No. 109 /  Mayo 2018

El Jardín Marino


José Antonio Suárez Londoño / Fernando Herrera



Enrique Juncosa


José Antonio Suárez Londoño (Medellín, 1955) ha ido configurando desde mediados de los noventa una obra artística atractiva e idiosincrásica que le ha otorgado un amplio reconocimiento entusiasta. Se trata de un ingente conjunto de cuadernos, dibujos y grabados, todos ellos delicados, concentrados y de tamaño inusualmente pequeño. Suárez Londoño, quien había estudiado biología en su Colombia natal, estudió después arte en Ginebra, licenciándose allí en 1984. Más tarde, según se cuenta, encontró los fundamentos de la práctica artística por la que se le conoce durante una estancia en Florida, donde leyendo con delectación un libro del influyente músico británico Brian Eno, A Year with Swollen Apendices, se puso a realizar, en respuesta a aquella lectura, pequeñas ilustraciones con un rotulador negro en un cuaderno. El libro de Eno es el diario del año en el que estuvo especialmente ocupado, y donde cuenta con mucho detalle tanto su relación profesional con estrellas como David Bowie y los integrantes de la banda U2, así como asuntos ordinarios de la vida cotidiana. El libro está formado por textos heterogéneos que incluyen ensayos, cartas o notas sobre asuntos de la naturaleza más dispar, que se asemeja a sus largas composiciones con variaciones mínimas. Eno escribe como quitándole misterio a las cosas, aunque logre ser profundo de esta forma más bien oblicua, aspecto que interesó a Londoño. Después, efectivamente, la obra del artista colombiano ha profundizado en este aspecto diarístico o literario, que además está relacionado con las ilustraciones científicas que le atrajeron durante su estudios, o su fascinación infantil, según sabemos también por declaraciones del artista, con las enciclopedias ilustradas. Suárez Londoño ha completado numerosos cuadernos desde entonces, en un espacio de tiempo que abarca ya tres décadas, llenándolos de retratos, inventarios de objetos, paisajes, reproducciones de obras maestras antiguas de la historia del arte, textos o, incluso, estudios de colores, dando así cuenta de su vida, intereses y actividades. Todo tiene un carácter lúdico, que oblicuamente se convierte en algo universal con lo que todos podemos identificarnos.

Una obra de este tipo, tenía que resultar atractiva a los escritores. Y es sabido, por ejemplo, que su compatriota Hector Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos, le propusiera realizar un proyecto conjunto que no llegó a materializarse. Con quien si ha llegado a colaborar, sin embargo, es con el poeta Fernando Herrera Gómez (Medellín, 1958), ambos amigos y nacidos en la misma ciudad, como por otra parte lo hizo el mencionado Abad Faciolince. La formación de Herrera es, de nuevo, cosmopolita, habiendo vivido, además de en Bogotá, en París, Sevilla, San Francisco o Ciudad de México. Como poeta ha recibido distintos galardones en su país, donde ha llevado a cabo, además, una labor de editor de obra gráfica y de libros de artista, un territorio que obviamente interesa asimismo a Suárez Londoño. De hecho, éste ilustró el primer libro de Herrera, En la posada del mundo, publicado en 1985, de forma que parece un tanto descuidada en lo que se refiere a la calidad de las ilustraciones, por la Universidad de Antioquía. En estos momentos, tal vez para resarcirse de esa experiencia, ambos están colaborando juntos nuevamente en una versión ilustrada de Bocetos mexicanos, un libro de Herrera publicado hace ya unos años sin acompañamiento visual.

La obra del poeta tiene aspectos fácilmente relacionables con la obra plástica de su amigo. Pensemos, por ejemplo, en su Cuaderno de las cicatrices. Para empezar, la palabra “cuaderno” del título ya es significativa. Se trata de una serie de lo que podríamos llamar micro-relatos, miniaturas o poemas en prosa, que son muy breves, algunos de tan solo de cuatro o cinco líneas, y que tratan acerca de distintos personajes que han vivido historias violentas o dolorosas, siendo sus cicatrices “la marca brillante en la piel del fuego apagado”. Herrera simplemente describe, con objetividad periodística, el origen de todas esas marcas, visibilizando la enorme fragilidad del aparato social con recursos mínimos. Bocetos mexicanos y Breviario de Santana (Premio Nacional de Colombia, 2007), sugieren también ya desde su mismo título una poética diarística, de inventario o de atención a lo cotidiano que comparte con Suárez Londoño. Los poemas de Herrera son, además, poemas muy visuales, a la vez descriptivos, narrativos, transparentes o celebratorios. También describen personas, objetos, episodios de su vida o paisajes con un lirismo que no excluye el sentido del humor. En un poema a la madera, por ejemplo, exhorta a ese material a perdonar a leñadores y carpinteros. En muchas ocasiones, es la sencillez de los poemas lo que les otorga grandeza. De alguna forma, su obra nos remite a Francis Ponge, el poeta francés autor de De parte de las cosas (1942). Lo digo porque Ponge, quien destacó por sus poemas en prosa, describe también meticulosamente cosas cotidianas, otorgándoles grandeza con su singular visión de poeta.