QUE ESTE OLEAJE AZUL no te lleve al recuerdo de la muerte. La lejanía de la luz en los ojos prendidos en las sombras del día como en las redes agonizan los peces. O las sombras del cielo en la arena de junio quemadas por la luz de los cohetes. Cuerpos que la música oculta el corazón. Despedidas. O sus voces que ya no oímos en la verja que abres. Tus pies en la arena amarilla. Los búcaros: tus senos y sus sombras azules. Mis manos cubriéndome las lágrimas. Tiempo. Papel de seda. Ceniza de la luz que tanto nos cegaba: vacío como las tardes en las calles del recuerdo. Olas que crujen en la cal. LA DISPOSICIÓN DE LOS CUBIERTOS en la mesa según la disciplina simétrica de nuestro padre. El jarrón con mimosas regalo de la efímera estación del año: engañosa luz en el comedor de los postigos cerrados. Los servilleteros numerados según la jerarquía familiar. Sin número los abstractos padres. La del número uno ha muerto por razones de edad, a golpes. El dos y el tres viven en sus temores y sus apaciguadas pasiones. La cuatro busca la muerte con torpeza y miedo. Y el cinco soy yo que nada espero, sólo que todos gocen de salud eterna o lloren alegremente en mi funeral y entierro, que olviden pronto lo que he sido y les consuele el engaño de los recuerdos que sembré con egoísta e inútil astucia. El cinco nada espera en la rayuela, en el caracol en las cuatro esquinas o en los juegos de cartas. No espera porque ha visto los juguetes y los juegos abandonados en el jardín que nos robaron o perdimos y el derrumbe de las escasas esperanzas que nos fueron concedidas. Busquemos en la Cruz y entre las cruces. ¿Dónde están los servilleteros? ¿Dónde están los anillos de boda de nuestros padres, los misales de nácar, los zapatos olvidados debajo de la cama? Y, ¿dónde estamos nosotros? ¿Por qué? ¿Por qué se repite la simetría de los cubiertos, las iniciales de las servilletas los servilleteros rodando por el pasillo hasta el mar sin fondo? EL DESDÉN DE LOS CABALLOS que con sus ojos de piedra aman la indiferencia envueltos en moscas del sol y el polen de las yeguas lejanas aullando la ausencia. El día blanco en que el amor se incendia y es ceniza. El mar que busca calles y casas y espejos donde se besan los hombres. Sí, los caballos. Los altos postes de la luz sin luz. Los hilos y las hileras de pájaros. Lejos, cerca de mí que huelo el aire espeso del deseo, aúllan las yeguas. Deseo sin nostalgia. Ansiedad de futuro. Y las moscas del sol incesantemente. LA NIÑA ZENOBIA —aunque se llama Sònia— tiene el cuerpo rosado como un pétalo. Como una lluvia de pétalos en mis ojos. Camina como los ríos entre las casuarinas y no habla ni es muda, es como son las joyas en los espejos de las casas vacías. Es también una puerta que se abre a mis ojos y los llena de lágrimas. Lágrimas de lujuria de amor sin yo saberlo. A la niña Zenobia —que es Sònia y que no es otra— la quise mucho antes de que naciera y queriendo otras casas y otros días he esperado. Y en la puerta De musgo que se abre entre pétalos se ilumina una plaza donde pronto habrá baile y mucha noche. La niña Sònia camina de puntillas para no despertarme, apaga las cortinas, me susurra en el vientre lo que escucho, sus maullidos de niña y mis gemidos. Y enfermo de placer cierro los ojos cerrados, abro la vida, soy de nuevo una plaza marítima. Y soy sal. Y soy ella.
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