No. 108 / Abril 2018

Ilustración y poesía

Ilustración y poesía




Ramón Trigo

A lo largo de mi trayectoria en el campo de la ilustración mi relación con la poesía ha sido intermitente pero siempre emocionante. De hecho mi primer encargo como ilustrador fue un libro de poemas en el que, debo admitirlo, puse más entusiasmo que sabiduría, dado que eran mis primeros pasos en el mundo de la ilustración. Pero en fin, como el tiempo y el trabajo constante todo lo pueden, creo haber mejorado algo a lo largo de estos años, o al menos eso espero.

Más tarde vinieron proyectos de los que guardo un especial y grato recuerdo: 25 Poemas ilustrados de Miguel Hernández, de la Editorial Kalandraka, en el que colaboré ilustrando uno de los poemas. La Antología Poética de Eduardo Pondal, de Editorial Edelvives. Y más recientemente, un cómic poético que está apunto de publicarse.

Pero incluso cuando ilustro narrativa: novela, álbum ilustrado, libro infantil, cómic…  la relación que se establece entre el texto y mis ilustraciones tiene un carácter más poético que narrativo.

Sea ilustrando los textos de otros autores o los míos, siempre intento establecer un dialogo poético entre texto e imagen. Pretendo que las ilustraciones envuelvan al lector y lo introduzcan en la atmosfera de la narración más que describirle o mostrarle imágenes que le narren la historia.

Intento sugerir, más que mostrar. Una pretensión esta, sin duda, de índole poética.

Pero me parece un esfuerzo inútil tratar de “describir” mi relación como ilustrador con la literatura, sea poesía o narrativa. Creo que esta relación se explica mejor a través de un recuerdo de mi infancia (rondaba yo los cinco o seis años).

EL OJO DE LA CERRADURA

Hace muchos años (en mi más tierna infancia) solía, junto con otros niños jugar en un caserón abandonado.
Aquel viejo edificio era nuestro parque de atracciones particular.
Subíamos y bajábamos, correteando, las peligrosas escaleras. Nos colábamos en sus estancias esquivando clavos oxidados y vigas carcomidas.
En aquella casa había, además, un cuarto cerrado con llave.
Por supuesto, semejante misterio era la mayor atracción de la casa.
A menudo solíamos rematar nuestras jornadas de juegos apiñándonos en torno a la puerta cerrada y escudriñando por el ojo de la cerradura, intentando adivinar lo que había “del otro lado”.
Apenas entreveíamos algunas sombras y formas imprecisas o algún fragmento de mueble desvencijado.
Pero a través de aquel pequeño agujero se abría para nosotros un universo de misterios y fantasía.
No importaba lo que hubiera al otro lado de la puerta.
Lo importante era lo que nosotros imaginábamos ver.
Han pasado muchos años y hoy en día, intentando explicar con palabras lo que hago, por qué lo hago y lo que busco, se me viene a la cabeza aquella vieja casa.
La actividad a la que he dedicado todos estos años, llámese pintura, escultura, dibujo, ilustración... es para mí como aquella puerta.
Cada vez que me planto ante una superficie en blanco, con un lápiz o un pincel en la mano es como estar de nuevo ante la vieja puerta, mirando a través del ojo de la cerradura.