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portada-varias-especies.jpg Varias especies de animales extraños cubiertos de piel jugando en una cueva con un pico mientras Richard Dadd observa desde un calabozo de Bthlem
Jeremías Marquines
IECT 

Por Fernando Nieto Cadena
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A partir de la boutade pelliceriana de que el meridiano de la poesía pasa por Tabasco, el fervor localista se empecina en repetir el viejo chiste de que aquí todos son poetas mientras no demuestren lo contrario. Jeremías Marquines no tuvo necesidad de demostrar que es poeta porque, verdad del docto doctor Perogrullo, los poetas lo son sin cartas de recomendación ni actas notariales de poetólogos en flor. Su libro Varias especies de animales extraños cubiertos de piel jugando en una cueva con un pico mientras Richard Dadd observa desde un calabozo de Bethlem, publicado por el Instituto Estatal de Cultura de Tabasco el año pasado, reconfirma lo dicho y lo ya publicado.

La lectura de los poemas de Jeremías Marquines no es fácil porque su discurso no es complaciente ni le evita al posible lector de sus textos la tarea de interpretar lo que de manera sesgada o subyacente, su fraseo sugiere. No son textos para lectores perezosamente oligofrénicos que todavía creen que el acto de leer es el rumiar vacuno de los adocenados por el oropel de la falsa sencillez. Lo fácil no es sinónimo de eficiencia y eficacia comunicativas de una propuesta estética mediante una experimentación lúdica del lenguaje.

El título mismo propone, a pesar de su pinkfloyderiana resonancia, que se quedará tan sólo en eso, en un guiño que se aprovecha de un aparente retorno hacia el pasado. El texto nos sitúa en los planos de las evocaciones amatorias para exaltar el siempre deseable y amable (por amoroso) cuerpo de mujer.

“Me gusta la quietud de tus senos hechos/de endecasílabos donde nada suena” confiesa el poeta, empeñado en disipar los nubarrones de la duda que un pájaro metiche, al poner su cabeza en un clavicordio, le hace preguntar si ha dejado de quererla. Dicho así, suena paródico ese lugar común del “si he dejado de quererte”, parodización que rescata de lo trivial la frase hecha para los momentos cruciales del descarrilamiento amatorio y que aquí, en el poema VI sirve para proclamar que “en tu sexo/un búho pequeño se desangra”, afirmación que en apariencia desmiente lo dicho al final del poema IV: “lejos de tu sexo, destinado a detener la muerte/no se puede vivir”.

En el título del libro se menciona al pintor e ilustrador británico Richard Dadd, nacido en Chatham, 1817, y muerto en Londres, 1886, en el hospital Bethlem, donde fue recluido tras perpetrar parricidio (1843). Lo del parricidio me lleva a los fragmentos en que la voz poética ¿prestada en el texto a Richard Dadd? manifiesta su contradictoria fijación con la imago paterna en cuanto fantasma como espectro, y a la vez, como  sugiere la noción psicoanalítica, esquema imaginario, adquirido a través del cual el sujeto se enfrenta al otro mediante sentimientos, conductas e imágenes.  Todo esto lo infiero a partir de estos versos de la página 51: “como la cabeza de mi padre /se parece al coño de Titania, /los sueños emprenden sus hostilidades /cuando empiezo a recordar mi infancia / Pienso que pude ser un niño hambriento”.

Al margen de interpretaciones con abrelatas hermenéuticos, uno puede y debe acercarse a este libro –uno de los más carismáticos de la obra total, hasta ahora, de Jeremías. Si de rupturas se trata, hay en su poética una situación (a la manera sartreana) de asumir el exuberante barroquismo tropical más allá del telurismo que se resiste a bajar de la ceiba y del cayuco. Razón demás y de menos para leerlo.



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