No. 109 / Mayo 2018
Poesía y política
 

La segunda caída del Muro de Berlín
 
 
Jorge Aulicino



Desde el punto de vista de las cifras, la hoy olvidada serie Lost no hizo "historia". Tuvo un promedio de 16 millones de espectadores en sus seis temporadas de emisión, contra los 57,6 millones logrados por NCIS en su episodio más visto y los 22 millones de televidentes que la seguían habitualmente, según cifras imprecisas de hace dos años, basadas en los premios Ninfa de Oro que se entregan en Europa y cuyas fuentes son indeterminadas, puesto que no se sabe cuándo refieren a la cifra de espectadores en el mundo y cuándo a la de los espectadores de Estados Unidos, o mezclan ambas (y desde luego no incluyen los millones de espectadores que bajan sus series de Internet... ilegalmente).

Con todo, el "fenómeno" Lost fue muy perceptible a simple vista. Hasta que finalizó, en 2010, hubo incontables foros activos en todos los idiomas y creados desde distintos países para discutir una de las más entreveradas urdimbres que una serie fantástica pudiera haber concebido. Los detalles de ese argumento eran los de un enigma de fondo, sin duda, para millones de personas. Más allá de los avatares de las relaciones internas de ese grupo de sobrevivientes de un accidente aéreo —Robinson Crusoe multiplicado— había innumerables pistas de algo extraño, quizá sobrenatural, al que habían ido a parar aquellos "perdidos". Y esas pistas eran anotadas y comentadas en los foros y millones de personas siguieron la serie durante... seis años. El tiempo en que un chico nace y comienza la escuela primaria. El tiempo que sobreviven algunos matrimonios. El tiempo que duró la Segunda Guerra Mundial. ¡Seis años! La decepción mundial que produjo el último capítulo creo que pudo respirarse en las calles. Fue la caída del Muro de Berlín de las series. Lost se convirtió, a los ojos de sus millones de seguidores, en la mayor estafa en la historia de este género.

Pero hubo algo mucho más grave: la literatura fantástica quedó seriamente dañada por la irresponsabilidad de los guionistas de Lost. El arte de narrar quedó dañado. El compromiso de los seguidores de series, por último, se fue al piso.

Como dice un amigo que no querría que lo nombre, Lost fue un antes y un después. La gente ve series, ahora, de otro modo: consume, no vive con ellas. Esto es, no les cree. No les tiene fe, no les da entidad de juego serio y su empatía no va muy lejos: apenas alcanza para probar si la verán una temporada o le darán la chance de dos. De nuevo, lo que hubiese podido convertirse en el género estético del siglo XXI volvió a ser entretenimiento.

Luego, cierto cínico realismo comenzó a percibirse en el gusto del espectador medio. Y hasta hace poco, según la prepaga de películas y series Netflix, las series más "gancheras" eran The Walking Dead, Breaking Bad, Scandal y House of Cards. La preferida del ambiente cool, Mad Men, no figura. Tampoco la muy comentada Games of Thrones. En todo caso, Mad Men juega al cinismo. Y Games of Thrones deliberadamente apuesta al argumento múltiple: historias que pueden ser manejadas por los guionistas, que tienen un libro de respaldo, y que, a los ojos del espectador, no importa mucho cómo se resuelvan. Debo confesar que dejé de verla porque ese muro detrás del cual no se sabía qué terrores habitaban me recordó a los misterios decepcionantes de Lost. Me pregunto cuántos no sintieron lo mismo.

En lo que se refiere a Los Soprano, que terminó en 2007 con una media de 8,3 millones de espectadores en Estados Unidos, fue un logrado intento de poner aún más calidad cinematográfica y actoral en el género, pero está dentro de la tendencia descrita: un realismo que suele interrogar un poco la idea de normalidad. O replantearla. A partir de esos gánsteres traumatizados de ascendencia italiana, se ramificaron las series que indagan en la normalidad del mundo narco. Algunas de ellas producidas en América Latina. De forenses, psicópatas (o sociópatas, como los llaman los estadounidenses) e investigadores especiales florecieron cien series, todas variantes de la primera a la que se le ocurrió hurgar en el mundo de las morgues y la psicología de los asesinos. Lo que tardará en nacer, si es que nace, diría Lorca, es otra serie que, como Los Expedientes X, logre devolver al género fantástico el gran lugar que siempre tuvo en la literatura. El lugar central.
Mientras, las series pululan más y más, pero ninguna genera el grado de entusiasmo de Lost o de Los expedientes X, los guionistas, que cuentan con la paciencia y la expectativa de los espectadores veteranos —más pacientes y crédulos que los nuevos espectadores— se empeñan, hay que admitirlo, en reconquistar al viejo destacamento —piensen que los que tenían menos de 20 años cuando terminó Lost hoy tienen cerca de 40, por no hablar de los que teníamos entonces… diez años menos, pero ya éramos veteranos.

Y en tanto las series no logran, salvo unos pocos casos ocasionales, conectar con el otro gran género literario del siglo, la poesía.

Esa conexión existió desde el momento en que Los expedientes X se apropió de la tradición literaria como normalmente lo hace la poesía. En algún momento, cuando descubrió la potencialidad de una gran conspiración de humanos y extraterrestres, la serie, hasta entonces errática, reunió mágicamente la oscuridad de la ciencia-ficción del siglo XIX con el espionaje del siglo XX —al estilo Graham Greene, no al estilo Ian Fleming— y una extraña vena sobrenatural. Recreó, en fin, una épica de héroes opacos. Los expedientes fue una recreación más oscura e intricada de La guerra de los mundos, de Wells, con una porción importante de espionaje que invocaba la Guerra Fría, sin olvidar la sombra tétrica del nazismo, macabra y devastadora ficción que operó sobre la realidad más que ninguna otra. Lost marchó con más decisión por el camino literario y envió guiños sobre La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells, La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, e incluso La tempestad, de Shakespeare, por no hablar de Robinson Crusoe. Lost renovó y duplicó la apuesta. Pero no supo, no quiso o no pudo manejar el universo de mitos y resonancias que había creado (tal vez alguna vez sepamos de qué modo llegaron los guionistas y productores a diseñar el decepcionante final, una variante del antiguo y siempre mal manejado deus ex machina).

Este proceso de continuación y enriquecimiento de la tradición solo se ha dado en forma paralela y oculta en la poesía de transición entre el mundo de las vanguardias y los paisajes ficcionales que el siglo XXI aún permite crear. En algún momento llegué a pensar que las series eran la poesía pública. La doxa de otro arte, hoy más duro que puro, pero en sus líneas centrales siempre orientado a “la frontera de lo sin límites”, en la que se movió Apollinaire, loco de amores y herido por la guerra más horrible del mundo. Esto, tal vez, porque el sistema de comunicación de la poesía como género es más limitado, en cuanto a público, y colaboró para que el género poético se mantuviera más cercano a la poesía como fenómeno.

No es la exhibición de villanos que viven normalmente o espías que torturan con escrúpulos o guerras que nadie desea sostener lo que salvará a las series y las restituirá al mundo de la cultura y la religión. Pero, claro, el problema es que el público milenarista solo parece pedir series que le muestren lo que sospechan: la corrupción, la infiltración, los centros de tortura, el poder de las corporaciones. Las series no crean una nueva sospecha, un sistema de interrogaciones, una incertidumbre trascendente, excepto cuando reaparecen fugazmente los hermanos Cohen. Las series en general responden a su público, cazan vampiros con armas espectaculares, conviven con muertos vivos y con francotiradores desahuciados, en un giro desangelado sobre la vieja matriz heroica y sentimental del cine estadounidense, que a todos nos hacía felices (“siempre nos quedará París”).

La poesía de las series y la poesía de la poesía encontrarán de nuevo el rumbo común en la medida en que las series no olviden que provienen de la literatura, y que en la narrativa interviene un porcentaje variable, pero nunca superior al 20 o 25 por ciento, de poesía. Y que en esta interviene un porcentaje variable —siempre la pizca que impregna no el condimento que satura— de religión. Y que la religión significa lo enigmático trascendente.