Levantamos la vista del poema y nos preguntamos ¿qué dirán esas líneas?, ¿qué nos comunica el texto más allá de su significado directo?, ¿por qué nuestro lenguaje –antes claro y competente– se empequeñece, balbucea, se quiebra frente al de la poesía? De cara al poema recordamos el pasado, imaginamos situaciones nuevas, percibimos con asombro cosas evidentes, padecemos… sobre todo, preguntamos y enmudecemos como individuos.

 

Poesía y ensayo, dos maneras de la nostalgia

Israel Ramírez 

Levantamos la vista del poema y nos preguntamos ¿qué dirán esas líneas?, ¿qué nos comunica el texto más allá de su significado directo?, ¿por qué nuestro lenguaje –antes claro y competente– se empequeñece, balbucea, se quiebra frente al de la poesía? De cara al poema recordamos el pasado, imaginamos situaciones nuevas, percibimos con asombro cosas evidentes, padecemos… sobre todo, preguntamos y enmudecemos como individuos.

Quien escribe ensayos sobre poesía consigue que las palabras de los hombres comunes, de la tribu, nuevamente asomen después del acontecimiento poético. Si el poeta hace florecer la lengua completa del ser humano en el poema, su lectura implica muchas veces el enmudecimiento o la declaración del silencio de aquél que lee. Al ensayista, al crítico, le toca resarcir lo que pueda de aquel silencio germinal que propició el poema en el mundo. Resarcir no porque ese mutismo sea dañoso, sino porque para el lector común su lenguaje limitado, el que le sirve para explicar y sentir su mundo, se fractura frente al lenguaje poético.

En el jardín de las acacias mi amor y yo nos encontramos;
por el jardín pasaba ella con sus menudos pies, tan blancos.
Un amor me pidió pausado, cual crece la hoja en el árbol;
pero era yo joven y torpe, y a mi amor no le hice caso.
A un campo cerca del río mi amor y yo nos encontramos,
y en mi hombro, hacia ella inclinado, apoyó sus dedos, tan blancos.
Me pidió una vida pausada, cual crece la hierba en el lago;
pero era yo joven y torpe, y ahora me deshago en llanto.

¿Qué vacío se provoca después de la lectura de estos versos de W. B. Yeats? Cómo no hacer un alto frente a lo inesperadamente bello o al atractivo de lo grotesco de un poema. Toda la buena poesía acarrea un momento de silencio. Poeta y ensayista son artífices de la lengua, pero el ensayista lo es sólo como sucedáneo de la obra. El ensayista es lector, también guarda silencio y se pregunta por aquello que el poema revela; pero después de su silencio, del dulce quebranto interno que se produce, balbucea, musita, da un paso. Un lector ordinario no puede hacer esto, a pesar de que su actitud será “hablar” sobre lo leído, por más que explique el jardín de las acacias es claro que su decir no restaura el lenguaje, puesto que se contenta con traducir para sí mismo lo que percibió: comprende el sentido del poema a través de sus propias palabras –simplemente sordas y efímeras para la comunidad.

La labor del ensayista, se entiende, es más contundente que la del lector ordinario (contundente, pero no superior). Y aquí se exige una aclaración. Lector ordinario es todo aquél que se acerca por gusto a la obra artística pero que carece de un compromiso frente a la literatura. Su compromiso es con sus autores favoritos, sus libros preferidos, pero no con la tradición literaria o la lengua. Casi podemos decir que es alguien habituado a leer poesía, y que en su hábito no reconoce más allá de las cualidades evidentes de cada texto. ¿Falla, falta de interés? Ni una ni otra; ese conocimiento no se le debe exigir al que dedica buena parte de su vida a la lectura, sino al que dedica su vida a las letras, en este caso, poetas y ensayistas.

Por ello diremos que el ensayista es un lector fuera de lo ordinario cuyo papel central no sólo es traducir la palabra poética, sino alcanzar en su propio ensayo una nueva manera de comprender y percibir el mundo del poema. Si el ensayo sólo imita, mejor el poema; si el ensayo sólo parafrasea, mejor el poema; si el ensayo sólo habla de las intenciones del autor, mejor el poema; si el ensayo sólo remite a la biografía, mejor el poema; si el ensayo sólo describe, mejor el poema; si el ensayo sólo valora, mejor el poema; si el ensayo sólo interpreta, mejor el poema; si el ensayo sólo divulga, mejor el poema; si el ensayo sólo analiza, mejor el poema…

No olvidemos que desde sus más sólidos orígenes el ensayo es divagación. Por ello no sólo puede hacer una cosa u otra. En el ensayo se exige el tránsito constante, por decir algo, ya sea de lo interpretativo a lo analítico, o de lo traductivo a lo biográfico, o de la llana descripción a la vinculación con ámbitos de la vida que nosotros no habríamos descubierto de no ser por la lectura del ensayo. El ensayo sobre poesía es vaivén y diálogo de tres voces: la del poema, la del ensayista y la del lector del ensayo.

En ese diálogo se funda la necesidad de un compromiso con la palabra por parte del ensayista. De ahí que sea un lector informado, lector curioso e informado que no se contente con acercarse a la literatura, sino que se atemorice frente a su decir y trate de responder a sus implicaciones mediante la escritura. El ensayista dedica su vida a la lectura y a la escritura, pero su labor se consagra en última instancia al lector futuro. Bien es cierto que el ensayista, como individuo aislado, no es imprescindible para que la poesía aflore del texto, pero su tarea alcanza plenitud cuando ilumina las zonas oscuras o no advertidas de un poema ya conocido.

Se ensaya para practicar, para mejorar, se ensaya para filosofar (y al filosofar). Pero no se escriben ensayos para ser mejor crítico literario o mejor lector de poesía. El ensayista que dedica tiempo a escribir sobre poesía en realidad está aprendiendo a leer mejor y, a la vez, puede mostrar nuevas formas de contemplar el poema. El ensayo es la didáctica y la investigación de la poesía.

Cuando contemplé mi pobreza,
mis botas y el vientre de mi esposa,
el ratón muerto en la trampa
y el rostro de mi hijo mientras dormía,
supe que ya nada podría herirme.

Quien decide no leer sabe bien por qué lo hace. Gran parte de la literatura nos confronta con nuestras debilidades. Charles Simic en “Pobreza”, como muchos otros, escribe poesía que hiere por su certeza. El ensayista no puede esconder la cara, no puede olvidar la palabra poética. Tal como el médico, el ensayista se enfrenta a la vida y la muerte del ser humano sólo que mediante el lenguaje del ser humano. Otros pueden dejar el libro, buscar nuevos poetas, pasar las hojas y no arriesgar más tiempo de su vida en función de la literatura: el poeta lo hace por naturaleza y, como fiel seguidor, lo acompaña el ensayista. Tampoco puede huir del compromiso adquirido, y en esa aceptación de la condena encuentra solaz en la escritura. El poema, después del silencio convoca como proceso de restauración a la propia palabra.

Si hace unos años se exhibía a la crítica como un producto parasitario, hoy en día la reconocemos como un discurso autónomo. En este caso el ensayo es la mejor muestra. Su naturaleza lo vincula desde sus raíces con una escritura creativa, literaria, que le permite configurarse también como obra estética en busca de un devenir más allá del motivo que propició su factura.

En las primeras páginas de su libro Sobre la fotografía, Susan Sontag advierte de la semejanza entre disparar una cámara fotográfica y oprimir el gatillo de un arma. Fotografiar, nos dice, es transgredir el espacio y persona de aquel que sirve de modelo. Cuando se fotografía se comete un falso tipo de violación de la persona que captamos con el lente porque ahora nosotros la hemos visto como ella misma no lo hará nunca. Poseer su imagen representa una apropiación simbólica de su persona. Esta reflexión la conduce a decir que: “Cuando sentimos miedo, disparamos. Pero cuando sentimos nostalgia, hacemos fotos”.

Escribir es también un acto que nace de la necesidad de capturar algo que ha pasado frente a nuestros ojos. Y, de la misma manera, existen dos actitudes diferentes entre escribir un persistente y pulcro discurso político o escribir un fugitivo poema. ¿Qué le lleva a un hombre de mediana edad, digamos cincuenta o treinta y cinco años, a dedicarse a la escritura de un libro de poesía? ¿Será esa misma actitud la que lleva al fotógrafo a viajar siempre detrás del lente, será esa actitud que Sontag denominó nostalgia?

En un sentido general, la nostalgia surge al añorar aquello que se tenía. En el caso del poeta quizá esa nostalgia sea de la calma, de la tregua o de la intranquilidad. En el caso del ensayo, quizá la nostalgia radica en recuperar la impresión de la lectura que nos dejó el poema al leerlo. Por eso se escribe, para retardar a través del papel la percepción que se tuvo, para que ese momento no termine y para que, al paso del tiempo se recuerde. Para que otros experimenten lo sentido, para que otros lean mejor, para que otros continúen las búsquedas.  

 

 


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