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portada.-vega-farfn.jpg Una morada tras los reinos Denisse Vega Farfán, Centro  Cultural de España-Lustra Editores, Lima, 2008

Por José Donayre Hoefken

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Una morada tras los reinos es un libro que denota dos cuestiones muy claras: una: que su autora, la poeta Denisse Vega Farfán, sabe expresar con oficio y pulso firme lo que desea decir —y sin caer en la tentación de privilegiar el ejercicio del efectismo sobre el norte de lo sustantivo—, y dos: que su mundo interior —cultivado, sin duda, con lecturas que han potenciado su sensibilidad poética (como reflejo estético de lo humano)— no es producto de una casualidad sino de una intención y de una labor esforzada: explorar las posibilidades de lo latente (lo aparentemente inactivo) en concomitancia con los recursos del idioma.

Vega Farfán brinda el resultado de su indagación en la frontera de lo biológico con lo cultural, de lo anecdótico con lo histórico y literario. En algunos casos son pinceladas minimalistas de una certeza (apenas unos pocos versos que hieren como una afilada sentencia) y en otros (los más) son un diálogo entre dos voces (presencias poéticas) que se van definiendo en un contrapunto crecientemente intenso.

Una morada tras los reinos está dividido en cuatro partes. En cada una, la autora trabaja una figura de lados irregulares. Pero vistas estas formas en conjunto y a cierta distancia encajan perfectamente entre sí. Este interés metonímico —que no desatiende el todo o la visión del conjunto sino que, por el contrario, le da un mayor deslumbramiento— se sostiene en un trabajo, verso a verso, que insiste en el poder de la metáfora, así como en la delectación por la heteroglosia (la apropiación y recreación de lenguajes ajenos) en el ámbito de la intertextualidad, es decir, en la idea de que un texto es consecuencia de otros y antecesor de algunos que se van a producir. Y es justamente en esa continuidad literaria —la proyección de un futuro estético a partir del conocimiento y aceptación de una tradición— donde Vega Farfán se afianza con entusiasmo en forjar el verso que ilumina y en sustentar la imagen que lleva a la acción de meditar y reflexionar con hondura.

En este punto, es oportuno reparar en la figura del Rey. Pero antes una aclaración: Vega Farfán se toma la licencia creativa de no usar en su libro las mayúsculas como dispone la ortografía del español. El poemario está escrito totalmente en minúsculas, a excepción de la palabra «rey», que se presenta con mayúscula inicial en todos los casos. Una morada tras los reinos es un libro con palabras clave. Entre estas, el vocablo «rey» es, además de fundamental, revelador, pues le da un particular sentido al título y dinamismo transversal a cada una de las cuatro partes.

La primera vez que Vega Farfán emplea la palabra «rey» (en el tercer poema: «fuera del reino estamos») es justamente para restarle el sentido que le consigna a este vocablo el Diccionario de la Lengua Española en su primera acepción: monarca o príncipe soberano de un reino. Cito a la poeta:

quién sabe si en el reino hay un Rey degollado
que abandonó sus poderes

Luego, más adelante, en el octavo poema («han alistado los coros»), la voz del contrapunto refiere:
en el reino nadie es más digno que el Rey
con su corona de huesos
su abrigo de sierpes
y su banquete de moscas

Así, la autora le devuelve al término, en apariencia —en irónica apariencia y degeneración—, ciertos atributos regios (corona, abrigo y banquete). En ese mismo poema («han alistado los coros»), se tiene otra referencia:

y entre las manos te han dejado un manual
para que aprendas los primeros saltos sobre la cuerda
hasta que el Rey vestido de androide
te ordene ser esa cuerda
en la que todos salten

En estos versos de Vega Farfán la majestad regia es reducida a remedo de lo humano, o sea, a un autómata de figura de hombre (androide), aunque la poeta enfatiza su poder, pero para un asunto menor (lúdico, trivial y hasta burlesco).

En la siguiente referencia, ubicada en el octavo poema («han alistado los coros»), el término «rey» se emplea en su posibilidad más tradicional y funesta: como la persona que decide la vida y la muerte de sus súbditos.
pero el Rey elevará el pulgar

Si bien no hay una distorsión de la figura regia, queda claro el estereotipo o, en todo caso, se plantea cierta ambigüedad del ademán que indica actitud positiva o aprobatoria.

Por otra parte, la cotidianeidad se remarca en los siguientes versos del noveno poema:

acaso el Rey es este con el que convivo
comparto la piel
y una guarnición de indeseables retratos?

En este caso la figura regia se ha reducido a la de cualquier mortal, pero sin que esto sea definitivo por la marca de la pregunta. Y más adelante, en el mismo poema, se lee con el mismo tono interrogativo:

acaso es este ombligo el que me une
al mazo del primer Rey?
a sus innobles conjuros
a la forma de enviar a la mazmorra a sus hermanos?


Aquí estamos ante dos posibilidades: la de un rey primitivo —o con poder prístino—, o ante la carta K de la baraja francesa o inglesa, al asumir la palabra «mazo» no como martillo grande de madera sino como cierta agrupación (suerte) de cartas.

Páginas más adelante, en el duodécimo poema («ahí está el mismo cielo»), Vega Farfán propone:

ha de haber sido hija del Rey
que con fortuna se deshizo del cetro


Como se aprecia, la figura regia recupera uno de sus símbolos de poder —el cetro—, pero, al mismo tiempo, esta recuperación en el ámbito del sentido supone una renuncia a la soberanía —pérdida efectiva de la esencia real— en los hechos del poema. Y esto, desde la perspectiva de la autora y la lógica del poemario, es una fortuna (suerte).

Más adelante, en el décimo tercer poema («el reino tiene mi señal y mi nombre»), Vega Farfán emplea una vez más el término «rey», pero con una vuelta de tuerca:

cómo salir del reino hundido
que hay en cada uno
cómo escapar a los designios de un abyecto Rey
que es uno mismo
ser amo y siervo a la vez
víctima y asesino del mundo
por el que raudamente se destartalan nuestra fe
y nuestras botas


Estamos ante una visión muy especial. Por una parte, se enfatiza el lado oscuro del poder («abyecto Rey»). Por otra, se establece una democratización del sentido de la palabra «rey», pero en el aspecto más nefasto y paradójico. En los siguientes versos del mismo poema, se reitera y profundiza esta acepción democrática del vocablo:

ciertamente cuando todo quede sumido
a un grano de plomo
cada Rey
ha de habitar su reino de marfiles
eternamente condenado a ver los muertos
que salieron de sus manos
en una invisible marcha de azogue>

Desde estos puntos de vista, el título del poemario —Una morada tras los reinos— irradia diversas pistas para enriquecer su lectura. Además, si a lo propuesto por la autora atendemos a la tradición, definitivamente potenciamos el alcance connotativo del vocablo «rey» y hacemos más vasta la posibilidad de sentir y disfrutar el libro de Vega Farfán.

Por otra parte, no hay que olvidar la idea ancestral, legendaria, histórica de que el rey es un elegido o enviado por Dios para gobernar y que, por tanto, tiene poderes divinos. En la tradición judeocristiana, la misma figura de Cristo evoca esta idea hasta el punto de la mofa: cuando los soldados romanos colocan el cartel con la inscripción INRI sobre la cruz.

Asimismo, el término, como está empleado por Vega Farfán, nos trae a la mente al rey pescador, personaje castrado o tullido de la leyenda del Santo Grial, que utilizó T.S. Eliot en su aplaudido poema "La tierra baldía". En algunas reescrituras de esta leyenda, dicho soberano es llamado Amfortas —nombre que significa el que no tiene poder— y solo encuentra solaz pescando. La leyenda asegura que la herida del rey pescador sanará cuando llegue un caballero puro al castillo donde se encuentra el Santo Grial y plantee la pregunta clave. Y esta quizá sea también la clave de Una morada tras los reinos: formularnos cierta pregunta, advertir la esterilidad de los reinos y encontrar el camino correcto para hallar la morada. Posible clave que se relacionaría con la travesía de Odiseo para llegar a su feliz reino —la isla de Ítaca—, morada familiar que lo llena y restituye en su magnitud humana, tras un largo ejercicio heroico.

Ante esto, va quedando asentada la madurez estética de Vega Farfán. La autora, lejos de caer en lugares comunes, concibe, moldea y labra versos con prudente originalidad, pero no con el fin de deslumbrar para sorprender sino para acercarnos a la verdad encarcelada en el misterio de la imagen poética, aquella que sustenta el encanto de la poesía bien ejecutada.

Y tras todo lo escrito, aún queda la duda de si cada poema del libro es, en efecto, un reino en el que Denisse Vega Farfán extiende el territorio de la palabra, y despliega su poder y soberanía. Esto es: el modo especialmente bello en que trabaja el afloramiento de su verdad literaria, ofrece al lector su cosmovisión y explica cómo entiende el milagro —y esperanza— de la vida. Milagro y esperanza en la persona de una criatura (como se registra en el título de la parte III: El niño bajo el reino) y especialmente hacia el final del libro (la parte IV, titulada: Última morada), en la que la voz incisiva del contrapunto plantea que no hay reinos ni reino, pero sí libertad para ver a través del corazón porque la morada definitiva —quizás— es uno mismo.


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