No. 109 / Mayo 2018
AMUD
 

Vértebras lumbares

 

Alejandro Tarrab

 
Aprendí las partes del libro cuando mi libro K’iche’ quedó deslomado. Alguien dijo: “se deslomó tu libro”. Pero aquel libro no era mío.

Empezaron a aparecer hojas y grupos de hojas sueltas y enredadas en las bolsas de mi uniforme, junto al tintero —también seco—, en el arcón de la cocina, colgadas en el lazo donde se seca la ropa al sol. Pero en aquellos días, el agua (ja’) era oscura y sólo existía la intranquilidad. La dueña, como en un reclamo hecho de antemano, había firmado su ejemplar en la primera página. Curiosamente, aquella hoja suelta con su nombre —Lourdes— aparecía siempre, en todos los casos, en cada uno de mis hallazgos: en el arcón, bajo el arenque desecado que huele a tierra; goteando, junto a las ropas mojadas de mi uniforme, en los lazos que cruzan las jaulas de la azotea... Así, por un largo tiempo, el libro K’iche’ comenzó para mí con la palabra “Lourdes”, y yo pensaba en la virgen porque había escuchado: «tu tía se llama así, porque iba a morir prematura y fue encomendada». Entonces yo veía ante aquellas páginas sueltas y habitualmente encontradas, a una niña recién formada por lodos divinos, pero que, a pesar de ello o incluso por ello —lo divino—, se había ajado como las parrochas y los arenques muertos a orillas de la página.

Cierto día, decidí juntar cada uno de los folios; los reuní, uno a uno, los agrupé ordenados y sueltos sin su columna. Por mi naturaleza obstinada y obtusa, quería leer el libro de principio a fin en el orden que nos han enseñado, pero algunas hojas se habían perdido y siempre —como el comienzo de los grandes tiempos que se han extendido por días que son lustros ante nuestros ojos pequeños— yo repetía la palabra «Lourdes» o «Lou, este libro», «Luh que pertenece a Lu’ que en lengua k’iche significa “atizar el fuego”» y extendía la mano izquierda para darle forma a aquel fardo rasgado que seguía tirando las semillas, mientras yo intentaba formar un lomo con la mano lumbar y atacaba en la lectura. De principio a fin.
 
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Lumba, lumbus —en latín, genitales.

Lumba, lumbus —cargazón de piedras en la zona renal.

Arenas de espina de calcio.
Costras minerales, puntas de arcilla de miedo,
puyas que viajan del corazón cargado a la tristeza.
La sangre del lumbago es densa lumba. Me acerco
al lomo del río y orino morros calientes,
castros que me pelan la piel de la escarpa por dentro.

Sangro y mi sangre es el risco, la loma desde donde vemos,
lumbus, la naturaleza que habita.
Yo tengo un gallo de fuego cantando en el abismo,
se alumbra con un cuerno luminoso que le brota en medio de la cara-
gaya, me despierta todas las mañanas todas las noches a cualquier hora.
Pero la naturaleza de la lumba no es abisal, sino desértica.

(Las vértebras lumbares están solas, por ello,
a pesar de su tamaño y dureza, es lo primero que se rompe.
El coxis y el sacro están protegidos por la caja pélvica. El resto
de la columna tiene la coraza, un caparazón de tortuga.
Pero las vértebras lumbares están solas).

Yo tengo un acatanca que a veces es un pecarí,
mitad víbora de arena mitad púa de tormenta. Yo tengo un acatanca
que empuja un grano de heno por mi espalda lumba baja
—que en latín no puede nombrarse, que en hebreo no debe ni en griego o arameo—.
Me arrimo al lomo del río, que en la arena turbia es un espejismo,
y orino una letra caliente que me drama la espalda baja,
que me lumba y me hace sentir que hostigo un rebaño de tristezas,
un pelote de calcio que es mi turrón y es mi casa.
 
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Punción lumbar. El paciente se coloca en decúbito lateral, con las rodillas al pecho, para abrir los espacios intervertebrales. Después de haber anestesiado localmente con lidocaína el tejido subcutáneo, el médico introduce el trócar de punción (calibre 20) entre las vértebras L4 y L5, para intentar extraer el líquido cefalorraquídeo. Ésta es la descripción del procedimiento. La sensación variará de paciente a paciente, con más o menos ansiedad.

Lo que los médicos llaman “cosquilleo” o “pequeña molestia”, tal vez “cefalea”, para el paciente es un río que corre en sentido inverso, la extracción en contra. En decúbito lateral, el paciente es libado o mordido en la espina por un agente que parlotea y revolotea en la raíz de su espalda. El paciente piensa en un tuétano caliente, en el sabor a arena y manteca derretida en los labios; el paciente recuerda el paso de ese ámbar hipnótico por la garganta y repasa con los ojos apretados los ojos dilatados de la res —el encaro abierto y aterrado con la res—, su propio polen, el pozo interior de su cabeza conectado en ríos calientes hacia la espina. En contraflujo, siente la extracción de sus cienos, entre mangles y orines ardientes, los crótalos de su espina sacudiendo, resistiéndose a morir por la succión (bocanada) río abajo.

Ya en decúbito supino, viendo las lámparas frías del cuarto de estar, el paciente sabe que el ámbar sube por el sacro y llega a la cabeza con una sensación de abismo o de deseo. Los crótalos verdes de su espina —del Mojave— no están muertos; caminan transformados, descamados y con extremidades, hacia los témpanos del deshielo. Por el yodo y los halógenos, la sensación del cuarto es fría. Una de las lámparas de la habitación zumba, alea como queriendo salir de un atolladero.
 
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Rebé Najmán explica que para que una persona encuentre la paz interior, “la paz en sus huesos” debe temer al Cielo. Explica, también, que cuando la persona hace muchas mitzvot (mandamientos) “une los fragmentos quebrados de sus huesos, tal cual está escrito en los Salmos (34:21): ‘Di-s cuida todos sus huesos; ninguno de ellos es quebrado’”.

También dice «sus iniquidades serán grabadas en sus huesos». Es decir, que cada pecado (aveirá) tiene una combinación de letras, letras negativas, que se imprimen sobre los huesos y los destruyen. «Porque el habla misma emana de los huesos». Así el desastre de la aveirá y el poder de la confesión. El agradecimiento en la admisión, dice.
 
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Te diré, no sólo de entraña —corazón visceral, corazón de instinto—, sino con todos mis huesos de avería, con mis letras grabadas manchadas de iniquidad: el lomo (lumbus) posee las cuerdas más duras y, por lo tanto, es lo primero que se derrumba.

La falla lumbar quiere mostrarnos.

Los ojos turbados, abiertos a canto y por lo tanto ciegos.
 
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En el hervidero de vida de la columna, las vértebras lumbares son el desierto. Despojadas de los órganos que las rodeaban, guardan vida en su foramen vertebral. Los seres que las habitan son antílopes, óryx dammah, gangas y cobras recorren su cuerpo y escotadura. A vuelo, arrastre y trote. Los enebros perennes “valen contra las pasiones del pecho […] contra las mordeduras de animales emponzoñados. Además de esto, hacen orinar [me acerco al lomo del río y orino morros calientes, castros que me pelan la piel de la escarpa por dentro] y son útiles a las rupturas y espasmos de los nervios, y a la sofocación de la madre”.

Estas vértebras, igual que todos “los huesos del alma del cuerpo”, pueden leerse. Se habla con los huesos del duramen porque ahí están inscritos los peligros y las armas, los instintos y las sensaciones están inscritos y se hablan e improvisan a través de bocas fracturadas. Tronchadas del habla se balbucen por las flores bocas cactáceas, por los nervios emponzoñados del óryx que ha sido mordido y penetrado del cuello a la cava, por las esponjas de pecho de las gangas que llevan agua hasta sus nidos, se habla por el foramen, por la sangre de estos huecos heridos, rajas sedientas quiebras y laringes se habla.

Próxima entrega: vértebras lumbares (2)