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ruben-d-lotero-2.jpgCamino a casa
Rubén D. Lotero,
Colección Autores antioqueños, Medellín (Colombia), 2003

Por Víctor Gaviria

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El orden de las cosas o los poemas de Rubén Lotero

Rubén Darío Lotero, desde que lo conozco, escribe en un cuaderno pequeñas notas que parecen simplemente eso, notas. Cuando por primera vez, por allá a mediados de los setenta, nos mostró sus primeros poemas a los amigos que comenzábamos a escribir y teníamos un taller de poesía, todos nos asombramos, y yo personalmente, de que esas notas escritas en una letra pequeña, pasados casi sin corregir, tuvieran semejante fuerza y semejante limpieza; que salieran como pensamientos.

En algunos poemas de Rubén hay un rayo de sol que de pronto llega a la mesa de un bar en la ciudad o a una cocina cenicienta   o  “como el ocioso muchacho del campo… se pasea en vano por la calle”. Ese milagroso rayo de sol  es como la visita silenciosa de la poesía en esos cuadernos y libretas, donde él corrige,  mezcla o agrega algunas frases.

Porque a pesar de que Rubén tiene a veces metáforas y figuras propiamente literarias, por lo general, cuando uno lee sus poemas, siente el golpe de una sencillez muy grande. Están las cosas dibujadas con una gran nitidez, con sustantivos, casi sin adjetivaciones.

Como en el poema “Suburbio”, de Camino a casa, donde están esas características que también yo he retomado en mis trabajos documentales, en esos barrios que él ha observado como profesor en liceos públicos:

En la cañada del suburbio
los pequeños levantan chozas
y los grandes juegan a las cartas
mientras en improvisado fogón
cocinan la gallina
hurtada de un solar vecino.


Con pocas palabras surge una situación, de ahora y de siempre, de este Medellín necesitado, de estos muchachos que están al borde de la delincuencia.

Sin embargo, les molestan a algunos (como a los organizadores del Festival de Poesía de Medellín) estos versos, por sus elementos sencillos y cotidianos, y quisieran encontrarse con aspectos conceptuales, más complicados. Con discursos y pensamientos o con cambios de ritmo, que por fortuna Rubén no tiene. Porque estos poemas son como los objetos mismos; cosas simples que uno va guardando. Imágenes instantáneas que te llegan y te asaltan; momentos escritos por una persona muy observadora. Y es una frescura leer esos apuntes.

Quiero recordar especialmente dos imágenes, que están en su primer libro. Una, que lleva el título de “Pasaje”:

Pasa un hombre
impulsando una carreta
con unos pocos mangos podridos.


Donde la repetición de la vocal o, en el último verso, semeja los mismos mangos. Y dos, el poema tituladoAlba”:

Alba la mesera entre hombres
en el último colectivo
lleva dos paquetes de chitos
para sus hijos.

Son pequeñas observaciones que entran con una enorme nitidez en uno y que están hechas con elementos que van a hacer que estos poemas perduren más que otros que son más discursivos.

Ese personaje que observa aparece continuamente en sus versos. Como en Bienteveo, un pájaro que llama al poeta en un momento dado, pero “el vecino salió como de costumbre a sentarse en el muro, y el pájaro se asustó y voló.” Esa observación que el vecino lo espanta porque sale siempre a esa hora a sentarse en el muro, es muy hermosa.

Poesía que es una lectura del mundo y una puerta para mirar la vida cotidiana. Como si los poemas sinceramente le enseñaran a uno a mirar. Pues uno no tiene ni la destreza, ni el oficio que tiene Rubén, que ha ido puliendo durante años, para interpretar un minúsculo hecho.

Por ejemplo, luego de leer su poesía, los hechos del día se me parecen a sus versos. Ir uno por la autopista y de pronto la hilera de carros detenidos. Y luego darse cuenta que lo que tantos problemas ha ocasionado es una simple carretilla con frutas volcada sobre el pavimento, porque ha sido golpeada por un auto.

Pero también el poeta siempre está con un deseo de saltar al otro lado del escenario. Como en “Súplica”:

¡Qué avance el reloj, dios mío!
Que llegue la hora del sueño
y pueda mirar para adentro.

O cuando dice que el día no ha traído ninguna imagen de cosas sencillas: en el cielo no ha habido ningún avión, en los teatros ninguna película, el verso no ha estado y el día se cierra así como con un cerrojo. O cuando dice en “Encierro”:

Dios, como si me llegara hasta la puerta
de mi propio encierro
(aquel que he construido
ladrillo a ladrillo)
y no pudiera encontrar la llave
para salir de él.

Afortunadamente, estos días confusos están expresados así, bellamente, en estos poemas, comparables con los del poeta norteamericano William Carlos Williams, que son tan sustantivos, que están hechos de cosas, que casi no son palabras, sino las cosas mismas enunciadas. Ojalá entendiéramos el “Consejo” de Lotero:

Ama lo más cercano:
la sinuosa geografía de tus cobijas
la vieja mesa que te acompaña
los hermanos gemelos de tus zapatos
y el trago de agua que bebes
en alguna hora de la árida noche.

Finalmente, Camino a casa tiene un poema, “Las cenizas de Gonzalo”, sobre el fundador del Nadaísmo en los años sesenta en Colombia, el escritor Gonzalo Arango, donde se mezclan varias épocas. Habla del poeta Elkin Restrepo que le contó a Rubén en la cafetería de la universidad que Gonzalo había muerto. Habla que años después, cuando sus cenizas iban a ser trasladadas a su pueblo de nacimiento, Andes, Milton Erre las llevaba en una cajita, con mucho cuidado, porque temía que los saltos del camino y del camión hicieran que ese polvo se saliera y se confundiera con el de la carretera destapada.

Con el buen arte de estos poemas, así como con el buen cine, uno logra romper esa soledad tremenda que todos tenemos y, en un instante, hermanarnos y restituirnos al orden de las cosas. Porque nosotros luego, como ese polvito de Gonzalo Arango, vamos a ser también polvo de la carretera.

 


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