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portada-animales-distintos.jpg Animales distintos  
Juan Carlos H. Vera (coordi-
nador),
Ediciones Arlequín,
Ciudad de México,
2008 
 

 
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Ganchos

La última mujer con la que estuve
me dejó la casa llena de ganchos
de carnicería.
Me fui dando cuenta de a poco,
a los días de quedarme solo.
Ganchos ahora vacíos
y oscilantes como horcas.
De esos ganchos, mi última mujer
colgaba toallas, corpiños, bufandas
y grandes pañuelos de seda.
De la seda emanaban
perfumes oscilantes como horcas.
Cuando me quedé solo,
de a poco fui escuchando
el tenue balanceo de los ganchos:
un acero sinuoso
cortando el aire.
Al fin, no me quedó otra
que descolgar los ganchos,
uno por uno, meterlos en una
bolsa y tirarlos al río.
Si un día de estos vuelve
por los ganchos
le voy a decir que vaya a dragar el río.
Me acuerdo que el último gancho
que descolgué era realmente grande;
tan grande como para resistir
el peso de un viejo caballo sangrante.

Santiago Espel, Buenos Aires, 1960.




[¿Estoy muerto?...]
(fragmento)

¿Estoy muerto? Esta cólera vacía
que recorre los túmulos del cuerpo
¿es el florecimiento de las sombras
o lodo iluminado que profana,
como un frío corcel, la pubertad
de los signos? Este oro mutilado
que se deslíe irremisiblemente
hasta alcanzar la mácula del semen,
que perfora los nombres como a nubes
prohibidas, ¿son mis ojos acercándose
al acero? ¿son légamo urgente
como el tiempo? ¿o acaso oscuridad
matinal, detenida en la serena
tempestad de los labios, impregnada
de danza y de paciencia? Realmente,
¿estoy vivo? ¿Por qué aquí, en el eclipse
de las manos, renacen las ventanas
como un tenue diluvio? ¿Por qué siento
los errores del mar taraceándome
como insectos sin amor? ¿Por qué,
pese a la juventud del viento, hay cisnes
vacíos en la orilla de mi túnica?
¿Por qué se recrudece el agua pétrea
que habita en lo invisible, si aún no
sé mi nombre, si aún no he bautizado
la materia? Estoy solo, con los perros
de la respiración, con los espejos
devastados por hombres inaudibles,
oyendo la oquedad de los martillos,
las cóncavas espumas de la carne
que ya, ahogadamente, se refuta,
viendo morir los mástiles del yo
y cómo de su muerte ni siquiera brotan
exhaustas azucenas. [...]

Eduardo Moga, Barcelona, 1962.




Carta para ciruela negra 

Sangrará cada frutamelodiosa
C. Vallejo

Muerdo la redondez de tus palabras:
sus ritmos colman el aire
de un aroma en rojo.
Miro tus ojos, son la noche, rielan
en umbela sus plegarias; las oigo
y magra luz son las sílabas
que iluminan la sangre.
Porque en mi boca, la de Safo, y la de Olga,
la necedad de la memoria es oficio;
va guareciéndose en el verso.
Mas bajo qué espesísima luna
se encabalga el dolor
y sus piedras. Son derrumbe
que rompen el silencio, sonidos
que abren las aguas
de otras congéneres nuestras.
Es cuando soy un álabe de sauce
y me conforta respirar tus arpegios
en tu prodigad de musical ciruelo.

Gabriela Balderas, México D.F., 1963.

 


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