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 Cesário Verde: El gran precursor de la moderna lírica portuguesa

 

Cesário Verde: El gran precursor de la moderna lírica portuguesa
por Carlo Ricarte

 

 

 

Al atardecer, acodado en la ventana
Y sabiendo de soslayo que hay campos enfrente,
Leo hasta que me arden los ojos
El libro de Cesário Verde.

-Alberto Caeiro-

  

Bernardo Soares (semi-heterónimo de Fernando Pessoa) escribió en su libro a propósito de Cesário Verde: “El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació el aprecio por el poeta.”

José Joaquim Cesário Verde nació en Lisboa en 1855 y murió en la misma ciudad; a causa de la tuberculosis en 1886, a los 31 años. En vida sólo publicó un puñado de poemas en periódicos. Y tras su muerte; en 1887 su amigo más fiel y póstumo albacea literario António José da Silva Pinto, publicó sus poemas reunidos con el título de O livro de Cesário Verde. La edición constó de 200 ejemplares no venales y hasta 1901 no hubo una edición accesible al público en general. Según Silva Pinto el libro se estructura al modo de Las flores del mal: Libro-unidad-poema, plan calculado como totalidad, arquitectura secreta.
Las enseñanzas de Charles-Pierre Baudelaire fueron acogidas por toda la generación, por los poetas de la «Ecola Nova»: Antero de Quental, Guilherme Azavedo, Abilio Guerra Junqueiro, João de Deus, Gomes Leal, entre otros.

cesario-verde.jpgVerde compartía los ideales de la «Ecola Nova» que propugnaban reformas sociales y políticas en busca de la República (proclamada el 5 de octubre de 1910).

Los cultivadores de esta nueva poesía buscaron a través de la técnica poética renovada por Baudelaire, ilustrar la decadencia contemporánea: “El pecado, el error, la idiotez, la avaricia”. Lo que destaca a Cesário Verde de entre sus coetáneos no es su lírica urbana y los temas emparentados con la bohemia francesa del poeta de Los paraísos artificiales; lo que lo convierte en un poeta singular es el alcance de su mirada, “nítida como un girasol”; pues como escribió Alberto Caeiro en El guardador de rebaños (cuya obra -nos revela Ricardo Reis en el prefacio- está en su totalidad dedicada a la memoria de Cesário Verde) : “lo esencial es saber ver,/ saber ver sin estar pensando,/ saber ver cuando se ve,/ y no pensar cuando se ve/ ni ver cuando se piensa.”                                                                                                        
La mirada de Cesário Verde no es la mirada del flâneur, es la mirada de un empregado no comércio de la Rua dos Franqueiros en la Baixa lisboeta. Es la mirada del que sabe ver. Sin velos retóricos, sin abstracciones difusas. Los poemas escritos en alejandrinos de Verde se pueden tocar con los ojos, el olfato y las manos. Es por ello que el otro empregado no comércio, pero de la Rua dos Douradores Fernando Pessoa se sentía tan cercano a él y lo reconocía como maestro: “Y qué misterioso el fondo heterogéneo de las calles, / las calles al callar de la noche, oh Cesário, oh maestro, / el del Sentimiento de un occidental.” Y su semi-heterónimo agrega: “Vivo en una era anterior a la era en que vivo; disfruto de sentirme contemporáneo de Cesário Verde, y tengo en mí, no otros versos como los de él, sino la sustancia igual a la de los versos que fueron suyos.”

La sustancia que hace tan singular la poesía de Verde es su forma tan completamente moderna del decir ajustada a su Lisboa y su método de trabajo: “Y yo, que ando buscando un libro que exacerbe, / quisiera que surgiera de lo real y su análisis”.

Verde fue un poeta realista que hizo de sus sensaciones y observaciones objetos de poesía, objetos de poesía como los que escribiera Rainer Maria Rilke en otra latitud y otro tiempo, pero siendo contemporáneos.

Dentro de su obra, quizá el poema más importante es El sentimiento de un occidental. El 10 de junio de 1880 con motivo del tricentenario de la muerte de Luis de Camões apareció un cuadernillo en el Jornal de Viagens de Oporto titulado Portugal e Camões. Entre los diversos textos se hallaba O Sentimento dum Ocidental del joven desconocido de 25 años Cesário Verde. El poema está conformado de cuarenta y cuatro estrofas de cuatro versos, dividido en cuatro cantos de once estrofas cada uno. Y está dedicado al poeta de la Pátria,Guerra Junqueiro; que al parecer de Pessoa junto con el Fausto de Goethe y el Prometeo Liberado de Shelly conforman la trilogía de esplendor de la poesía supra-lírica moderna. Como suele ocurrir con los grandes poetas que se adelantan a su tiempo, El sentimiento de un occidental fue incomprendido o ignorado. Así se confesó Verde con un amigo: “Una poesía mía reciente, publicada en una hoja bien impresa, limpia, conmemorativa de Camões, no obtuvo ni una mirada, ni una sonrisa, ni un desdén, ni una observación. ¡Nadie escribió, nadie habló, ni en una revista, ni en una conversación conmigo, nadie dijo bien, nadie dijo mal!”

El
sentimiento de un occidental se nos presenta como un poema fresco sin caducidad. Aquí está “¡Madrid, París, Berlín, San Petersburgo, el mundo!” El diálogo entre el yo y la ciudad es infatigable como la cuidad misma que tenemos en esta postal rara y curiosa.

 

 

 

 


 

 

El sentimiento de un occidental

A Guerra Junqueiro

 

I
El Rosario

En nuestras calles, al anochecer,
es tal la lobreguez, hay tal melancolía
que el bullicio, las sombras, la marejada, el Tajo
provócanme un deseo absurdo de sufrir.
 
Parece el cielo bajo y neblinoso,
el gas extravasado me marea y perturba;
y las casas, con las chimeneas y la turba,
se entoldan de un color londinense y monótono.

Suenan los coches de alquiler, al fondo,
llevando a los que parten a la estación. ¡Felices!
Pasan exposiciones por mi mente, países:
¡Madrid, París, Berlín, San Petersburgo, el mundo!

A jaulas se parecen, a viveros,
los edificios aún en armazón:
igual que los murciélagos al toque de campanas,
saltan de viga en viga los maestros carpinteros.

Vuelven los calafates, en cuadrillas,
con las blusas al hombro, bien tiznados y secos;
me embreño enmimismado por rúas y callejas
o yerro por los muelles donde atracan los botes.

Y evoco, allí, las crónicas navales:
moros, bajeles, héroes, ¡todo resucitado!
¡Lucha en el Sur Camões salvando un libro a nado!
¡Singlan naves soberbias que yo nunca veré!

El final de la tarde me inspira e incomoda.
Bogan los botes de un acorazado inglés;
y en tierra, resonantes de lozas y cubiertos,
relucen en la cena los hoteles de moda.

En un tinglado arengan dos dentistas;
un arlequín renqueante bracea en unas andas;
querubines de hogar trepan a barandillas;
¡en las puertas, sin gorra, los tenderos se enfadan!

Vacíanse arsenales y oficinas,
brillas, viscoso, el río; van obreras con prisa;
y de una masa negra, hercúleas, galloferas,
corriendo con firmeza surgen las carboneras.

Sacudiendo sus ancas opulentas,
sus troncos varoniles me recuerdan pilastras;
y, en la cabeza, algunas mecen en las canastas
a hijos que después naufragan en tormentas.

¡Descalzas! En descargas de carbón
desde el alba a la noche, a bordo de fragatas;
¡se apiñan en un barrio donde maúllan gatas
y el pescado podrido da focos de infección!

 

 

II
Noche cerrada

 

En cárceles hacen sonar las rejas. ¡Ruido
que mortifica y deja unas locuras mansas!
La cárcel en que están hoy viejitas y niñas
¡qué raramente encierra a una mujer con título!

Y desconfío yo hasta de un aneurisma,
tan mórbido me siento, al encender las luces;
mirando las prisiones, la vieja Seo, las cruces,
me llora el corazón, que se harta y que se abisma.

Poco a poco los pisos se iluminan;
las tascas, los cafés, las tiendas, los estancos
cubren con lienzos sus reflejos blancos;
la luna es como un circo con juegos malabares.

Dos iglesias, en una calle triste,
lanzan la mancha negra y fúnebre del clero;
puedo husmear un yermo inquisidor severo
apenas me aventuro y extiendo por la Historia

La parte que se hundió en el terremoto
me empareda con casas rectas, iguales, altas,
me encaran, en el resto, las cuestas empinadas
y un tañer de campanas monástico y devoto.

En un recinto público y vulgar,
con bancos de parejas y exiguos pimenteros,
monumental, broncíneo, con guerreras hechuras,
¡un épico de antaño asciende en un pilar!

Yo sueño con el Cólera, imagino la Fiebre
en medio de este cúmulo de cuerpos infectados;
sombríos y espectrales se encierran los soldados;
un palacio se inflama frente a una casa en ruinas.

Parten patrullas de caballería
por arcos de cuarteles que antes fueron conventos;
¡Ay, Edad Media! A pie, otras, a pasos lentos
se derraman por toda la capital, más fresca.

 

¡Triste ciudad! ¡Yo temo que avives
una pasión difunta! En farolas distantes
con su blancor me enlutan tus damas elegantes
sonriendo, inclinadas, a relojes y joyas.

Y aún más: las costureras, las floristas
saliendo de almacenes, me causan sobresaltos;
les cuesta mantener los cuellos bien erguidos
y muchas de ellas son comparsas o coristas.

 

Y yo, con anteojo de una lente,
encuentro siempre tema de cuadros tumultuosos;
en la cervecería entro; los emigrados
a la cruda luz ríen; juegan  al dominó.

 

 

III

Al gas

 

Salgo. La noche pesa, aplasta. En los
paseos enlosados se arrastran las impuras.
¡Moles hospitalarias! Por las embocaduras
sale un soplo que eriza hombros casi desnudos.

Me rodean las tiendas, tibias. Creo
ver cirios laterales, ver filas de capillas
con santos y con fieles, con andas, ramos, velas,
en una catedral de una largura inmensa.

Las burguesitas del catolicismo
resbalan en el suelo minado por los caños;
con el lloro doliente de los pianos recuérdanme
a las monjas que ayunos mataban de histerismo.

Con delantal, al torno, en una forja
un herrero maneja un mazo rotamente;
de una panadería emana, aún caliente,
un olor saludable y honesto a pande horno.

Y yo, que ando pensando un libro que exacerbe,
quisiera que surgiera de lo real y su análisis;
casas de confecciones y modas resplandecen;
contempla escaparates un ladronzuelo imberbe.

¡Largas bajadas! ¡No poder pintar
con versos magistrales, salubres y sinceros,
la tenue difusión de vuestros reverberos
y vuestra palidez romántica y lunar!

 

¡Cómo cobra importancia aquella lúbrica
que encorsetada escoge mantones con dibujo!
Su perfección atrae, magnética, entre el lujo
que en mostradores de caoba se amontona.

¡Y aquella vieja con diadema! A ratos
su aspecto imita, abierto, un abanico antiguo
de bandas verticales, de dos tonos. Muy cerca
escarban, a sus anchas, sus dos mecklemburgueses.

Se despliegan tejidos extranjeros;
plantas ornamentales se secan en vitrinas;
sofocadores copos de polvos de arroz flotan
y en nubes de satenes se quiebran los cajeros.

¡Mas todo cansa! Apagan las fachadas
sus candelabros, como estrellas, poco a poco;
solitario un lotero murmujea gangoso;
se vuelven mausoleos los fulgentes tinglados.

“!Piedad, miseria… compasión de mí!...”
Por las esquinas, calvo, eterno, sin descanso
pide siempre limosna un hombrecillo anciano,
¡mi viejo profesor de clases de latín!

 

IV
Horas muertas

El hondo techo de oxígeno, de aire,
a lo largo se extiende por entre las buhardillas;
lágrimas de luz de astros con ojeras,
me exalta la quimera azul de transmigrar.

Abajo, ¡qué portales! ¡Qué trazados!
Cae en el enlosado a oscuras un tornillo:
se colocan los cierres, rechinan cerraduras,
me espantan los sangrientos ojos de una calesa.

Sigo, como las líneas de una pauta,
la doble hilera augusta de las fachadas; luego
se alzan en el silencio, infaustas, gorjeadas,
las notas pastoriles de una lejana flauta.

¡Si no muriera nunca! ¡Y ya por siempre
buscase y consiguiese la perfección de todo!
¡Me pierdo imaginando castísimas esposas
que aniden en mansiones de vidrio transparente!

¡Y nuestros hijos! ¡Cuantos sueños ágiles
darán a vuestras vidas nitidez al posarse!
Vuestras madres y hermanas, las quiero estremecidas
dentro de habitaciones translúcidas y frágiles.

¡Como la raza rubia del futuro,
las ancestrales flotas, los nómadas ardientes,
iremos a explorar todos los continentes,
seguiremos surcando vastedades acuáticas!

¡Pero vivimos hoy emparedados
en un valle sin árboles, oscuro, entre murallas!...
Vislumbro, en la tiniebla, las hojas de navajas
y escucho, estrangulados, los gritos de socorro.

Y en estos nebulosos corredores
surgen los nauseabundos vientres de las tabernas;
de vuelta, pesarosos, dando traspiés sus piernas,
van del brazo, cantando, los tristes bebedores.

Yo, pese a todo, no temo a los robos;
se desvían, de lejos, inciertos caminantes;
y sucios, sin ladrar, flacos, con fiebre, errantes,
amarillean perros que más parecen lobos.

Los serenos revisan escaleras,
andan con un farol y sirven de porteros;
arriba, las perdidas, con sus batas ligeras,
tosen, fumando, sobre saledizos de piedra.

¡Y enorme, en esta masa irregular
de predios sepulcrales del tamaño de montes,
el dolor de los hombres busca amplios horizontes
y tiene olas, de hiel, como un siniestro mar

 

 


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