No. 108 / Abril 2018
Celebración

Una nueva lengua

Luisa Manero Serna

 
Para Pedro Abraham Rodríguez



 




1. Toda la música es concreta

Usualmente se dice lo contrario, que la música es el arte más abstracto. Yo digo que no. Y me peleo. Simplemente no. El signo del lenguaje, por ejemplo, toma su sentido básico en la representación de nuestra mente. Eso me parece abstracto. Crea imágenes más allá del mundo matérico, aunque se fundamente en él (o tal vez no del todo, para quien cree en las nociones a priori o innatas). Lo concreto es fenoménico, y en relación con el ser humano, perceptual. La percepción sensible funciona aunque esté atrofiada nuestra capacidad de analizar, fragmentar, interpretar: abstraer, a final de cuentas. La música es yuxtaposición de sonidos individuales que no contienen códigos a su interior. Sonidos concretos (ondas concretas, pues lo fenoménico involucra la materia, pero también la energía, la luz, el electromagnetismo). Sin embargo, el sonido nos parece más inasible, porque vivimos aferrados a nuestras palabras, vivimos abrazados al salvavidas de lo abstracto en el océano de lo concreto. Si entramos al bosque solo encontramos el camino si nos abstraemos de aquél de plantas y moscos y entramos al bosque de los símbolos.

Nos gusta mucho nuestra lengua.

Por lo mismo cuando se practica la meditación, nos alejamos de la sensación física del respirar y nos protegemos en los pensamientos, que están hechos de lengua y nos hacen sentir un poco más seguros.

Esto significa que la pintura abstracta en realidad es pintura concreta porque es color y punto: la pintura figurativa es más abstracta porque de la plasta del material y del color abstraemos formas.

Decimos entonces que la música es abstracta porque nos cuesta más trabajo asir lo concreto. Pienso que es una verdad angustiante.


2. Pero hay música más concreta que otra 

Más allá del sonido natural, la música como arte puede tener algo de abstracto. Los sonidos concretos se organizan en una estructura preconcebida mentalmente, es la composición de un sistema que en primer término existe como potencia en el plano de la idea: el sistema tonal o los sistemas personalizados de la música atonal contemporánea. La música también puede ser un poco abstracta cuando pasa por el filtro de la cultura, pues la cultura es algo muy potente e impone su presencia hasta en nuestras percepciones más inmediatas. ¿Cómo la vuelve más abstracta? A través de la emoción. El vínculo entre música y emotividad es una cuestión de cultura. Es así como usualmente las tonalidades menores nos parecen tristes, dolorosas y ligadas a la introspección, y las mayores las percibimos como alegres o majestuosas: nos hinchan el espíritu.

Otro caso en que la música adquiere una cualidad abstracta por influencia de la cultura es cuando cierta pieza se asocia a la tradición musical de un ámbito social o un tiempo particular, y acaba por representarlo. Un ejemplo muy claro es la “Pastoral” de Beethoven: tiene influencia de la música de los pastores, o que al menos la tradición europea suele vincular a ellos, y nos genera una imagen mental de la vida campestre idealizada. Beethoven quería garantizar este efecto y para que no se nos fuera a pasar utilizó el título, es decir la palabra. Por eso actualmente hay una cosa llamada “música concreta” que se basa en los sonidos naturales, los cuales conforman sistemas solo si los abstraemos a posteriori a través del pensamiento lógico que encuentra correspondencias y causalidades. La música concreta, en general, busca sonidos que culturalmente no nos remitan a ninguna emotividad en especial. Suele costarnos trabajo porque no nos deja pensar en la vida del campo ni en la guerra ni en nuestros problemas ni en nada en específico.


3. Música y palabra 

En la canción tradicional la música y la palabra mantienen un lazo firme. Vayamos ahora a la palabra. El sintagma verbal tiene un ritmo. Comúnmente se dice que el ritmo de las palabras es el ritmo de la naturaleza, del cosmos y de nuestro cuerpo humano, natural: es el oleaje del mar y el latido de nuestro corazón. Henri Meschonnic, a quien cité en la entrega anterior como un conocedor parcial de la celebración, dice lo contrario: el ritmo es una construcción histórica, y por lo tanto de cultura, propia de un cuerpo y una voz que también son culturales. Se podría pensar que el ritmo del enunciado es el ritmo natural de cierta lengua. No del todo. Cada enunciación irrepetible realiza un ritmo irrepetible, que aunque se fundamenta en el ritmo del idioma y la cultura, se concreta según las condiciones de ese momento, ese espacio, ese cuerpo y esa voz. Me gusta pensarlo en los términos de la oposición planteada por Eugen Coseriu entre lengua histórica y lengua funcional. La lengua histórica es el sistema abstracto, el constructo, que nos hicimos a la medida para unificar miles y millones de actos de habla a lo largo de la historia y poder considerar un idioma unitario: el español, el suajili, el náhuatl o lo que sea. La lengua funcional es la lengua que opera en los discursos particulares, únicos. Lo anterior incluye al ritmo. Habrá un ritmo abstraído en el sistema de la lengua histórica, pero el ritmo concreto existe solo en la lengua funcional. Cada discurso conforma sus propios principios y su propia ritmicidad. Crea sus propias reglas. Únicas, irrepetibles.

¿Qué pasa si juntas discurso lingüístico y manifestación musical? Se unen dos lenguajes con dos ritmos distintos. Esa unión puede ser orgánica, una cosa armónica que se percibe como algo natural, o puede ser tensa, extraña al oído. Depende de la intención. Cantar una canción tradicional, así como toda la música acompañada por “letra”, funda un lenguaje, un ritmo y una sonoridad que solo existen en la unión entre la enunciación verbal y la música específicas. El encuentro engendra una nueva lengua.


4. Los chiles verdes

Ese es el nombre de un son jarocho cuyo primer registro aparece en el Archivo General de la Nación, México, Inquisición, vol. 1297, exp. 3, 1784. Y sí, los chiles verdes son una alusión sexual. Usualmente el albur tiene mucho de festivo, y claro que la celebración está presente en este son, pues “ahora sí china del alma / vámonos para el fandango / a cortar los chiles verdes / que ya se están madurando…”. Pero la alegría festiva lo recorre sutilmente, por debajo. Es un son de desamor, por lo que el espíritu de celebración solo es percibido por momentos. Recordemos que la fiesta es uno de los motivos más comunes de la fiebre amorosa mexicana: es el lugar donde se bebe hasta perderse e incluso morir “de tanto tomar, de tanto penar”. Esta canción suele cantarse de un modo tan triste que no resulta gracioso (o solo un poco) que cosechar los chiles verdes y quitarles la semilla sean alusiones al sexo masculino y las prácticas sexuales. Estas frases más que nada nos sitúan en un espacio, un ambiente y un medio en el que ir a la milpa con una mujer significa coger en la tierra y donde la sexualidad se vive en la misma cotidianidad en que se vive la cosecha y la germinación vegetal.

La versión de Los Vega (en la parte inferior de esta columna) es una bella muestra de esa lengua que fundan los cantos con las leyes que existen solo en su interior. En el mundo que construye la canción, cada enunciado vive dos veces en dos voces distintas que no se empalman, sino que cantan una tras de otra. El tiempo del dolor parece prolongarse. Como si hubiera una correspondencia entre el tiempo de la canción y el tiempo de la vida, y unos segundos más para decir lo mismo correspondieran a ¿días? ¿años? de sentirlo. Las repeticiones, además, suman, exacerban. Así como no es lo mismo decir “estoy muy triste” que decir “estoy muy, muy triste”, repetir lo dicho hace más potente el sentido, lo vuelve superlativo.

Las dos voces constituyen las dos caras del nuevo idioma, el idioma creado por y para “Los chiles verdes”. La cara que se nos presenta primero es la cara de la estabilidad. Es una lengua proveniente de la firmeza, la seguridad de sentir lo que se siente. Un idioma, digamos, que es como llano: te lleva lejos la mirada y sabes que su inmensidad es constante. La cara opuesta, de la segunda voz, es precisamente lo inestable. Dice y cae, siente para arriba y para abajo, respira y se derrumba después de hablar.

La lengua se renueva en la convivencia de dos facetas antitéticas y simultáneas de cada palabra, que se muestra entonces como multidimensional; pero en esta canción la simultaneidad es desarticulada y extendida en la dimensión única del plano del tiempo: es algo similar al ideal de los cuadros cubistas de plasmar las tres dimensiones en una sola, pero sin tanto manifiesto.

Es una lengua con la que nos identificamos, pues tendemos a vivir de manera simultánea nuestra inestabilidad y nuestra cualidad estable; en ocasiones las palabras no nos parecen precisas, pues en el acto de comunicación elegimos privilegiar uno u otro estado. Tal vez podríamos decir lo mismo dos veces, cada una con su propio ritmo y tono: el firme y el caído. O no dos, sino muchas, cada una con un matiz distinto. Pues al fin y al cabo estamos hechos de gradaciones. Quizá podríamos comprendernos mejor si nos observáramos no solo en el abismo multidimensional del universo interno, sino también en el plano temporal de la vocalización.  



“Los chiles verdes” de Los Vega