana
sobre esta ciudad y todas?
De esta muerte, de esta sangre
sobre el mar cae una gota que da a luz:
Toda empresa es momentánea. Todo barco
abandona el mar o naufraga.
Pasen la tierra al marinero de la noche,
que la cumbre del maremoto es alta y se quema,
que se desollan de noche los caballos de estrellas
y la luna no nos puede ver.
Los cabellos algas,
largas como la ceguera,
delgadas como el principio de la locura
lo han llevado a encender vela:
he aquí su nocturno iracundo,
su salvaje nada ansiosa de vagar
inconstantemente hasta el escondite del sol,
lecho de muerte.

***

Un hombre se levanta
sobre las indistinguibles
ruinas de un palacio.
Dice
soy el profeta
me lo ha dicho el sol
me lo susurró el ocaso
que se llevó mis ojos
para no quedarse solo.
Sin embargo su cabello está lleno de arena,
sus pies de lluvia
y nunca ha creído en constelaciones.
Este discurso se pronuncia
frente a nadie. Toda acotación es delirio.
¿Cómo saber si el fantasma de un pilar
no es también espuma en la ola?
Pasen la tierra, no alcanzan ya los remos,
ya llegan los monstruos
marinos, ya acuden al frenesí
los ahogados, ansiosos por tocar
una burbuja o sentir la ola
que dé fragatas a su muerte,
como si toda agua fuera sueño,
toda sal salida de emergencia,
toda arena una tumba profanada.

***

Sabemos que las ruinas
eran calles, y la caída
solo una flor sin nombre
o un árbol sin nombre o un hombre sin nombre,
cuya muerte mar adentro fue olvidada como cada ola
que no destruyó algo por volverse océano.
El profeta era el hombre sin nombre,
sin cordura a quién el sol eligió.
Quien se introdujo por la pupila el filo de una luz
hasta escuchar hablar al trueno o cantar a la madera
ardiente. Sabemos que el sol era una estrella,
con destino fijo de explotar
y cuando lo hiciera, todos caerían
en la ceguera, en la locura, todos
perderían su nombre y los nombres.
El mar perdería su nombre,
y todos sus muertos y los nuestros
y los de la lluvia
tendrían al fin por epitafio el silencio.

***

Soy el profeta, dice el mar
mientras se aleja la tierra del horizonte
como las horas se alejan del instante
hasta convertir toda memoria en espejismo
de un muelle imposible al que aferrarse:
en el momento del casi asir madera inventada,
al momento en que un cuerpo cede a la sal,
quién no cedería los privilegios del sol
su propio nombre, su carne,
a la osamenta del murmullo
del primer eco parido
en la última grieta de antiguos
dioses ciegos que se limitaban a cantar.
Cuyo capricho consistió en la creación
de palabras luminosas sin darse cuenta cómo
el profundo se inundaba con constelaciones
que duraban lo que dura un nombre.
Empapados de su largo talud,
ebrios de negras aguas frías,
el canto de su reino abismal
paría todas las corrientes.
Olas y mareas arrojaban llanto
en sus días de mundo nuevo
hasta aprender finalmente a cantar
como si la memoria de un eco
antecesor de su parto
erodiera en impactos el muelle
que habría salvado en otro tiempo
la mano de algún hombre.
Entonces cantaban las olas
cuando al ocaso su espuma podía ser flama
y se sentían empapadas de su remota melodía.
¿Quién no cedería la mano
a la marea, o cavaría en ocasos
su mapa bajo las algas; por qué no
ceder a los velos de una masa
que puede más que la luz?
Desde el principio fue el sol el primer ahogado,
cediéndonos por nostalgia de morir
los ocasos y tomando de la noche
un lecho de último aliento donde recostar su ausencia.
De esto se alimenta un náufrago en su hora de muerte.
Es esta su hambre, su sed atroz.