Defensa de la poesía 

Pedro Serrano

Decir que un poema suena es hacer una afirmación irrefutable, pero como todo en lo real, algo propensa al error. Es cierto que en las simples letras, en el modo en que se acomodan las sílabas, en el juego trenzado de las aliteraciones o en la repetición de las rimas que amoldan sentidos insospechados, un poema construye su propia resonancia. No importa si de lo que hablamos es del viento minimalista de un haiku, del estratégico juego de espejos de un soneto o del despliegue de ruidos y asonancias en el campo extendido de unos versos sin métrica. En todos ellos el andamiaje del sonido sostiene al poema, lo configura, le da aliento y circulación.

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Defensa de la poesía 

Pedro Serrano

Decir que un poema suena es hacer una afirmación irrefutable, pero como todo en lo real, algo propensa al error. Es cierto que en las simples letras, en el modo en que se acomodan las sílabas, en el juego trenzado de las aliteraciones o en la repetición de las rimas que amoldan sentidos insospechados, un poema construye su propia resonancia. No importa si de lo que hablamos es del viento minimalista de un haiku, del estratégico juego de espejos de un soneto o del despliegue de ruidos y asonancias en el campo extendido de unos versos sin métrica. En todos ellos el andamiaje del sonido sostiene al poema, lo configura, le da aliento y circulación. Lo escuchamos, o lo leemos, y el poema se despliega ante nosotros en toda su diversidad y complejidad hasta que termina, aparentemente. Digo aparentemente porque cuando lo leemos o lo escuchamos, y vamos siguiendo su orden lineal, creemos que avanzamos, o que hemos avanzado, hecho un recorrido, ido de un principio a un fin. Y entonces asumimos devotamente que el poema pertenece a un orden temporal, sin pararnos a pensar en todas las otras cosas que lo remueven. Lo que nos está pasando, y aquí sí en una temporalidad, es que hemos caído en el engaño que la estructura del propio poema nos propone. Es decir, hemos olvidado que el sonido es parte consustancial, no un soporte. Porque el sonido, en realidad, está integrado en una circularidad laberíntica creada por la complejidad de un todo que se articula en el poema. Nuestra mente acomoda las resoluciones de sus sonidos en un despliegue que no termina nunca de resolverse, y que se acopla a muchas otras cosas que también están ahí, en la lectura o la escucha, y que el poema, en el momento de su lectura o de su escucha no tanto propone sino nos impone. Es por eso que un poema no termina nunca, es más, es por eso que un poema nunca avanza. Empieza, eso sí, y empina. Por eso, cuando lo terminamos de leer, un poema sigue sonando en nosotros. Pero lo que suena ya no es sonido. Este sutil cambio remueve el orden que creímos percibir. Es decir, un poema no sucede en un tiempo real, sino en las circunvoluciones que articula en nuestra mente. Lo que suena de un poema, repetido, continuo, entrecortado, no es lo que escuchamos al oírlo o leerlo, sino las mil madejas de sentido que embarcadas en esos sonidos se echaron a andar, y se quedaron. La temporalidad del poema es la nuestra propia.