Defensa de la poesía

Pedro Serrano

laberinto.jpgLas historias literarias están hechas de muchos recovecos, vueltas de tuerca e indisputados lapsos. Si las viéramos en un solo plano, su mapa estaría hecho de escaleras y serpientes, pozos negros y cohetes espaciales en donde lo que parece una carrera refulgente se torna súbitamente en el gran olvido y lo que estuvo durante muchas casillas plagado de obstáculos y zonas pantanosas empieza a emerger sin ninguna dificultad, como si todo hubiera sido dispuesto desde el principio para que así sucediera...

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

laberinto.jpgLas historias literarias están hechas de muchos recovecos, vueltas de tuerca e indisputados lapsos. Si las viéramos en un solo plano, su mapa sería de escaleras y serpientes, pozos negros y cohetes espaciales en donde lo que parece una carrera refulgente se torna súbitamente en el gran olvido y lo que estuvo durante muchas casillas plagado de obstáculos y zonas pantanosas empieza a emerger sin ninguna dificultad, como si todo hubiera sido dispuesto desde el principio para que así sucediera. Leemos a un autor, por ejemplo López Velarde, y damos por hecho que siempre y en todo lugar ha sido, es y será el poeta que reconocemos y los versos en los que nos deleitamos. Pero no siempre fue así. Habrá seguramente gente que siga meneando la cabeza con la mayor incredulidad sin poder llegar a entender qué puede hacer que el autor de esos ojos alucinados de sulfato de cobre nos convenza de que esas palabras alineadas juntas tienen sentido. Incluso podemos ser nosotros mismos, en otra lectura o en otro momento, los que nos sorprendamos de nuestro propio gusto, como cuando releemos un libro y no tenemos humo.jpgla menor idea de qué le vimos a ese verso subrayado. Una de las razones por las que se revisan constantemente los presupuestos de las historias literarias es porque son resultado siempre de acomodos temporales, de certezas momentáneas o de iluminaciones ciegas, si se me permite el entusiasta oxímoron. Morón o no morón, si esto sucede cuando todo duerme ya en sus laureles, cuando los poetas hace mucho que son ceniza incunable y sus libros hay que ir a arrancárselos de los brazos a sus agarrotados anaqueles, hechos ya a tenerlos todos para sí en una celosa eternidad, hay que imaginar lo que son los empujones, codazos, mordidas y patadas por figurar o prefigurar entre los poetas vivos. ¿Por qué hablo de los poetas especialmente, y no de los dramaturgos o de los narradores? Porque a pesar del éxito momentáneo de muchas novelas y del prestigio mediático de los narradores, son pocos las que siguen reverberando después de su fulgurante éxito. Los poemas tienden a extender su vigencia algo más de tiempo. No mucho, si hacemos caso a las mediciones físicas del universo, pero una eternidad, si consideramos las historias de los pueblos y sus mitos y complacencias. Durante ese periodo de gracia unos pocos poetas se configuran en ejemplares formas de la realidad de un país. Pero todas estas identificaciones nacionales son una invención que no tiene mucho que ver con algún particular rechinar de muelas que logró convertirse en destacada adjetivación y que luego, como lectores, volvemos a sentir, inverosímilmente, o sentimos por primera vez, aunque no seamos quien tuvo esa experiencia ni tampoco pertenezcamos a la familia o al conglomerado de quien eso escribió. Cuando Borges dice “Torno en mi boca el verso castellano” todos podemos sentir la brida atascando las muelas de la dicción, y el torno en nuestra boca repite la acción de quien mastica magistralmente y con tanto rencor esas forzadas articulaciones.


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