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Françoise Roy
(Québec, 1959)

Tres poemas sobre el cuerpo


Los linfocitos


La sangre ―quién iría a dudar de su color― no es puro rojo: miles de soldados blancos la habitan (desde los alvéolos de la médula ósea; desde los globos plúmeos, inmóviles, agobiados de balasto, de los ganglios linfáticos) como uno habita una alcoba, una madriguera, un lapso en las comarcas del tiempo.


Albo regimiento de infantería (digo infantería porque no hay ejércitos nadadores y los pies son lo más cercano a las aletas caudales), sus vigías extrañamente armados—desde la torre flanqueante, la almena de un minúsculo castillo invisible— acechan al invasor antes de que llegue al puente levadizo, atraviese el foso a nado, destroce la muralla.

Ataviados de sus armaduras de nieve —peces incorpóreos en el río de la púrpura— los leucocitos (individuos mononucleares, fieles a su oficio de defensa)  producen el contrario de un cuerpo: un anticuerpo, algo que sólo un ángel o su equivalente pudiera entender.

 

Addenda: También llamados leucocitos, los glóbulos blancos flotan en medio de la sangre y de la linfa.
Su función es defender al organismo contra los microbios. Asumen con tal rigor esa función que cada milímetro cuadrado de sangre contiene 7,000 de éstos, un verdadero ejército defensor al acecho de los gérmenes invasores que constantemente buscar atacar el cuerpo.





El hueso temporal

Qué te pondrán de cobija, a ti que eres el suave pétalo, la aterciopelada mortaja del hueso temporal, tú, la sien, tocaya de un número: ¿los verdes eslabones lanceolados de una corona de laurel, el frío cañón de una pistola (ruleta rusa, arma suicida, hierro del sicario) o la transparente ligereza de las invisibles anteojeras con que te adornan en vida para destruir el ángulo muerto, la conciencia, la visión emétrope de lo que se yergue al lado?

El suelo pétreo que te subyace, con sus nombres extraños —parte escamosa (pienso en serpientes), petrosa (pienso en un sillar), mastoidea (no pienso en nada)—, pese a su distinguido apellido, “temporal”, nada tiene que ver con el río del tiempo, sino con la dureza del hueso, esa flor germinada al cabo de un largo proceso de osificación.

Hoja de olivo, arma de fuego, palma tibia de un allegado, no te es dado, tal vez, decidir quién te ha de tocar. Tampoco decides cómo arrancar lo que impide la aparición de los paisajes laterales. Simplemente cumples con tu función de tapa y todo lo que bajo tu cobijo florece en el listón de una vida.

 

 

Addenda: Uno de los seis huesos curvos del cráneo, el temporal, que viene en par, está cubierto, a cada lado del rostro, por las sienes. Su función es proteger los dos lóbulos homónimos, donde están localizados los centros de la audición y del lenguaje.   

 



El deltoides

Esa roja madera cañiza que duerme bajo la seda del hombro (tan ceñido en su caída de mantelería fina) y se tensa como cuerda floja bajo los pasos de diminutos funámbulos, es la que ha dado su alabastrina belleza a las estatuas griegas. Igual es el molde que indica curvatura, líneas, movimiento liminar, equilibrio de las formas.

¡Cuántos siglos con la hoz, el machete, el saco de piedras, la pala, los hatillos de heno, el cincel, el martillo, ejerciendo la delicada dureza de mil oficios! Dios, el gran X que quiso animar las x que somos, estaba enamorado del pilar torneado que es un hombre trabajando, del tembloroso mármol de su andar.

Sólo se les ocurrió a los anatomistas darles nombre tan feos a esos cordajes de carne viva, que vestidos de piel cincelan la hermosura del cuerpo humano: sartorio, bíceps, deltoides, esternopronador, glúteo, esplenio, plantar delgado cleidomastoideo, cubital anterior, ancóneo. Otros se salvaron de la fealdad de palabra y en la pila bautismal encontraron esa dama llamada Poesía: el trapecio, el palmar menor, el soleo, el radial externo.

Hasta el rojo cañizo que extiende en su tabla el carnicero no es sino el músculo muerto de un buey en flor.

 

 

Addenda: Este músculo del hombro es el principal encargado del movimiento de levantar el brazo. Tiene forma triangular y se origina a la mitad de la clavícula, en el borde externo del acromion. Su nombre se deriva de su parecido gráfico con la letra griega delta.



 


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