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para-leer-aime-cesaire.jpg Para leer a Aimé Césaire
Selección y presentación de Phillippe Ollé Laprune; traducción de José Luis Rivas y Fabienne Bradu; varios autores.
FCE, México, 2008

Por José María Espinasa

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Es raro que un escritor tan importante como Aimé Césaire haya tenido tan poca presencia en castellano. Todas sus cualidades, tanto las literarias como otras, debieron contribuir a que se le conociera mejor en los países hispanohablantes, pero… Sin embargo, su gran poema Cuaderno de un retorno a la tierra natal fue rápidamente vertido al español y con singular fortuna, por la etnohistoriadora cubana Lydia Cabrera, en 1944. Luego, una veintena de años después, el poeta catalán Agustí Bartra tradujo de nuevo el mismo texto, también de manera brillante. A esto hay que agregar una antología, que no conozco, publicada en Cuba, en 1971. Poco, desde luego, para un poeta de su calidad que vivió hasta los noventa y cinco años, que nació y vivió casi toda su vida en Martinica en las Antillas, y cuya sensibilidad y sentido de la rebelión emparentaba con muchas de las búsquedas del Caribe y América Latina.

Las razones, sin embargo, también pueden ser evidentes, y la principal, creo, es que la temprana militancia comunista del poeta, de subrayada importancia para su estética, entra en crisis seguramente influido por el ambiente intelectual francófono, apenas unos años antes del triunfo de la revolución cubana. Hecho que en el Caribe y en América Latina retrasó bastante la necesidad de revisar los dogmas ideológicos sobre los que se asentaba esa ideología. Y a esto hay que agregar que para los países hispanoamericanos la negritud como la raíz indígena donde la hay, siempre ha resultado incómoda.

A su vez, como bien señala Phillippe Ollé-Laprune en el prólogo de Para leer a Aimé Césarie, los franceses lo reconocieron y tal vez lo admiraron pero no lo promovieron e incluso, lo silenciaron. Les incomodaba no sólo la fuerza de su voz venida de la periferia geográfica y lingüística —la negritud caribeña es consecuencia de un doble o triple exilio— sino por su afirmación de la otredad de los desposeídos de la tierra, aún inasimilable para Europa, a pesar de los esfuerzos de Sartre y la filosofía existencialista. Los veinte años transcurridos entre las dos guerras mundiales mostró algo que terminada la Segunda se acentuaría: la poesía contemporánea venía de “allá lejos” pero no de un más allá místico, sino de un más allá geográfico que, fuera en el lejano oriente, África o en las Antillas, era —por su carácter de realidad subrayada— “un más acá”. (A partir del 45 se sumaría a este más allá/acá voces venidas del oriente musulmán, de la cultura judía y de los países centroeuropeos.) Así Césaire forma parte de algo que ya se manifestaba años antes en Saint John Perse (nacido en Guadalupe, también en Las Antillas, en 1887) o en forma paralela en un ensayista como Albert Camus (en Argel, en 1913) que nunca se olvidó de su condición de argelino.

Aunque nadie le negaría a su poesía un lugar muy importante en el siglo veinte francés, no tiene la importancia que tuvieron poetas como Valery o el propio Perse. Si el autor de Anabasis era acogido como uno de ellos entre los miembros del parnaso francés, Césaire resultaba realmente incómodo; era pobre y negro, y además quería ser negro (le reprochó fuertemente a su amigo y maestro Leopold Sedhar Sengor entrar a la Academia de la lengua francesa, y no fue nada más un reproche ideológico). Por eso, por ejemplo, el premio Nobel no era para él. Sin embargo también es cierto que su presencia en lengua castellana es mayor de la que se aprecia a primera vista, no sólo por gestos evidentes como el homenaje que le rinde Francisco Hernández, o la actual traducción de una extensa muestra de su obra que incluye no sólo El cuaderno completo, sino también una buena muestra de su prosa y su teatro, porque cierta tonalidad muy suya se ha asentado en español casi de manera imperceptible.

Rastrear la condición excepcional de su poesía nos lleva trazar itinerarios histórico-geográficos. La migración negra a América fomentada por la esclavitud, que en algunas regiones duró hasta bien entrado el siglo XX, ha dejado en muchos lugares huellas indelebles, y donde más notorio resulta es en el Caribe, porque —además, y de singular importancia— creó un calidoscopio impresionante: diversas religiones y complejos sincretismos, varias lenguas, con dialectos y subdialectos, mezclas raciales múltiples, colonialismos acendrados y violentas luchas de independencia y liberación, etc. Y para la poesía ritmos y acentuaciones nuevos. Cuando Césaire se reclama de la estirpe de Rimbaud no es sólo por la moda del poeta-niño, tal vez sin querer señalaba que con el divino Arthur la poesía había emigrado al África, y si bien la persona física regresó a morir a Francia su alma migró a las Antillas, con algún grupo de esclavos. Las muchas páginas que se han escrito sobre la huida (uso la palabra expresamente) de Rimbaud al África buscan explicarse algo que está no en él sino en la poesía francesa posterior. Y en Césaire encuentra una de sus respuestas.

La luminosa obra escrita del niño-poeta contrasta con la oscuridad de su vida. Porque en ella intuyó lo que estaba pasando. Para los poetas del siglo XX el surrealismo fue una nueva oportunidad de hacerse la pregunta. Por eso fue tan importante para Césaire. En los grandes poemas catedrales de la primera mitad del siglo El cuaderno tiene un lugar muy peculiar, es uno de los que está hecho de palabras y no aspira a volverse mármol, como El cementerio marino o Anabasis. Ni arena y ruinas como muchos de los que vinieron después. Aunque la palabra está desprestigiada hay un aliento humano que hace falta recuperar, una condición personal que funda lo colectivo. A nadie se le oculta que hay en El Cuaderno un contenido político, con una profundidad que en otros casos, se perdió. No es lo humano lo desgastado sino lo político, y eso dificulta su lectura, la sesga; por ejemplo, Césaire pudo, supongo, quedarse en Francia (o regresar después de la guerra) y tener un lugar muy importante dentro de la cultura francesa de la segunda mitad del siglo. Sin embargo, se quedó a vivir en Martinica y tuvo allí un lugar relevante que como daño colateral, lo marginó de la literatura mandarina de lengua francesa. Eso es notorio en la obra posterior a este libro, muy importante pero mucho menos conocida.

Eso es lo que Benjamín Peret señala en el prólogo a El Cuaderno, que no es una obra admirable por haber sido escrita por alguien de un país lejano, pobre, y en la periferia del poder económico y cultural; sin embargo y a la vez, se sobreentiende que es justamente por haber sido escrita allí y sólo poder serlo allí, que cobra una enorme importancia. No me refiero desde luego, a la circunstancia en sí, sino al tono que la recorre. Cuando se señala su condición moderna este calificativo significa otra cosa que cuando se aplica, por ejemplo, a un poeta de Nueva York.

Por qué no pensar que era eso lo que buscaba Rimbaud, la circunstancia y el tono cuando viaja al África. Pero si él renuncia a la escritura, no lo hace Césaire. No se puede dejar de oír lo que en su obra se escucha y no porque se diga gritando, más bien incluso se susurra, sino porque de no oírlo se manifestaría la sordera que aqueja a la poesía en los últimos cien años.

 

 



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