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Veladora
Christian Peña
Cuadrivio,
México, 2017.
 
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No. 108 / Abril 2018



Corpus Christi

El aullido de bronce de la iglesia reúne a las muchachas de mi pueblo puntualmente a las doce; domingos sin argollas anulares. Tal vez la gracia de cortejar a mitad de la misa tiene su origen en mi infancia. Desde niño, las imágenes pasionales de la iglesia me aterraban; el Cristo y la corona de espinas, el rostro demacrado de María. Así, a raíz de ahorrarme la visión de esos suplicios, me concentraba en las niñas de las filas de adelante, en las muchachas del coro que comenzaban a trazar su orografía bajo el vestido. Mi madre solía discutir sobre la precocidad del habla entre hombres y mujeres. Sostenía que las niñas son las primeras en hablar. Yo hablé hasta los cuatro años. Nadie recuerda mi primera palabra. Aún ahora, en misa, cuando el padre da la comunión, ignoro si las mujeres pronuncian un amén vibrante y convencido, pero puedo distinguir lo rojo y lo redondo de su boca. Puedo imaginar en qué cuerpo están pensando cuando prueban el cuerpo del Señor.

 

El tigre

Tengo una pesadilla recurrente. Estoy en el zoológico, trato desesperadamente de abrirme paso entre una muchedumbre reunida en la jaula de los tigres. Oigo rugir a los felinos. Las mujeres lanzan gritos al aire. Algunos hombres tratan de entrar a la jaula. Avanzo un poco más y descubro al otro lado de la reja a un hombre inconsciente, rodeado por cuatro tigres. Es mi padre. Lleva su traje negro y el portafolio de trabajo. El mediodía echa luz sobre un hilo de sangre que escurre de su boca. Ya no puedo moverme. Mi padre me mira con los ojos desorbitados. Escucho su voz dentro de mi cabeza como el eco en un túnel: “Ni siquiera lo pienses”.

 

Caballo de Troya

A los veinte años comenzó mi ruina. Se llamaba Trinidad, como mi madre, y aunque sabía que cobraba quería casarme con ella. ¿Acaso el amor no tiene precio? A Paris le costó más de lo que a mí una noche, o eso solía creer hasta que la enfermedad y su caballo incógnito tomaron mi cuerpo. Cómo quemar las naves. Cómo entregar las armas si desde Trinidad y sus besos rentados se propagó en mi sangre el convenio adictivo del catre y la caravana por la Condesa, Estanco de Mujeres, la Calle del Órgano, la Cuauhtemotzin y los burdeles de la Roma. Todas son una sola mancha, pero la casa roja de San Luis Potosí fue la primera donde desperté herido. Nadie sabe con quién duerme; nadie, contra qué pelea. Habrá que interrogar a Menelao sobre el ardor que despierta una pústula infiel. Estoy sitiado. La madera relincha su victoria. Sin embargo, no me rindo. Tengo la entrepierna minada, pero aún no estoy en jaque. Regresaré a San Luis a ajustar cuentas. Mi reino está doliente, pero no derrotado.

 

Esdrújulas

En el nombre llevan el acento, el pecado y la penitencia. Invenciones de Hefesto, esdrújulas de sí mismas, la primera que conocí fue “relámpago”. Desde entonces las amo por estremecer la lengua con su arrebato súbito y eléctrico. Así me gusta escribirlas. Así se las enseñé a mi loro.

 

El mar imaginado

El día que murió mi padre, recordé que nunca me llevó al mar. A la fecha no lo conozco. Más allá del azul mitológico, la arena blanquísima y las gaviotas ávidas de migajas, pienso el mar como un lugar oscuro e interminable, con esqueletos de peces y ballenas a la orilla, una marea púrpura como la baba de los difuntos y un faro abandonado como un cíclope ciego. Cuando cerré los ojos de mi padre también cerré los míos. Una úlcera le reventó la voluntad. Le juré nunca visitar el mar como símbolo de luto y me vestí con su sombra: éste es su traje negro y preferido; estos, sus zapatos de trabajo. Este reloj metálico y de correa que marca los minutos restantes para reencontrarnos, era suyo.

 



*Estos poemas forman parte de la segunda sección del libro Veladora, de Christian Peña: "Confesiones con un reloj al fondo"