bonifaz.jpg Los gustos poéticos de Rubén Bonifaz Nuño

Por Marco Antonio Campos

 

 ¿A qué edad siente los primeros llamados de la poesía?

Tendría unos 15 o 16 años. Los primeros poemas que me causaron deleite fueron las rimas becquerianas.  De niño, lo primero que conocí fue la rima 53, “Volverán las oscuras golondrinas”, que mi madre cantaba con una música de palabras que a mí me parecía del cielo. Escribí por ese tiempo la letra de esa canción y di  en la cuenta de que era algo que me llamaba desde dentro. Busqué luego en las bibliotecas públicas obras de Bécquer sin encontrarlas, pero hallé en una de ellas una biografía suya; la leí con gran interés pero sólo daba ejemplos de lo que él escribió. Por fin mi hermano Juan me regaló, en la Colección Austral, Rimas y leyendas; fue de hecho el primer poeta que leí completo.


¿Y los poetas mexicanos?


Fue ya en la preparatoria. Los primeros poemas que con gran placer leí de un poeta mexicano, fueron los de Amado Nervo, pero no poemas como los de La amada inmóvil, sino su “Canto a Morelos”, que estaba en un libro de texto de la primaria: “En un pliegue de la sombra Dios oía” Recuerdo todavía algún verso. A mi breve edad creía que ése era el mejor poema que se había escrito en México.

Luego leí a Manuel Gutiérrez Nájera, en quien aún encuentro cosas que me deleitan, como aquello que cita Antonio Caso en su Estética: “Y escucho nada más y dejo abiertas/ a mi curioso espíritu las puertas”. Los versos entran sin pedir permiso. Pero el poema suyo que prefiero, un poema magistral, es “Para entonces”. Recuerdo el cuarteto final que pudo haber sido escrito en cualquier tiempo: “Morir y joven, antes que destruya/ el tiempo aleve la gentil corona,/  cuando la vida dice aún soy tuya,/ aunque sepamos bien que nos traiciona”.

Leí también a Salvador Díaz Mirón, que nunca me gustó. Contra la opinión general que se asombra ante su gran rigor y sus versos bruñidos y perfectos, a mí me parecía (me sigue pareciéndolo) un versificador rígido y a menudo torpe. Me viene a la memoria aquello: “De alto balcón apostrofóme a tino”, y no oigo allí acierto sonoro ni expresivo. Para mi gusto tiene dos poemas: “El fantasma” e “Idilio”. Me atraen del primero, versos como: “Azules y con oro enarenados,/ como las noches limpias de nublados,/ los ojos que contemplan mis pecados”. En el segundo, un poema narrativo, se cuenta, con magistral habilidad de ritmo y voces, una historia en cada uno de sus pormenores.


Usted ha hablado de que la nueva forma se la reveló Rafael Alberti.


Me atengo a un recuerdo. Una vez, en la preparatoria, estando recargado contra algunos de los barandales, llegó Emilio Uranga a platicar conmigo. Empecé a leerle en voz alta el “Canto a Morelos”; Emilio comenzó a molestarse, hasta que se dio media vuelta y me dejó solo con mi lectura. Unos días después me prestó un libro de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada. Leyéndolo me percaté de por qué no era el de Nervo el mejor poema, y de que había en la poesía en castellano una manera nueva de decir las cosas. Yo había leído los sonetos de los clásicos españoles (Garcilaso, Lope, Quevedo o Góngora) y Alberti me enseñaba una vía moderna de asumir esa forma.

Al principio escribía sólo sonetos; aprendí a hacerlos, ya lo dije, con Rafael Alberti, pero también con Carlos Pellicer, de quien leí por primera vez en una revista los tres sonetos a los arcángeles. Después me ayudó Jorge Cuesta. Por las opiniones literarias, yo sabía que el soneto era la forma más difícil de todas, pero pronto descubrí que era la más fácil, porque tenía la característica de hacerse sola: se plantean las rimas y los versos van saliendo por sí mismos. Los buenos sonetos, desde Garcilaso hasta Quevedo, se hacen como por sí solos.

Luego de los sonetos a los arcángeles, conseguí de Pellicer en la librería Zaplana Hora de junio y, después, Recinto. Me maravillaban los poemas de amor de Hora de junio. Los aprendí de memoria, como aprendí también los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda. En estos libros no está el Pellicer de manos llenas de color, sino el de las manos desoladas en que ofrece el corazón que nadie quiere. Una curiosidad: Pellicer decía que los poemas de amor de Recinto eran superiores a los de Neruda. Usted dirá.


Desde muy joven ha sostenido su admiración por la poesía Ramón López Velarde. ¿Qué le atrajo?

Mi acercamiento se dio por casualidad. Hacia fines de los años cuarenta, había una mezzo soprano, la Chacha Aguilar, que dio por ese entonces un recital en Bellas Artes, al cual no asistí pero del cual Jorge Hernández Campos llevó al otro día a la  preparatoria el programa. En él estaba impresa la letra de una canción que se había cantado: “Si soltera agonizas”. El poema me sedujo tanto que lo aprendí de memoria. Poco tiempo más tarde se publicó en la Biblioteca del Estudiante Universitario la antología El león y la virgen, que hizo y prologó Xavier Villaurrutia. Fue el primer libro que leí de López Velarde. Los libros individuales sólo los leí años más tarde.


¿Qué representó para el muchacho que fue usted la lectura de López Velarde?

Me resulta difícil explicarlo. A menudo, cuando leo a los críticos comentando la obra de los poetas, no me es fácil entenderlos. Por ejemplo, Dámaso Alonso define a Quevedo por su “desgarrón sentimental”, y yo, por más que leo la poesía de Quevedo, no encuentro ese desgarrón. Lo que encuentro en Quevedo es cierta suma energía de las palabras, un indiscutible genio verbal, como decía Borges. Para mí es más fácil comprenderlo que definirlo.

Me cuesta trabajo decir lo que encontré en López Velarde; era algo que se identificaba conmigo en alguna manera. Por ejemplo, en ese poema, “Si soltera agonizas”, me siguen emocionando esos versos: “Por que ha de llegar un ventarrón/ color de tinta, abriendo tu balcón./  Déjalo que trastorne tus papeles/, tus novenas, tus ropas, y que apague/ la santidad de tus lámparas fieles./ No vayas, encogido el corazón,/ a cerrar tus vidrieras/ a la tinta que riega el ventarrón”. Sin embargo, el final me parece detestable: “Es que voy en la racha/ a filtrarme en tu paz, buena muchacha”.

El “buena muchacha” destruye el poema; si lo hubiera quitado, el poema sería redondo. Aquello que decía Marcel Proust de que la tiranía de la rima fuerza al poeta a encontrar sus mayores bellezas, no se cumple en el caso dicho: la rima llevó a López Velarde al desastre.

Amé y sigo amando algunos poemas de López Velarde: “Hermana, hazme llorar”, “Hoy como nunca”, “Te honro en el espanto”.


¿Y qué admiraba más en él? ¿El adjetivo sustantivo exacto y lleno de vida? ¿La rima insólita? ¿La magia verbal?

La eficacia de los adjetivos, pero eso es cosa técnica, que para mí no es muy apreciable, porque sé cómo se hacen las cosas. Era lo que no se hace con técnica, lo que no se sabe por qué sucede. La súbita magia, la sorpresa. Como cuando dice a la amada: “mis besos te recorren en devotas hileras/ encima de un sacrílego manto de calaveras,/ como sobre una erótica ficha de dominó”. Entendí el gran verso último mucho más tarde: está recorriendo la mula de seises desde los pies hasta los hombros de la mujer: la ficha de dominó es el cuerpo de la mujer acostada en su simetría clara y armoniosa.


Lo bellamente inesperado.

Las palabras llegan al lugar donde no se las espera. No me gusta teorizar, pero si tuviera que definir la poesía, diría: “Es un juego de palabras cuya finalidad es hacer que lo sin importancia parezca importante”. Eso lo logra López Velarde.


La poesía dice de otra manera las cosas al transformarlas.

Me parece demasiado. A mí me fastidia que se le dé ese valor a la poesía. Me acuerdo de lo que decía un filósofo a propósito de  Hölderlin: que la poesía era la fundación del ser por la palabra de la boca; es como si el carpintero dijera que la carpintería es la fundación del ser por el cepillado de la madera.


En
Los demonios y los días hay un fondo vallejiano y quizá algo del Pellicer de las manos desoladas.

Ese libro nació de pláticas frecuentes durante caminatas infinitas que tuve con Fausto Vega y el poeta y novelista peruano Manuel Scorza. Manuel hablaba (me convenció) de hacer poesía social. Cuando leyó ese libro se sorprendió de ver que era una poesía social del todo distinta a la que él practicaba, porque yo la hacía más para condenar la desventura y la miseria diarias del hombre de la calle, y él como una incitación a la revolución social.


Una es poesía social y la otra poesía política.


No sé.


En
Fuego de pobres, entre otras cosas, hay una intensa recreación de los poemas prehispánicos.

Por sus maneras de construcción, el náhuatl obliga a ciertas expresiones. ¿Qué pasa con el idioma español cuando escribimos? La lengua nos va llevando por los caminos que ella quiere. Usted sabe que no considero prehispánica la poesía en náhuatl del siglo XVI; la considero poesía colonial, cristianizada por los frailes, para domesticar a los indios. Como prueba pediría que se comparara el Nican Mopohua, que habla de las apariciones de la Virgen, con los poemas que se dicen antiguos, y se verá que son iguales en forma y en sentido. El Nican Mopohua es tan antiguo como los poemas de los Cantares Mexicanos y los Romances de los señores de la Nueva España: todos dicen lo mismo con las mismas inyecciones cristianas; por ejemplo, ver el mundo como un valle de lágrimas. Sin embargo, esa lengua náhuatl lleva a ciertos matices que difícilmente se hacen propios del español. Cuando yo me fecundé con esos poemas para escribir Fuego de pobres, busqué los rasgos de la sintaxis náhuatl que pudieran pasarse al español. En los Cantares Mexicanos yo encuentro las raíces indígenas, no en lo que están diciendo, sino en la manera como la lengua los obliga a decir algo. El idioma, cualquier idioma, crea formas naturales a su expresión.  No sólo con el náhuatl: lo he intentado con el griego, latín, el francés, el inglés y el italiano: he buscado trasladar al español no ideas, sino mecanismos verbales. Si alguien lo hace, si lo logra, conseguirá enriquecer nuestro idioma con injertos extraños. Las ideas no hacen la poesía: la hacen los juegos de palabras; la hacen los ritmos que los crean.


Lo que consiguieron Garcilaso con el italiano y Rubén Darío con el francés.


Son dos ejemplos notables. Pienso también en T. S. Eliot, quien utilizó hábilmente recursos del latín y del griego.


Nunca le oigo hablar de la poesía de la colonia.


A excepción de ese poema, “No me tienes que dar porque te quiero”, que suena mexicano, todo lo demás suena a México colonizado por España, empezando por Sor Juana. No, nunca me gustó Sor Juana. Su poesía me parece de un barroco que no puede equipararse al de Góngora. El Primero Sueño enrojece ante las Soledades. Sus sonetos son bien cumplidos ¿pero cómo compararlos con los de Garcilaso, Quevedo o Lope?


En
Albur de amor, quizá su libro más intensamente original, usted unió la poesía de poetas latinos como Catulo, Horacio y Propercio a la canción o el corrido mexicanos. Usted ha comentado que en ellos halla en ocasiones más poesía que en la llamada poesía culta.

Soy un asiduo de José Alfredo Jiménez. Recuerdo estas líneas: “Dirás que no me quisiste,/ pero vas a estar muy triste/, y así te vas a quedar”. Fíjese la importancia que se le está dando a una cosa sin importancia: el resentimiento de José Alfredo contra la mujer que lo abandona,  lo convierte él, con su canción, en una suerte de maldición inescapable. En Catulo está eso mismo, y también en líricos griegos como Safo y Mimnermo. En Albur de amor adapté construcciones de Horacio, traducidas casi literalmente, para que sonaran de pelado mexicano. Si se trata de escribir como pelados, escribamos como los pelados latinos. En ese sentido Horacio y Catulo eran verdaderos pelados.

El mundo elemental de Catulo lo encuentra usted en varias canciones: odio y amo. ¿Cuántos autores de canciones, sin haber leído a Catulo, se rascaban los mismos piojos y hablaban de mezclados sentimientos de amor y odio? No aguantaban a la mujer pero sentían necesidad de disfrutarla.


Pero usted adaptaba los temas populares jugando con expresiones y giros muy mexicanos.
Albur de amor está lleno de eso.

Claro. Estoy utilizando la de la canción y el corrido como si fuera una lengua extraña, como si viniera del inglés o del francés. Estoy utilizando esos mecanismos pero para hacer versos míos. Le repito: mis plagios (yo los llamo fusilatas) no son sino de ideas de.


Son extraordinariamente musicales.


Si el verso del corrido o de las canciones de José Alfredo está en ocho sílabas, yo nunca voy a utilizar tales ocho sílabas. Veo cómo las utilizan y yo las convierto en nueve o diez. El endecasílabo no me estimula, porque ha sido utilizado copiosamente, y es difícil encontrar en él de alguna manera una sintaxis novedosa. Además, suena demasiado a verso. Eso es lo que tiene más de chocante el soneto. Lo único que puede variar los endecasílabos,  es saber encabalgarlos, para que haya al menos un ritmo doble. Pero para mí el endecasílabo es un verso consumido; por eso he buscado la combinación de nueve y diez sílabas, tomada, por cierto, de una estrofa latina, pues así son los últimos versos de la estrofa alcaica, el de diez sílabas acentuado generalmente en quinta. Por eso le contaba alguna vez que la poesía no está hecha de palabras sino de ritmos: ritmos vacíos que se van llenando con las palabras que convocan. Nunca me ha costado esfuerzo hacer versos acentuando en la sílaba que se me antoje. Para Alfonso Méndez Plancarte hice algo así como ciento setenta ejemplos del modo en que puede acentuarse un verso de trece sílabas. Basta con que me plantee el molde rítmico para que ya lo siga sin esfuerzo.


Hay un libro de usted en que los versos están acentuados sólo en quinta.


En Imágenes hay algunos ejemplos de esa acentuación, como el poema inicial y “Motivos del 2 de noviembre”. Después escribí Los demonios y los días; es el que está todo acentuado en quinta, basándome en el hecho de que un verso de once acentuado así, permite mucho más combinaciones que el acentuado en cuarta y en octava, porque el ritmo admite versos de seis sílabas, de ocho, de nueve y de diez.


¿Y cómo sabe usted quién es un verdadero poeta?


Cuando no sé cómo se hacen sus versos. Eso me pasa con Octavio Paz, gran poeta, con Alí Chumacero, poeta esencialmente intelectual, o con Jaime Sabines, cuyos versos, aparentemente corrientones, están perfectamente calculados para conmover al lector. Yo podría hacerle ahora un poema de Pedro Salinas o de León Felipe, y con mucho trabajo, uno de Federico García Lorca, pero no uno de Paz, de Alí o de Sabines.


¿Qué poetas de las generaciones anteriores y de la suya fueron sus amigos y a quienes trató?

Tuve una amistad fraternal, desde muy joven, con Jorge Hernández Campos y Ricardo Garibay. Con Jaime Sabines tuve buena relación, aunque nos veíamos de reojo. Apreció mucho que cuando murió su padre yo haya ido a acompañarlo a la funeraria. Rosario Castellanos y yo fuimos compañeros de trabajo, platicamos mucho, pero sólo en broma. Con Efraín Huerta conversé cuatro o cinco veces, y me demostró simpatía. Con Octavio Paz tuve una amistad sólida pero distante. No nos visitamos nunca en nuestras casas pero hablamos un montón de veces por teléfono y durante años nos escribimos con frecuencia. Por allí debo tener un libro suyo dedicado: “Al poeta perfecto, al amigo ejemplar”. Nos hicimos servicios importantes el uno al otro, y alguna vez hablamos de poesía. Cuando publiqué Siete de espadas me envió una carta muy elogiosa, y yo, haciéndole caso a Marco Antonio Montes de Oca, publiqué, sin pedirle autorización, una parte de aquella carta. Naturalmente, lo comprendo bien, se molestó. Yo le seguí escribiendo pero ya nunca me contestó. A José Gorostiza me lo encontré una vez en una botica de la glorieta de Chilpancingo, en el barrio de la Roma, y hablamos de versos. Tuve un trato cordial con Carlos Pellicer, y uno, un poco más cercano, con Salvador Novo. Con Jaime Torres Bodet conversé muchísimo. Lo considero mi maestro. Magno poeta, orador nato, hombre de acción política con una cultura universal, admiraré siempre su obra, su sapiencia y su genio de gran señor.


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