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cuerposinmi.jpg Cuerpo sin mí
Eduardo Moga
Madrid, Bartleby, 2007

 

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[Poema XI]

 

[VUELVEN LAS HOJAS…]

Vuelven las hojas
a su quietud:
                      anclan en los bajíos
del aire y distribuyen su oro mustio
como bisagras
que unieran
                       los ángulos dispersos
del azul, los segmentos ácueos
de una transparencia impenetrable. Tosen
los coches, y su tos ahoga
el bullir gris del día,
la excitación de los ladrillos
y de la hierba, por la que transitan
perros sin cuerpo y árboles sin cuerpo
y gente convencida de saber
quién es o a dónde va. Las hojas alumbran
la sombra,
                    fabrican
la sombra que ya mancha
                                                los huesos,
que ya se esparce, como una adherencia
fuerte, por la avenida
del tiempo.
                     Y en el silencio
procuran selvas suaves, susurros espinosos,
secos silbidos de metal.
Ayer bebimos vino. La noche era
sonora. Las palabras
se diluían en el aire pétreo
del comedor: se ensortijaban
y ascendían, primero, como mangle;
después, colgadas
de las volutas
                          que revelaban
las formas escondidas en lo informe,
lamían las molduras
y el sudor, y, tensadas por su casi
inexistencia, se precipitaban
                                                     en la realidad
con firmeza de sueño, como témpanos
en ascuas.
Al borde de su desintegración,
nuestras palabras nos miraban
como si no
                    reconocieran nuestros labios,
o como a prensas que las troquelaran:
las bocas eran eslabones
gelatinosos,
                       lombrices que sangraban
y reían. La luz, expulsada del mundo,
pero inexplicable sin el mundo,
se solidificaba en las esquinas
y se vertía en la conversación
y, sutilmente, satinaba
los lóbulos,
                      y afilaba los pezones,
y prosperaba entre los muslos,
en cuyos desniveles amelocotonados
adquiría matices
felinos;
               la luz, más tarde,
se fragmentaba en instantes,
y llovía como ámbar doloroso,
y conciliaba
                      los labios con los labios,
la voluntad de ser con el miedo a ser,
la permanencia con la huida.
Dolía el rictus del televisor:
su abejeo oscurecía
la ropa
             y exasperaba
a los cuchillos, e instalaba
su amoratado
zigzag entre los brindis
                                           y las caricias.
Había terminado de comer. (El olvido
es lo que queda cuando ya
                                                no queda nada:
lo que hay en el plato cuando el plato
está vacío).
                     Perseveraba
la nada entre los flejes de la noche:
bolas de sombra rebotaban
en el gres, y en las lenguas
crecían máscaras
                                y calcificaciones. ¿Qué pulsión
a la que nunca he visto el rostro me confina
en este islote de metacrilato
y grasa,
en este haz de presencias
                                               que son envés
de mi presencia? ¿Qué me une a las lámparas,
a su tenacidad azafranada
y muda? ¿Qué me obliga a compartir
cuerpos que no comparto, cuyo fin
es revelarme
que el otro es soledad, que el hartazgo es
soledad, que los días son
soledad, y que yo soy muerte?
¿Por qué respiro, pues? ¿Por qué sonrío,
pese a lo leve de los labios,
pese al mundo? ¿Por qué atiendo al crepitar
de las lenguas, si sé
que mastico insomnio y sueño,
si en el café se mezclan el azúcar
y la maldad,
                        si me poseen por igual
el agua y las mandíbulas, la cárcel y las alas?
La cena no ha acabado; y las distancias
se agrandan, aunque roce el cuerpo
de quien se sienta junto a mí.

 


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