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portada-rascacielos.jpg Rascacielos
Enrique Winter
Ed. Limón Partido 

Por Guido Arroyo
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En los bordes de este “Rascacielos” conviven personajes cuyas sensibilidades aparecen como material poético a lo largo del libro. Desde Brenda, la mexicana enamoradizaque “cada noche se despide en serio”, hasta el pasturri angurriento del Alexander que intenta quemar la casa de su madre, nos enfrentamos con una obra polifónica que pese a todo, no renuncia al cadáver de la lírica, manteniendo la presencia del yo. No se trata, eso sí, de individuos cosificados sino de “ciudadanos de baja intensidad” que sin apelar a la nostalgia -ese mercado de la memoria-, aparecen re-tratando su pasado y presente bajo un asfixiante techo de cemento.

Un rasgo de oficio que notamos en los poemas de Rascacielos es la agudeza con que se utiliza el conocimiento de un imaginario social, que emerge personificado en varios poemas. Esta “capacidad” amplía las incidencias simbólicas en los poemas, logrando situar los textos en diferentes contextos -lecturas- sociales, sin caer en conflictos elitistas de “cifra”. Desde papeles de Ricolate tirados en la alcoba, hasta la botella del jabón Klenzo que utilizó iconográficamente Gonzalo Díaz en su Historia sentimental de la pintura chilena (1982) cuyo diseño “con espanto reitera todo hacia lo pequeño”, se conforma un sólido entramado que abre diversas lecturas de los poemas, conformando una suerte de narración global que establecería filias con la Antología del Spoon River de Lee Masters, o La vida, instrucciones de uso de Georges Perec. Ahora bien, seguramente algunos lectores cuestionarán a la falta de verosimilitud del ejercicio, el poco conocimiento de campo que podría notarse en los poemas, pero como no se intenta la falsa emotividad de un reportaje televisivo de Megavisión, ni tampoco una obra que se inscriba dentro de las lógicas del realismo socialista -o lo que podría quedar de él-, aquel argumento resulta inválido. A fin de cuentas no importa si el personaje presentado es realmente como yo creo que es, sino qué podemos desprender de su discurso.

El poema titulado El Alexander resulta paradigmático para realizar ese tipo de lectura. En el texto se presentan dos discursos que aluden a un personaje principal ausente, imposibilitado de dar su versión. Primerose citan los cuatro argumentos de la madre que ya no desea al hijo, porque entre otras cosas “Tira en pelotas en el patio”, postura que contrasta con la de una institución gubernamental como el SENAME, y que constata un “fuerte sentimiento de abandono…”. En medio hay alguien que escucha:“Al crespito centro de la discusión le brillan los ojos”.

Más allá de las interpretaciones pre críticas que podría tener ese verso -que identificarían al crespo oyente con el propio autor-, son los evidentes contrastes en los discursos que denuncian la problemática de un sujeto marginado, quien sin poder hablar, se nos presenta como un flagelo para la sociedad que lo acoge por razón o por fuerza. Es más, si pensamos como Jameson que “una cultura es un grupo de estigmas que un grupo tiene ante los ojos de otro (y viceversa)”, vemos que son justamente esos estigmas los que confluyen contrariándose, y generan una disyuntiva social que perturba al lector en tanto que lo invita a mirarla, aunque sea de soslayo -aunque le brillen los ojos- para luego, quitarse la venda y dejar de veral Alexander como la institución gubernamental invita a hacerlo.

Sin embargo, la dislocación de las imágenes que se genera no es, a mí parecer, una estrategia escritural que encubre un discurso político. Pues desde su rascacielos, el poeta afirma que “un muro es un muro aunque le pinten flores”, y ese postulado -que puede ponerse en entredicho-, denota cierta inmovilidad social en los desplazamientos que pueden o podrían tener los personajes que deambulan por el edificio. La intención más bien se centra en perturbar al lector, sobretodo cuando lee decir que un sujeto desclasado afirma: “como éste es facho, brindaría si al fin le confesara:/ todos los resentidos que conozco/ se enamoran/ de la primera cuica que los pesca”. La historia sociopolítica emerge entonces como síntoma, constatando una posición, si se quiere, una tendencia correcta, sin que el autor sienta la necesidad de tomar partido.

En el poema Los bienes han de ser de mi madre, se velan los abusos cotidianos que ocasiona la “gloriosa junta militar” -entiéndase por el primer grupo de miserables militares que cubrieron de impunidad a todo su grupo-; en el notable poema Polaca aparece el trauma de la Segunda Guerra Mundial encarnado en la figura de una abuela, que no desea abrir la reja a los nietos y que deja ladrar a los perros, e impide el paso, como si se tratara de la reproducción irónica de un campo de concentración del que ella escapó.

Otro poema central es El cielo es más pequeño que los rascacielos. El texto es mas bien una composición en el sentido de que reúne todos los versos del libro y genera diversos poemas que funcionan de manera unívoca. Esta reinterpretación se acompaña de la disposición visual, pues los versos están dentro de cajones que simulan un grupo de edificios y que a su vez, hacen ver pequeño al espacio blanco que supone el cielo. Los dichos y las acciones que viven estos personajes, se suceden como si se tratara de luces que prenden y apagan, dejando un claroscuro en el edificio. Lo que predomina en los versos son acciones: un niño cogiendo una moneda de cien pesos, polvo de lacrimógenas cayendo como rocío, una mujer que calienta un plato vacío, cada noche. Fotografías que resultan cruciales, pues como afirma Jacques Rancière, “No es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada”. No sólo oímos el coro de estos personajes, sino que podemos ver su mirada afligida, y además, leer mucha poesía en medio de ello.

Un rascacielos, más allá de ser una edificación paradigmática de la sociedad yanqui, sirve en primera instancia, como “solución habitacional” para generar la dominante homogeneidad entre los sujetos. Es entonces la dureza de ese espacio, la que asfixia a los sujetos, los obliga a ser confinados por el autor, a un espacio limitado; espacio que de hecho en la praxis, existe. Dureza que también podemos rastrear en el plano estético formal de los poemas, pues el montaje del libro no se asemeja a la rigidez del rascacielos. Desde la “auto violenta” imposición que significa escribir poemas en métrica regular (hay un soneto y otros poemas en endecasílabo y octosílabo), pasando por poemas visuales o algunos object trouvé (como la contraportada de un texto budista, cuyo texto auto devela toda una crítica hacia el culto budista donde los iluminados aseguran ser una importante contribución para la humanidad).

Hay algo que desencaja en la estructura de la obra y eso, en parte, se agradece, pues no caemos en un inventario social sino en un entramado que busca multiplicar las vías de lectura, abrir más ventanas en vez de construir muros. El yo lírico, personalista y nostálgico, emerge con potencia en esos intersticios, a ratos con poemas AM no exentos de belleza (como Gema en Montevideo) o con textos como: Este casette toca su vida, Quedarse afuera de mi propia casa justo cuando pensaba construirla o el mismo Polaca. En esos poemas se nota otro temple, una suerte de voz que intenta fundirse entre el coro restante del libro y que resulta identificable en tanto que un catalizador de toda la obra es la experiencia del viaje; el poeta como observador compulsivo, se aleja de su espacio e intenta entrar en el de otros, para encerrarse en su propiedad privada. 

Por último, como creo que este comentario de Rascacielos lo leerán únicamente “poetas jóvenes”, cierro con un consejo de un ex ladrón de autos que bien podría ser un Aleander. “Que los poetas maten, por única vez disparen las letras, que no sean las víctimas que velan a un niño que no murió”, como nos dice el gran pelado Cordera de La Bersuit.


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