Por Víctor Cabrera
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En mayo de 2008 asistí, como parte de una nutrida delegación de poetas mexicanos, al XVI Festival de Poesía de Bogotá. Esta es la crónica a destiempo de algunos de aquellos días.

Una crónica cachaca 

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Por Víctor Cabrera

Para Fede Díaz-Granados

Balas que no matan

Llegué al aeropuerto El Dorado, de Santafé de Bogotá, a las 2 de la tarde del viernes 23 de mayo de 2008. Apenas 24 horas después, pude constatar la proverbial empatía entre México y Colombia cuando me dio la bienvenida, en medio de un almuerzo, un sismo de 5.7° en la escala de Richter, magnitud suficiente para alarmar a un sobreviviente del terremoto mexicano de 1985 que, a más de 3 mil kilómetros de su hogar, esperaba cualquier otro recibimiento. “Me siento como en casa”, les dije con una sonrisa nerviosa a mis anfitrionas de aquel día.

Por la noche, en Gaira Cumbia House, el afamado restaurante de los hermanos Vives al norte de la ciudad, las conversaciones en todas las mesas se centraban en el doble terremoto de la tarde: el que interrumpió brevemente mi almuerzo, y el desatado por el ministro del Interior con el anuncio de la muerte, en marzo de este 2008, de Manuel Marulanda, el comandante “Tirofijo”, el guerrillero en activo más viejo del mundo y figura emblemática de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En la nación de la cumbia y el vallenato y de las trepidantes caderas de Shakira, los movimientos telúricos parecen extenderse mucho más allá de la superficie.

Me lo confirma el propio Carlos Vives al saltar al escenario:

―¿Sintieron el temblor ―pregunta a una clientela compuesta principalmente por jóvenes adinerados, gomelos bogotanos con ganas de rumbear pero sin salirse del libreto que les dicta la escala social o, como diríamos en la Ciudad de México, fresas reventados―. ¡Pues vamos a seguir temblando! ―amenaza el famoso cantante antes de iniciar con el primer vallenato de la noche. En una pausa de su grupo guajiro, Vives saluda a los comensales de la mesa presidida por su primo, Federico Díaz-Granados, uno de nuestros anfitriones en el xvi Festival Internacional de Poesía de Bogotá, dedicado en esta edición a México y organizado por el poeta y editor Rafael del Castillo.

Al micrófono, el músico afirma que siempre es bueno tener un poeta en la familia, así nomás sea para decir que hay un poeta en la familia. (Habría que preguntarles, pienso, a mis parientes de Chiapas qué se siente tenerme entre su grey, a ver si es cierto).

―Un aplauso para ellos ―pide Vives a la clientela de la noche―. Porque la poesía también dispara balas… balas que no matan.

El símil llama mi atención: Colombia es un país cruzado por tal violencia atávica que ni siquiera el quehacer poético escapa aquí a su influencia. En la tierra de la guerrilla más antigua del orbe y de los narcotraficantes carismáticos, donde el transcurso de las eras se mide en años-cautiverio (el tiempo que un secuestrado dura en manos de sus captores), y donde se diluyen las fronteras entre un hijueputa paramilitar y un político encantador, sólo los versos son proyectiles de salva.



Parábola del taxista y el aduanero

Partí de esa intuición hace algún tiempo, cuando escribí una presentación para el número especial de la revista universitaria Punto de Partida (que, dentro de las actividades del festival, presentaremos, en la Casa Silva, su no(ta)ble editora, Carmina Estrada, el propio Federico Díaz-Granados y yo), sobre poesía joven de Colombia: “Paradójicos, estos doce [poetas] colombianos han hecho de su poesía una patria menos convulsa, más apacible, que esa otra por la que transitan diariamente. Un refugio seguro para el alma”, afirmé en aquella ocasión. Y pude constatar tal declaración algunos meses después cuando, en la Casa del Poeta Ramón López Velarde, de la Ciudad de México, escuché a Juan Manuel Roca responder más o menos en los mismos términos a la pregunta de algún asistente que le pedía alguna explicación sobre el tono medio, tradicional y hasta apocado de la poesía colombiana, tan lejana de las piruetas lingüísticas y el artificio de las neovanguardias sudamericanas.

Que la poesía es un remanso para la agitada realidad de los colombianos me lo confirman también las diversas muestras de interés de los cachacos (el gentilicio popular que se aplica a los bogotanos), que en cada lectura colman la sillería de la Casa de Poesía Silva y de la librería del Fondo de Cultura Económica:

En un taxi, al reconocer mi acento mexicano, el conductor me pregunta qué me ha llevado a Bogotá, y cuando le contesto que estoy ahí para participar en el festival me cuenta emocionado que a él le fascina la poesía, me habla de José Asunción Silva y de Barba Jacob, de su tocayo Gonzalo Arango y de un tío poeta que murió inédito y cuyos versos me recita de memoria. Antes de bajarme, Gonzalo me asegura que irá más tarde a escucharme a la Casa Silva. Me despido de él sin darle demasiado crédito, pero me sorprendo cuando esa noche se acerca a saludarme al terminar el recital.

Algunos días después, cuando me disponga a abandonar el país y al responderle qué me ha llevado a Colombia, el agente de migración me mirará sorprendido y me preguntará si no llevo conmigo un libro que pueda dedicarle. Cinco o seis horas más tarde, en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, al leer en el pasaporte los sellos de mi procedencia, el aduanero emprenderá una minuciosa revisión de mi equipaje.



La desazón apacible

Durante nueve días pude no sólo observar ese interés casi natural de los colombianos por la poesía, ya sea como remanso, fuga o redención, sino que confirmé que detrás de la aparente mesura de la poesía de su país, de su corrección formal, se oculta, no obstante, un tono que transita entre el desasosiego y el desencanto temperados, como puedo comprobarlo al escuchar en los sótanos del Centro Cultural Gabriel García Márquez los poemas de Rafael del Castillo, quien, junto con la poeta romano-campechana Enzia Verduchi, coordinadora de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes de México (INBA), inauguró el festival poético con una lectura conjunta, luego de cortar el listón de la exposición De cara a la poesía, retratos de poetas mexicanos nacidos entre 1913 y 1979, que se exhibió en la galería del referido espacio cultural, perteneciente al Fondo de Cultura Económica y ubicado en el emblemático barrio de La Candelaria, en el centro de la nublada capital.

Durante los mismos nueve días la poesía mexicana ocupará un lugar central en el festival bogotano, que para esta edición logró reunir a algunas de las voces más notoriamente reconocidas y disímiles de las décadas más recientes: Eduardo Lizalde, Efraín Bartolomé, Raúl Renán, Antonio Deltoro, Eduardo Langagne, Fabio Morábito, José Ángel Leyva, Margarito Cuéllar, Rocío Cerón y la joven tijuanense Yohanna Jaramillo, entre otros, forman parte de la delegación de México, que es, por razones obvias, el contingente nacional más nutrido de los que asisten a Bogotá entre delegaciones de poetas uruguayos, venezolanos, chilenos, ecuatorianos y, por supuesto, colombianos que prodigarán sus versos en distintos puntos de la capital: colegios, centros culturales, librerías, universidades, plazas públicas y municipios aledaños. Incluso, la organización del festival tenía prevista una lectura en una cárcel femenil (en la que yo mismo participaría) que al final tuvo que cancelarse: “Usted sabe cómo son estas cosas ―me explica algo acongojado el poeta Del Castillo―: las autoridades de la prisión decidieron suspender el recital a última hora… para no exponerlos a ustedes”. Al final, por sugerencia de nuestro anfitrión, quienes acudiríamos a esa lectura, improvisamos otra en el vestíbulo del hotel. Hasta ese momento, la posibilidad de enfrentarme a un público conformado por convictas, tal vez hostil, excesivamente entusiasta o simplemente frío, me mantuvo inquieto. Y aunque lamento pública y airadamente la cancelación de la actividad, mientras escucho a mis colegas leer sus versos, cómodamente arrellanado en un sillón del lobby, bebiendo sorbos de un vaso de aguardiente que circula entre la concurrencia, respiro aliviado.



Pesos pesados

En la biblioteca del Gimnasio Moderno, un lujoso colegio de aire inglés al norte de la ciudad, flanqueado por los uruguayos Roberto Genta y Enrique Bacci, leo mis poemas ante una audiencia imposible: dos o tres estudiantes del bachillerato, una profesora despistada (seguramente de Literatura), un par de bibliotecarios, tres señoras, Hilda, Marta y Ethel, y sus respectivos maridos: Eduardo, Antonio y Fabio, tres de los poetas mexicanos vivos a los que leo con mayor entusiasmo y a quienes he tenido la fortuna de conocer antes de este viaje. Allí también están, sentados y a la escucha, Eduardo Langagne y Efraín Bartolomé, y Raúl Renán, a quien no conocía personalmente, a pesar de haber sido alguna vez jurado del premio de poesía experimental que lleva su nombre en su natal Yucatán, y hacia el que ha nacido un cariño entrañable de mi parte a partir de este viaje. Pienso en los intrincados caminos que a veces toma la fortuna, que me hizo viajar a 3 mil kilómetros de casa para darme la posibilidad no sólo de escuchar juntos a estos poetas sino la aún más improbable de ser escuchado por ellos.

La experiencia fue de algún modo anticipada un día antes, cuando el contingente poético en pleno emprendió un demorado viaje en tren (previsto en el programa del festival) a la cercana ciudad de Zipaquirá, famosa en el mundo por su catedral de sal, un impresionante templo erigido en el inmenso socavón de una mina salina:

Dando tumbos durante cuatro horas (a las que más tarde habrá que sumar las otras cuatro del regreso), el Tren de la Sabana, repentinamente convertido en Tren de la Poesía, avanza lentamente, envuelto en los versos de sus pasajeros que, cada tanto, acuden a la cola de uno de los vagones para, desde ahí y mediante un precario sistema de sonido, declamar sus poesías. Al final, cada uno recibe los aplausos y señales de aliento lo mismo de sus paisanos que de los recién conocidos.

―¿Sabes por qué avanza tan despacio este cacharro? ―me pregunta a las tres horas de viaje un paraguayo a quien sonrío mientras niego con la cabeza―. El peso de tanto ego lo vuelve lento. Mantengo mi sonrisa de bobo y calculo mentalmente el tonelaje de mi autoestima.



El Tigre en la gruta

Para llegar al altar de la catedral de sal de Zipaquirá hay que descender más de 150 metros por un camino que serpentea en tanto el aire se enrarece en medio de un paisaje que, antes que referirme una iglesia cristiana, se me figura uno más bien dantesco. Imagino que esas inmensas paredes cubiertas de duros goterones de sal semejantes a millones de lágrimas petrificadas en su caída bien pudieron haber sido imaginadas por Doré para ilustrar algún pasaje del “Inferno”. Pero la silenciosa atmósfera de recogimiento que reina en el lugar me recuerda que si Dios está en todas partes, habitará también estas oscuras galerías.

Programada para llevarse a cabo en el altar mayor del imponente templo, la lectura inaugural del xvi Festival de Poesía de Bogotá estará a cargo del duranguense José Ángel Leyva, el samario (del puerto de Santa Marta, Colombia) José Luis Díaz-Granados, quien es el poeta homenajeado en esta edición del festival, y de Eduardo Lizalde, quien cerrará el recital. No deja de parecerme extraña la posibilidad de escuchar de viva voz, en la cueva que a fin de cuentas es también una iglesia católica, los poemas impíos y blasfemos de Lizalde. Es el propio poeta quien, al paso, hace mención de ese hecho como de una mera curiosidad, pues es en realidad de lo que se trata. Lizalde recuerda que no siempre los poemas más populares o recordados por la gente son los preferidos del poeta, pero, calculador, ha decidido leer en esta ocasión unos versos que, advierte, le calzan bien al escenario y acaso resuenen perfectamente en esta gruta. Entonces su voz gravísima resuena como si surgiera de las propias paredes o de las entrañas mismas de la Tierra: “Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;/ que se pierda/ tanto increíble amor./ […] Que tanto amor queme sus naves/ antes de llegar a tierra.// Es esto, dioses, poderosos amigos, perros, niños, animales domésticos, señores,/ lo que duele.”

Es esa misma voz poderosa, potentísima, el timbre de esa voz el que llena de rencor el templo: “Grande y dorado, amigos, es el odio./ Todo lo grande y lo dorado/ viene del odio./ el tiempo es odio.// Dicen que Dios se odiaba en acto,/ que se odiaba con la fuerza/ de los infinitos leones azules/ del cosmos;/ que se odiaba para existir.”

Y es la voz la que electriza e inflama el ámbito, la que nos alza en vilo para después dejarnos caer en el silencio. Pienso, nuevamente, en la fortuna extraña que me hizo testigo aquí, allá, en la lejana mina, de este acto de magia casi negra, de estos breves minutos de paradójicas epifanías. No hay ni siquiera tiempo de asimilarlo: quienes asistimos transidos a aquel acto de prestidigitación verbal, abandonamos de prisa la gruta pues, en el centro del villorrio, el tren está a punto de partir.

Arribamos a Bogotá cerca de las 11 de la noche. Hemos pasado ocho horas del día viajando en aquel ferrocarril antiguo, entre versos, risas y rones en el carro comedor. Ya a las afueras de la ciudad, prendo un cigarro en la plataforma del vagón y mientras fumo y veo pasar las casuchas que se repiten en cada suburbio de las grandes capitales de América latina, agradezco al dios que se pasea en los socavones, la suerte de escuchar rugir al Tigre en esa cueva. El guardia del tren me devuelve a la realidad:

―Mi señor, métase al vagón porque en este barrio nos lanzan piedras.

Arrojo mi cigarro a las vías y una lluvia de guijarros empieza a caer sobre el tren.

A hard rain is gonna fall! ―le digo sonriente a mi amigo Federico, quien me brinda, feliz, un trago de aguardiente.


 

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