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Veladora
Christian Peña
Cuadrivio,
México, 2017.
Por Valeria Guzmán
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No. 108 / Abril 2018



Dos veces treinta y tres

Se siente una tristeza más íntima que reaccionaria por no saber qué experimentaba López Velarde en su tránsito de muerte. Su obra, me parece, es una terminada. No queda el vacío de saber qué más pudo haber escrito porque El son del corazón ya es una conclusión perfecta.

Pero sí existe desazón, zozobra, por una vida interrumpida tan prematuramente. Esa empatía tristona con el jerezano no es muy difícil de encontrar después de leer su obra, se siente curiosidad por qué hubiera sido de su vida y obra de no haber muerto tan pronto. David Huerta especulaba en una clase que probablemente se hubiera afiliado al PAN; Juan Villoro, en El Testigo, insinúa que se convirtió en un santo. Pienso que Christian Peña se lo encomendó para escribir Veladora, y que López Velarde le contestó que sí, y le dictó lo que sentía mientras se ahogaba en una cama de la avenida Obregón, que creo que en ese entonces se llamaba Avenida Jalisco.

Uno de los acercamientos alternativos y más íntimos con el poeta es esa casa en la que murió. Desde ahí decide Peña empezar el libro:

 

Me he vendado el cráneo
para no oír las voces que me llegan de afuera.
Encerrado en mí mismo,
se unen los hemisferios del cerebro
y crean un continente fantasmal.

 

Ésta es la voz de López Velarde. Una parte está en la reunión de heptasílabos y endecasílabos esporádicos, dictados por el oído de manera natural. Otra, en la selección de palabras (nótese el léxico religioso junto al provincial y las referencias clásicas). Un rasgo más de Velarde en Veladora es la cohabitación, quizá la característica más distintiva del jerezano, que Villaurrutia resaltó al titular El león y la virgen a la selección de poemas que hizo del jerezano.

En Veladora conviven lo religioso y lo profano. Javier Acosta habla del tono irónico que está presente en este libro. Quizá es un poco desde esa talante que aparecen esas relaciones semánticas en este libro. Aquí, la tortura por la disyuntiva emocional de Velarde se transforma en una profanidad ya casi declarada. Se podría atribuir a que en estos poemas el poeta está a punto de morir. Sin embargo, no se pierde el miedo, más bien hay ya una derrota totalmente aceptada. El poeta se resigna a no ir al cielo.

Podría inclusive resultar profano el acto de tomar la voz de un muerto y encarnarla, como lo hizo Luis Cardoza y Aragón al interpretar a Lázaro, quien por cierto se lamentaba todo el tiempo de haber vuelto a la vida. Me parece que si bien hay atrevimiento en el préstamo de la voz, éste es necesario para la primera parte de un ritual que se consuma cuando las palabras expresan no ya lo que el poeta mismo hubiese querido decir, sino lo que su voz estuvo guardando. Al final es la voz del poeta y no al poeta lo que escuchamos.

Este libro podría interpretarse como una suerte de síntesis de la vida del jerezano. En las películas de bollywood, al final podemos ver a todos los personajes que aparecieron en la película en un plano general. A la tercera sección de Veladora también llegan todos. Las mujeres y los hombres que Velarde amó (o, al menos, a los que quiso, porque también aparece ahí María, la de los ojos inusitados de sulfato de cobre) y hablan por primera vez. Éste es el recurso más posmoderno del libro: darle voz a quienes nunca la han tenido (con excepción, claro, de José Juan Tablada). Un entrañamiento similar al que es alimentado en la primera parte aparece aquí. Al leer la biografía de López Velarde, no queda más que imaginar qué pensaba de él la gente que lo conoció.

La ausencia parental atraviesa el libro. Por una parte la de dios, por otra la de los padres sanguíneos. A partir de esta ausencia, Peña escribe una serie de confesiones en las que presenta sus propios umbrales. Al igual que en Me llamo Hokusai, exhibe algo que está dentro de los padres y que intuimos cuando somos niños: sus oscuridades. Más tarde cada adulto descubrirá las propias en sí mismo. En Síndrome de Tourette éstas salen a bote pronto a cada rato. Para Velarde, la transgresión está enmarcada en una época, un lugar y un dogma. En Christian Peña, es más simbólica que fáctica. Esto es normal porque la moral evoluciona, pero lo que queda en el fondo es esa sensación de romper con, y el dolor de hacerlo.
Siempre al amparo de otros artistas: Vallejo, Villaurrutia, Hokusai, Peña esta vez eligió al ex seminarista atormentado quizá para conmemorar sus propios 33 años. Que sea para bien.