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portada-ojos-ya-desechos.jpg Los ojos ya deshechos
Luis Aguilar
Mantis Editores, Guadalajara, 2007

Por Odette Alonso Yodú

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Una vida que nunca sabemos cuándo empieza y cuándo acaba, que no tiene orden alguno previsible, ha quedado reseñada en una "ligera capa de papel cebolla tatuada en color negro, con símbolos disímbolos, por un vaso de tinta china derramada". Eso nos entrega Luis Aguilar (Monterrey, 1969) en su más reciente poemario Los ojos ya desechos, que ha visto la luz en Guadalajara bajo el sello Mantis Editores, en coedición con la Secretaría de Cultura de Jalisco.

El tono del poemario está marcado por un cuestionamiento constante y absoluto de las estructuras tradicionales, tanto en el contenido, que pone a prueba las normas de los hombres y las de Dios, como en las formas, donde hay un rejuego de márgenes, voces y géneros (literarios y humanos), versos que dibujan figuras tipográficas o quedan sugerentemente incompletos, espacios vacíos o irregulares, paréntesis huecos, uso de signos matemáticos, dedicatorias desgranadas a través de todo el texto, alternancia de verso y prosa poética.

El epígrafe general ya lo anuncia: "Todo el color del mar/ es maravilla del ojo iluso./ El ojo, entonces,/ consiste en ese azul que no lo es/ sino a distancia". Eso postula Eduardo Lizalde y el libro de Aguilar desnuda esas apariencias ilusorias, engañosas; ojos y océanos que nos arrastran, nos guían a ratos y otras veces nos ocultan el camino a través de las tres secciones del cuaderno. No en vano cita en el primer poema: "Me senté a la sobra del llanto y elevé mi apostasía contra todo."

Con lenguaje sensual y sugerente, a ratos encriptado, desde la primera sección, Tinta china sobre papel cebolla, el poeta desglosa una historia —que es una y es múltiple a la vez— usando los nombres de los documentos burocráticos que marcan la vida de cualquier persona. No es extraño que el primer poema sea Acta de defunción, porque a una muerte sobrevive otro existir, un nuevo alumbramiento, como infinita rueda de la fortuna o carta de La Torre del tarot por la que se desbarranca, patas arriba, toda vida. Ahí aparece por vez primera la "mirada abierta y luminosa" del aprendiz de veedor que busca otra "luz como escondite" y, por primera vez, el reconocimiento de una identidad: "Con la palabra mordiendo la garganta, desde el minarete que al ojo fue esa lluvia de crisoles, me escuché gritar: me reconozco."

Así, ofrenda cuerpo y candor a la danza ofídica y enfrenta su creencia en "un solo dios, sin género posible". Un dios que, perverso, travestido e hipócrita, se solaza en la contemplación del placer humano y es la "guía inmaculada" de millones de bocas y de manos que repiten, por los siglos de los siglos, el eterno rito del amor. Pero los principios —ya se sabe— son la marca inicial de los finales. Por eso el Acta de matrimonio, la juntura es el anuncio del mutismo y del helor que se vuelven "presencia circular bajo las hojas, espacio multicolor que emblanquecía a diario", un hogar danzando en caída libre.

Las celebraciones al amor se vuelven podredumbre y renacimiento cada vez. Y con ellas sobrevienen las pérdidas:

También tuve un paraíso.
Una hamaca que afilaba la tarde
contra el viento,
Pero llegó septiembre con el ruido de tus pasos;
de ardor, pasó la noche a centenar de hilachas;
destejido gris el corazón de la tormenta.
La fruta desgranada contra el suelo […]
Todo era cieno cuando volteé otra vez.


Y en el vientre del "piélago dichoso", a la luz de una luna ajena y expectante, estalla el vendaval, "la cascada, la confusión, el precipicio", la madrugada púrpura donde "de toda pasión, una se cae sin darse", en medio de un incendio inexplicable que después resulta bíblico, un accidente del Dios miope que hace pagar a sus criaturas la impaciencia.

Desfilan por estas páginas, "con un rumor alejandrino", Paz, Lizalde, Eliseo Diego, Alejandra Pizarnik, Kavafis, Gelman, Diego Osorno, Luis Eduardo Aute, poetas a los que Aguilar rinde homenaje e invoca. Los llama, dialoga con ellos, los cuestiona y les pide clemencia para no acabar convertido en un "sargazo de mar vuelto alimaña."

El poeta y el hombre de estos versos ansía asentarse a ratos en un "pálpito sereno" más que en esas travesías sin número por el océano del frenesí. A veces, incluso, llega a pensar en el pecado, confundido entre ausencias y dioses tergiversados. Porque, ya lo dijo al principio, casi como presupuesto: "el rumor del canalón era mi andancia, pero en la vida hay cierta otredad en toda cosa y la pasión por el barranco lleva también consigo un amasiato con las sombras de las sombras."

Porque "vivir no es un ensayo, porque no tiene ojos la memoria, sino esquirlas", porque la mucha luz también conduce al desamparo cuando los bienes son sólo esta "memoria hiriente" que es el único testamento posible, el aprendiz de veedor, el muchacho del "corazóncampotraviesa", termina con los ojos ya desechos, escaldada la pupila, cuestionándose "qué queda del amor cuando agonizan las preguntas".


 


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