Raros y curiosos

Enrique Fernández Ledezma


Decir que Enrique Fernández Ledesma es un raro resulta, acaso, un tanto osado para algunos conocedores, pero en realidad poco se lee a este poeta y mucho menos se ha trabajado críticamente. Compañero de nuestro poeta excelso Ramón López Velarde, publicó un solo libro de poesía en 1919: Con la sed en los labios. Se trata de un poemario de juventud que luce por sus ritmos fotográficos de una visión de provincia diáfana y apacible; un libro singular hecho  por un poeta más bien maduro. Acaso, como propone Marcela García Yánez, por esas expectativas que generó dicha obra en algunos de sus contemporáneos y el silencio lírico posterior del propio Fernández Ledesma, así como por la “estela indeleble” que dejó su amigo íntimo de la suave patria, se dejó de leer y se detuvo el reloj de su poesía.

Se ha hecho alguna reedición en Aguascalientes de su único libro en 2000 y, tengo entendido que pronto circulará otra edición más del mismo poemario con algunos textos olvidados en revistas. Sin embargo, Fernández Ledesma merece vivir con luz más propia en los periódicos y revistas de poesía actual porque hay en sus versos los rastros de un poeta visionario.

Si le volvemos a dar cuerda al reloj de su poesía podemos identificar piezas en donde su lírica funciona como un sistema de óptica con ciertos principios de la mecánica cuántica. Fernández Ledesma usa la luz con su doble lectura.

En el poema “Mis ojos van en ti”, Fernández Ledesma retrata la hora y la calle de la ciudad provinciana, el “fracaso del bulevar”, y en su toma nos retrata el paseo y el recato de sus mujeres de euritmia pacífica.

Enrique Fernández Ledesma resuena delicado y de una nitidez profunda como la de una fotografía antigua bien tomada, en negativo de cristal,  en donde los grados lumínicos son las partículas de luz que se transmutan en notas con el diapasón del oído. En la cámara de Fernández Ledesma la imagen se asume como onda o partícula para provocar finalmente un efecto de refrigeración sorprendente.  A través de la repetición de palabras, de epítetos, del estribillo, de la adjetivación, del encabalgamiento, de la aliteración, de la puntación, el poeta  sostiene el diafragma abierto de su mirada para dar entrada no sólo a la luz sino a la sombra de ella, “enlutada gentil”, hasta el final del poema; hasta el momento en el que el poeta cierra los párpados quedando con la imagen “detonante” de ella en sosiego, hecha ya signo tipográfico. El anhelo, la sed de recuperarla, la intensidad de la luz es mitigada por ese trabajo sinestésico de la imagen.

Poeta raro y singular por la forma de llevar la mirada como un obturador de cámara fotográfica, Fernández Ledesma dispara en  sus versos una ecuación elegante de física moderna; el diafragma de una cámara sentimental y rítmica que se abre y se cierra hasta lograr “arraigar” para el lector hipotético: “Mis ojos van en ti”.

Escritor curioso porque, como pocos, hizo uso de las diéresis con el propósito de estirar –abrir– más sus versos y capturar no sólo la luz sino hasta esas atmósferas cálidas, de paseos diáfanos que se prolongan hasta hoy con la llegada de su lectura refrigerante.

 

Pablo Mora 

Mis ojos van en ti

 

Para Antonio y Manuel Machado



Este luto que llevas este día
cálido de verano,
es un deleite para mis sentidos
y un tónico descanso
para mis ojos …
Para la calle ilustre
de la ciudad (paseo provinciano,
escaparate de las inocentes
locuras femeninas, y fracaso
de bulevar) pasan las señoritas
del pueblo: ojos de paz; rostros simpáticos,
siluetas lugareñas
sabidas de memoria; anhelos cándidos
de exhibición… Desfilan en un grupo
feliz, con un escándalo
de telas albëantes de reflejos:
un oleaje claro
de encajes y de gasa
que reverbera al sol meridïano.

Y tú vas entre todas, como un punto
negro que mancha el campo
detonante de sol: como un oscuro
guión esbelto y lejano…

Y tú, entre todas, eres refugio
de mis ojos cansados
de luz, y de blancura, y de reflejos;
tú, enlutada gentil; tú, frágil vaso
espiritual; inmarcesible búcaro
que perfumas mi sombra con tu sombra
enlutada y cordial; venero manso
de la palabra tímida y juiciosa;
hermética visión, fantasma diáfano
que enciendes una luz en mi capilla…

Mis ojos van en ti, como buscando
una paz de penumbra
en el inmenso campo
de luz, en la blancura deslumbrante
de sol… Mis ojos ávidos
te buscan y se amparan a tu sombra
refrigerante, como un remanso
de quietud y de ensueño.

Mis ojos van en ti… Y encuentro un cálido
placer en repetir el estribillo:
Mis ojos van en ti… Y es tu descanso
esta frase pueril, y es una música
que embriaga el espíritu, y un lampo
fugaz, que me penetra jubiloso
al corazón.

Mis ojos van guardando
tus líneas, tu perfil,
la euritmia de ese diáfano
cuerpo que reviste con telas
de luto, de tu luto, que es el marco
austero que aprisiona
toda tu claridad, como un arcano
signo de mansedumbre y de concordia.

Mis ojos van guardando
esta visión  de paz, este sedante
capuz de luto, estos sedeños paños
que llevas con la gracia imponderable
de tu ciencia moderna; estos ingrávidos
pliegues, en que se ahueca vagamente
el minúsculo triángulo
que tus muslos dibujan al moverse
cuando caminas; este cuello blanco
y fino, circundado por la gola
a lo Médicis; este gentil garbo
tan tuyo, con que empuñas la sombrilla
como cetro; este rastro
casi tangible, en el que abriste el aire
a tu paso…

Te pierdes a lo lejos
y en el inmenso campo
de luz, eres un punto
lejano.

Cierro los ojos, estos ojos ávidos
de ti, y en la penumbra deleitosa
que defienden mis párpados,
se arraiga tu visión… ¡Oh, sombra lírica,
enlutada gentil, próvido vaso
espiritual, que llevas mis ensueños
con un haz de destellos en tus manos!

Y los hombres me llaman, y yo sigo
con los ojos cerrados.


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