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portada-lacercana-100.jpgLa proximité / La cercanía,
Luis Vicente de Aguinaga (ed. bilingüe, traduccón de Sophie Martin), Écrits des
Forges-Ediciones
Arlequín, Trois-Rivières (Quebec), 2008

Por Luis Paniagua
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“¿Está la duración forjada por el recuerdo o por la memoria?”, se preguntaba alguna vez Edmond Jabès, refiriéndose a la perdurabilidad de eventos que nos constituyen como seres humanos, y se respondía diciendo: “Sabemos que somos nosotros quienes fabricamos nuestros recuerdos; pero hay una memoria, más antigua que los recuerdos, que está ligada al lenguaje, a la música, al sonido, al ruido, al silencio: una memoria que un gesto, una palabra, un grito, un dolor o una alegría, una imagen, un acontecimiento pueden despertar. Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el corazón de la creación.” Estás palabras me vinieron a la mente una vez que leí La cercanía, de Luis Vicente de Aguinaga (Guadalajara, 1971) –cuya primera edición se imprimió bajo el sello de la editorial Filodecaballos en el año 2000, y esta que comentamos ahora es una edición bilingüe (versión francesa de Sophie Martin) respaldada por Écrits des Forges y Ediciones Arlequín.

Y lo dicho por el egipcio me pareció tan hermanado con el presente libro por algo muy simple. Jabès presenta dos palabras semánticamente similares: recuerdo y memoria. Quizá la primera sea más humilde que la segunda, al menos para el poeta. El recuerdo es parcial, frágil, personal y hasta inventado; la segunda es total, intemporal y trasmisible a través de las eras; y según el poeta, es el acceso a esta última lo que nos abre la puerta de la creación. Yo le daría la razón a Jabès, pero añadiría que es sólo mediante el recuerdo que se puede penetrar en la Memoria; es decir, desde el recuerdo, personalísimo, individual, accedemos a esa memoria total y podemos arrancarle pedazos de escritura llamados poemas. La cercanía / La proximité es un libro en el que me pareció hallar esto último: relojerías pequeñísimas, nimias y precisas, que embonan a la perfección en la maquinaria mayor de la Memoria.

La cercanía (la cercanía) es todo aquello que está a la mano, que nos rodea, que nos circunda: aquello que nos “cerca” porque levanta un muro en derredor de nuestro yo para afianzarlo en la realidad, para aislarlo de la nada: objetos cotidianos con los que establecemos comunicación del interior al exterior y viceversa. Mas estos objetos que pareciera que están al alcance con sólo estirar el brazo, los descubrimos después en otro sitio, en un territorio brumoso y difuso: el recuerdo. En el presente libro, De Aguinaga entabla un diálogo con todo aquello (o aquellos) que ya no está(n); pero lo hace desde este lado de la Memoria, desde el recuerdo y la palabra, únicas herramientas para levantar ese puente entre los distintos hemisferios.

Si comenzáramos por el epígrafe que abre el libro, encontraríamos esta ligazón entre dos planos: “natural” y “sobrenatural”, aunque yo preferiría decir “perecedero” e “imperecedero”: la realidad del vivo frente a la existencia del muerto. Si lo viéramos desde esta óptica inmediata, tendríamos que La cercanía es un libro en incesante parlamento con lo que “ya no está”, con lo ido. Y es que, si lo vemos desde aquí, cuadraría perfectamente la mayor parte del texto: poemas dedicados a difuntos, alumbrados por difuntos, acompañados por difuntos; incluso aludiendo a “difuntos” tan famosos como el mítico buque Titanic. Sin embargo, yo no estoy de acuerdo en que esta lectura inmediata sea la única. Roberto Juarroz decía que recordar a un hombre se parecía a salvarlo. Por su parte, Francisco de Quevedo señalaba que leer un libro era entrar en conversación con los difuntos, es decir, algo así como resucitarlos. Me parece que La cercanía participa, a su modo, de lo anterior: más que un libro que hable de los muertos, es un libro que les permite hablar, que los traduce, que los arroja a la luz de las pupilas del lector. Y este encontronazo entre vivos y muertos, entre lo que puede morir y lo que ya no puede hacerlo (pues pertenece a otro campo de existencia) no es sino la inserción del recuerdo en la Memoria. Me explico: mediante un trabajo de hormiga, Luis Vicente de Aguinaga va recuperando elementos como rastros que lo llevarán hacia otra estancia, va descubriendo que esas aparentes pequeñeces son piezas de un rompecabezas que está por completarse, y que al incluir esos elementos le será revelada una realidad total y deslumbrante: la de la poesía (o la Memoria, en palabras de Jabès). Detengámonos en estos versos para ejemplificar lo que digo:

Talismanes

Hay algo en el desván que pudo estar perdido,
que pudo ser la pieza que faltaba.
Un lápiz, una llave,
quizá los restos de un cuaderno
y el dibujo preciso de un isla
y un mar, y unos delfines
que desde el agua impulsan todo el aire.
Abalorios, juguetes cobrados al azar

Así, son estas aparentes pequeñeces las que nos transportan hacia otras estancias: moverse al desván para encontrar ese “depósito de objetos perdidos” que cobrarán nuevas dimensiones una vez que se inserten y participen de la realidad a la que verdaderamente corresponden; esto es, esos nimios objetos materiales ya no pertenecen al plano existencial del presente, sino que son desempolvados por el recuerdo, o mejor, son el recuerdo de su pertenencia, de su correcto funcionamiento; pero una vez que este recuerdo se incrusta en el engranaje de la mecánica mayor, nos será revelada la realidad del poema:
                                                                                                               

Pero al subir la escalerilla
que conduce al desván (cuarto cerrado
por láminas de tierra y por sustancias
amargas)
te pareció la noche menos tenue,
los peldaños más firmes,
y sentiste el aroma de unas ropas
tendidas en el gancho de lo incierto.
Lo adivinaste: hay algo en el desván,
algo que pudo estar entre tus manos
y perderse, y entrar en la memoria
como salen del mar el aire y los delfines:
dejando sólo su reflejo.

De este modo, nos dice el poeta, se conectan ambos planos y uno (el de la Memoria universal), va ganando terreno frente al otro pues, a medida que se asciende hacia el desván, marchando hacia el encuentro del recuerdo, la noche va ganando espesor y firmeza los peldaños: esto es, la realidad Otra va concretándose.

Un ejemplo más de lo anterior sería el poema “Términos del café”, el cual hace hincapié en otras pequeñeces, moronas más que de pan de realidad, las migajas que “bajan” al fondo de la taza. Y una vez encontradas ahí, es decir, una vez consumido el café, lo exterior comienza a desvanecerse para revelar lo que está detrás:

Alguien pide 
la cuenta y no sé dónde
se escondieron los taxis, los timbres
desatendidos del teléfono, las corbatas
en suma.
(...)
las migajas
que estuvieron aquí desde el comienzo
.

Es esta calidad de permanencia lo que sustenta esta lectura de la cercanía: esa realidad poética, esa Memoria total, permanece escondida detrás de la cotidianidad que nos obnubila y nos impide ver lo que está, siempre ha estado, “aquí desde el comienzo”. Así, como digo líneas antes, este perpetuo diálogo con lo que ya no está (esto incluye a los muertos), no es sino echarse un clavado en las aguas de lo que siempre está, es penetrar en el “presente perpetuo” de la Memoria y de la poesía.


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