Jaime Sabines y la conciencia de dios 

Óscar Wong

sabines-2.jpgSímbolo de vigorosa contundencia y expresividad, la poesía de Jaime Sabines ha logrado momentos brillantes de conmoción intensa a través de una técnica que concilia la univocidad del canto, con un ritmo plenamente musical, altamente significativo, pero que concilia el verso directo con la diversidad de planos simultáneos de significados, hasta conseguir la multivocidad fundamental. El universo lírico de este autor se apoya en un discurso enérgico, categórico, donde cada vocablo germina con naturalidad. Intensidad, duración, altura y timbre son instancias valorativas que deben considerarse en su estructuración lingüística. Es decir, las particularidades de su poética sostienen, y representan, una serie de relaciones de objetos sensibles, diarios, próximos a la cotidianidad, sin soslayar la precisa cadencia rítmica, de ahí su sello personalísimo.

El amor, por ejemplo, está referido por la serie de enunciados táctiles que revelan, y develan, la condición de la mujer como figura arquetípica. Sus imágenes, de índole conceptual, con valor de enunciado, sin tantos artificios retóricos, fluyen con naturalidad. En el autor estudiado, la imagen enunciativa se opone en apariencia a las relaciones analógicas, a la metonimia, propiamente dicha, que aquí se conduce como una imagen intuitiva, reveladora de la emoción espontánea, veraz, con que brotan los versos. Al invocar a la existencia y exaltarla, le otorga rasgos de búsqueda emotiva, espiritual.

Si los tropos literarios representan algo en la mente a través del lenguaje, en Sabines esto se da de manera clara; de ahí su habilidad para manifestar la emoción a través de enunciados, versos declarativos, inmediatos, que se sostienen gracias a la intensidad, al ritmo y a la acentuación silábica. A esto denomino imagen enunciativa, en virtud queda a conocer las cualidades de la excitación emotiva, sin llegar a las abstracciones que significan, y califican, a la metáfora. Temáticamente hablando, en Sabines se presenta una evolución singular: va del amor, de la carnalidad erótica, hasta llegar a la muerte de los padres. La degradación de la carne es parte de esta desolación que a veces impregna a sus versos. Vida y muerte se significan como la base de un triángulo existencial, donde el vector direccional está significado por el dolor y el sufrimiento. El vértice está representado por la divinidad, en tanto que el centro, el eje de esta propuesta, es la mujer, la Musa mítica, generadora del amor mismo, de la existencia.

De hecho, la poesía de Jaime Sabines revela categorías universales, donde existir no es más que la conciencia de lo que acontece en el Universo. Hay, ciertamente, un valor insoslayable: el miedo de no ser. La propuesta lírica de Sabines es manejada, intelectualmente, por grandes pensadores: según Freud, a pesar de los dos mil años de educación elevada en las ideas, el hombre continúa pensando en el cuerpo, en su cuerpo. El hombre es, incuestionablemente, un animal mortal, pero con una conciencia sensitiva: la conciencia de la muerte.

Obviamente la sensibilidad del poeta lo lleva a inferir que la existencia es un todo que conduce a la desaparición física. Y es que lo que Sabines marca profundamente con su obra, lo expresa Ernest Becker en El eclipse de la muerte: “... el hombre es un gusano y sirve de alimento a los gusanos”. También es, paradojalmente, un corazón que palpita, aunque puede elevarse a las estrellas. Lo extraño y repugnante es que tiene conciencia de su espléndida singularidad y de su desaparición física. “Este es un problema terrorífico para sufrirlo y para vivir con él”1. Lo que el psicoanálisis plantea, Sabines lo resuelve con una estrofa contundente, reveladora: “¿Para esto vivir? ¿para sentir prestados/ los brazos y las piernas y la cara,/ arrendados al hoyo, entretenidos/ los jugos en la cáscara?/ ¿para exprimir los ojos noche a noche/ en el temblor oscuro de la cama,/ remolino de quietas transparencias,/ descendimiento de la náusea?”

Lo que filósofos y psicoanalistas han reflexionado en largas horas de vigilia, el poeta lo expresa con trágica claridad y expresión contundente. El transcurrir del tiempo acontece con una voracidad inexorable. Pero no hay que desesperar. Si todo es incierto, lo importante es vivir: “Nadie te devolverá los años ni nadie te restituirá a ti mismo. El tiempo seguirá la marcha empezada, sin desviar ni detener su carrera, sin alborotar ni recordar su velocidad, sino deslizándose quedamente", ha sentenciado Séneca. La inseguridad del hombre ante la vida, los elementos cósmicos, metafísicos, que subyacen en la memoria genética, lo llevan a buscar, consciente, líricamente, un aspecto primordial. Las reminiscencias fetales, el germen oscuro de la preexistencia, lo inducen a enfrentar la deificación. Las alusiones bíblicas, que tienen que ver con la creación y con la muerte, afloran en sus poemas. El Misterio de la existencia se hace presente. Y ello angustia al ser humano, al hombre sensible que es el poeta Sabines. Los accidentes del tiempo atenazan al individuo. Como personal edificación de la realidad circundante, y no como recurso retórico, Sabines enhebra el término Dios como si fuese un hallazgo de esos tan propios de su energía verbal, de su potencialidad expresiva. Pero aquí, también el miedo metafísico representa una realidad, una emoción permanente, un azoramiento emotivo capaz de sublimar sus sentimientos.

En este orden de ideas, la experiencia religiosa es básica en el poeta chiapaneco. Pasajes bíblicos, recurrencias a los aspectos sagrados y morales, fluyen y confluyen en sus versos. El sufrimiento simboliza el vacío existencial: sin amor, sin sexo, el hombre padece. Desde luego que el símbolo "Dios" tiene un doble aspecto, una dual raigambre: representa la vertiente metafísica (creador intencional del Universo), aunque también el núcleo ético asume su condición vital (la intención de la divinidad con respecto al hombre). Como imagen recurrente, como apoyo simplemente retórico, la divinidad en Sabines también exterioriza la emoción ante lo inescrutable. Y es que, como indica Feuerbach: "La conciencia de Dios es la conciencia que tiene el hombre de sí mismo, el conocimiento de Dios es el conocimiento que tiene el hombre de si mismo". Y para evitar dudas, el filósofo alemán apunta la esencia antropológica y filosófica de este asunto, tan caro para Sabines: "Lo que para el hombre es Dios, es su espíritu y su alma; y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su Dios, y Dios es el interior revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos, la proclamación pública de sus secretos de amor” (Feuerbach).

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En ocasiones esta teología es negativa por cuanto alude a la muerte de Dios, abordada ya por algunos poetas del grupo Contemporáneos, y que en el poeta de Chiapas adquiere una expresión más intensa, como en su poema cumbre Algo sobre la muerte del mayor Sabines, donde el padre, erigido en héroe moral, también constituye otro Dios, en otro héroe divinizado, pero oculto en la tierra, donde remonta su "raíz oscura y desolada". Perennemente vivo, el mayor Sabines lucha en el poema por continuar en la memoria y erigirse en "larva de Dios, semilla de esperanza", que representa la resurrección.

Lamentablemente la realidad demuestra que el poeta, como un moderno Gilgamesh, fracasa en su intento de rescatar a Enkidú (el padre amigo) de las aguas de la muerte. Al respecto conviene resaltar lo que sostiene Ernest Becker:

"El héroe era el hombre que podía ir al mundo de los espíritus, al mundo de los muertos, y regresar vivo. Tenía sus descendientes en los cultos secretos del Mediterráneo oriental, que eran cultos de muerte y resurrección. El héroe divino de estos cultos era el que regresaba del mundo de los muertos. Y como sabemos hoy día por la investigación de los mitos y los rituales antiguos, el mismo cristianismo fue un competidor de los cultos secretos y triunfó (entre otras razones) porque también presentó a un curandero con poderes sobrenaturales que había resucitado entre los muertos. El gran triunfo de la Pascua es el grito de júbilo: ¡Cristo ha resucitado!", un eco de la misma alegría que los devotos de los cultos secretos sentían en sus ceremonias por la victoria sobre la muerte" (El eclipse de la muerte, fce, 1977).

Después de todo "la muerte es un signo de la falta de libertad, de la derrota", como indica Marcuse. La muerte es un hecho brutal, insalvable. "El individuo” -el hombre sensible que es Sabines- “llega a la traumática comprensión de que la gratificación total y sin dolor de sus necesidades es imposible" (Cohen: La palabra inconclusa, Taurus, 1994). Por eso el dolor de Sabines, exteriorizado en su poema cumbre, no acepta que sea calificado como un discurso estético, una propuesta artística: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”, reclama con justa razón.

La enfermedad, el cáncer mismo, se erige como un ente arquetípico, como la representación del Demonio, del Mal. La Divinidad es Sabines significa conmoción, estremecimiento, antes que asombro. Ante lo sublime, el terror. Pero además, comunión, alquímicos fragmentos de la sustancia humana descargándose en el verso. Aquí radica la precisa sacralidad de su poética, la perennidad del poema a pesar de su expresividad directa. Por ello canta con palabras colmadas de emoción. Lo sacro de la palabra, puede aludir a la experiencia humana o referirse a la naturaleza. Y es que al igual que Sabines, los poetas presentan la misma actitud ante el Misterio de la Vida, ante el dolor, el gozo, la maravilla, la zozobra: el milagro del mundo.

La presencia de lo sagrado se encuentra presente en todo poeta (ibid). Desde el abismo sensitivo, la poesía profetiza, conjura la soledad. Tal el privilegio de la Palabra poética, como se advierte en el poeta que se estudia. Dios simboliza un ente, una presencia que crece ante el sentimiento de angustia. Esto exige un contrapeso emotivo y eficaz. El temor ante los acontecimientos del mundo exterior y el pavor metafísico se enfrentan. El Misterio de la existencia obliga al ser humano -y al poeta Sabines, desde luego- a considerar la profundidad de la vida, a evaluarla y a sublimarla; por eso pretende enriquecerla con el arte, el amor y, a veces, con la religión. La muerte, el riesgo real de la desaparición física, ofrece la orientación al sentido de la vida. Acaso por lo mismo subyace en la obra del poeta de Chiapas: la conciencia de Dios.

"No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital, lo que nos lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es ante todo y sobre todo, he de repetirlo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y es querer salvar la finalidad humana del Universo", dice Unamuno y dice bien. Las tres vertientes del triángulo persisten, obviamente, en este universo lírico: la vida, la muerte, Dios. Y el centro lo constituye la Mujer, el amor mismo que lo desborda todo y perpetúa, con furia, la condición humana: "Cuando comprendemos que el hombre es el único animal que debe crear significados, que debe abrir una brecha en la naturaleza neutral, entonces entendemos la esencia del amor", externa Becker.

En Sabines el amor se representa por la Mujer, erigida en la Domina, la Dueña -Musa y Creadora; como precisa la tradición lírica, trovadoresca-. Manifiesta el instinto vital, la dimensión que ofrece la libertad personal, individual, de los amantes; un eslabón existencial que conecta paradojalmente con el destino animal: la desaparición física. Pasión y muerte se vinculan de manera perentoria. Sabines lo externa espléndidamente, de forma luminosa y aterradora:

Después de todo -pero después de todo-
sólo se trata de acostarse juntos,
se trata de la carne,
de los cuerpos desnudos,lámpara de la muerte en el mundo.

Lo que el poeta canta y revela con su fuerza lírica, es analizado por el psicoanálisis: “El sexo pertenece al cuerpo, y éste pertenece a la muerte. Como nos recuerda Rank, éste es el significado de la narración bíblica del fin del paraíso, cuando el descubrimiento del sexo introdujo la muerte en el mundo. En la mitología griega también son inseparables Eros y Tánatos; la muerte es el hermano gemelo del sexo”, precisa Becker. Sabines lo redondea, con acuciosa brillantez:

No hay más. Sólo mujer para alegrarnos,
sólo ojos de mujer para reconfortarnos,
sólo cuerpos desnudos,
territorios en que no se cansa el hombre.

Si el sexo es la realización de su papel como animal -y esto Sabines lo sabe -, también le recuerda que no es sino un eslabón de la cadena de la existencia, que puede cambiarse por cualquier otro y que es complemento reemplazable. El sexo representa, pues, la conciencia de la especie y como tal, la derrota de la individualidad, de la personalidad; pero es justamente ésta la que el hombre desea desarrollar.

La idea de sí mismo como un héroe cósmico especial, con dones especiales para el universo es evidente. No desea ser un mero animal que fornica, como cualquier otro; este destino no es verdaderamente humano, ni una contribución distintiva al mundo de la vida:

Desde el principio mismo, pues, el acto sexual representa una negación doble: de la muerte física y de los dones personales distintivos. Este punto es crucial, pues explica por qué los tabúes sexuales han sido el núcleo de la sociedad humana desde el principio de su existencia. Afirma el triunfo de la personalidad humana sobre la uniformidad animal. Con los complejos códigos para la negación de lo sexual, el hombre fue capaz de imponer el mapa cultural de la inmortalidad personal sobre el cuerpo animal. El hombre inventó el tabú sexual porque necesitaba vencer al cuerpo, y sacrificó los goces de éste al más elevado de todos los placeres: la perpetuación como ser espiritual durante toda la eternidad (Becker).

La figura femenina, como Dios, es fuente de creación, y vence la conciencia de la individualidad, el temor angustiante de la descomposición, el conocimiento de la muerte. La mujer en Sabines es revelación creadora. Y asume diversas connotaciones: desafiante, luminosa, hostil, dulce o destructora, pero siempre representa un poder, una energía, una vigorosa motivación para el poeta. Sabines, con esa sabiduría propia de la sensibilidad, lo sabe y lo ofrece al mundo en un cántico tierno, amoroso, devastadoramente real:

Quiero esa arpa honda que en tu vientre
arrulla niños salvajes.
Quiero esa tensa humedad que te palpita,
esa humedad de agua que te arde.
Mujer, músculo suave.
La piel de un beso entre tus senos
de oscurecido oleaje
me navega en la boca
y mide sangre.

Corazón de la vida, de la muerte, de la existencia ulterior, la mujer representa el centro del cosmos: deidad que musita o aterroriza al cantor. La que excita e incita a obedecer. En este contexto se explica la función del poeta, la mujer y su relación con el Universo, con Dios. El bardo chiapaneco enhebra con vigor y expresividad la condición humana y responde, con su obra, a la eterna interrogante: ¿por qué estamos en el mundo? De esta manera, la poesía de Sabines revela con sabiduría, categorías profundas de la existencia.


1 FCE, Colec. Popular, No. 13, Méx., 1977, pp. 53-54. los aspectos científicos, filosóficos y hasta religiosos son evaluados por Becker con enorme lucidez


 
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