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Rafael Courtoisie
(Montevideo, Uruguay, 1958)

Algunas cosas

De todas las cosas que existen en el mundo, de las reales y de las imaginarias, sólo unas pocas importan. Y esas pocas no tienen por qué ser todo el tiempo las mismas. Ahora, por ejemplo, la palabra “crisis” pesa mucho más que la palabra “plomo”, y la palabra “milagro”, aunque necesaria, tal vez ni siquiera sea suficiente. De las raíces de la palabra “poesía” salieron estos objetos textuales.

 


Una copa de vino

El vino es una flor de un sólo pétalo de vidrio.
Entre los tantos seres que pueblan el mundo debido a su leve violencia, el vino es el de más firme delicadeza.
En el oscuro y claro reino de los líquidos, cuya soberanía comprende desde los almíbares hasta los venenos, el vino ocupa un lugar de misterio. La fuerza y somnolencia de las propiedades que lo definen hacen que se parezca a la sangre humana. 
Está vivo, sí, pero es lento.
Le cuesta un poco fluir. Es hosco, vago y espeso. Avanza paso a paso entre las  nubes de piedra que van desde los labios al borde del vaso, y del vaso al filo de las estrellas.
Va sin pensar, dentro de sí, en medio del sentido líquido de su cuerpo, como si le pesara la flojedad del sueño. Por lo común  es rojo, de tono rubí, sereno, o francamente tinto.
A veces aguachento, como con gotas de agua lustral venidas de lejos.
En ocasiones, debido a la opalina propia de la cáscara de la cepa, al fermentar transparenta, dando la idea y la palidez de una leucemia.
En el extendido reino de los líquidos se hallan junto a él el sudor, la saliva y el semen. También el agua de mar, las lágrimas de llanto y las de la menstruación, los humores segregados por los racimos del páncreas y los propios del hígado en su seno.
            Pero el vino es el que más sobresale, el que más canta. 
            La pureza de su sonido y la razón proveniente de la oscuridad hacen su fuerza más verdadera.
Pero más obstinado y persistente aún que el vino es su silencio, el rastro de humedad que deja en las copas al abandonarlas, al ser bebido.
Al colmar una copa se alcanza la verdad, y al vaciarla se llena de violencia.
Entonces en el espacio queda una pregunta.
Y fuera del espacio el vino sin respuesta.



Cebolla

La poesía es un objeto que no se puede tocar, un cuerpo invisible dentro de otro cuerpo invisible dentro de otro cuerpo invisible dentro de otro cuerpo invisible dentro de otro cuerpo invisible. Y así sucesivamente, sin detenerse.
Una cebolla. Pero crece.
Una cebolla con alas, bajo tierra. Viva.
La poesía es una cebolla con alas.
Si se la saca al sol y se intenta pelarla, si se le quitan las delgadas alas invisibles, concéntricas, se comprueba que cada capa oculta una subsiguiente, que cada pétalo translúcido cubre otro pétalo interior y así para siempre: no se llega nunca al centro de la cebolla, la cebolla se deshace en el tiempo, sin que se alcance su núcleo, el núcleo de su bulbo de alas, enterrado.
Quien intenta desnudarla se queda sin centro y sin nada, se queda sin cebolla.
Y llora.



Nadador

Los nadadores tienen cuerpo aéreo, pero lo sumergen. Porfían. El mar los traga y asoman. 
Como si las cosas que ocurren en el mundo no resultaran suficientemente serias y complejas, como si lo que existe no estuviera de por sí condenado, repleto de riesgo o inminencia, los nadadores exponen a la profundidad su cuerpo, y lo hacen casi desnudos, como si la falta de pudor los volviera más livianos, les permitiera avanzar y desplazarse por el agua.
La dialéctica del nadador: a dos voces entre aire y agua.
Tienen la vida en un hilo. Se les corta la respiración. Ven el fondo con los dedos de los pies, no con los ojos. Tragan agua. Mortifican y espantan a los peces.

 


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