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portada-inmersiones.jpg Inmersiones
Alicia García Bergua, Dirección de Literatura - UNAM, México, 2008

Por Víctor Cabrera
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Todo lector aspira a su propio canon. No me refiero a la lista obligatoria de nombres y obras que-hay-que-le-er porque el tiempo, la tradición, lo política y culturalmente correcto, el prestigio acumulado como el polvo de los siglos, Borges o el profesor Bloom nos imponen. Mucho menos al top ten (o twenty o hundred) de best sellers en que convive acaso un par de obras maestras —el grano que maduró un tallo firme e inesperadamente popular, exitoso por robusto— con la cáscara —la cháchara— de una semilla huera de por sí. De lo que hablo es de ese catálogo íntimo, entrañable, que, pacientemente pero no sin constancia, va formando cada uno de nosotros para asombro y regocijo propios. Del vademécum heterogéneo de afinidades y gustos literarios regido lo mismo por la devoción a éste o aquel autor o a una obra específica que por la curiosidad, el azar, la nostalgia o el mero capricho. Volúmenes y páginas, párrafos, líneas, versos: palabras, palabras, palabras que nos definen y nos simbolizan y que, sin saberlo ellas y acaso uno tampoco, conocen y revelan de nosotros más de lo que torpemente enmascaramos.

Escritores secretos y evidentes. Nombres. Propuestas disímiles, distintas, diametralmente opuestas. Autores-faro. Libros-emblema de nosotros mismos.

¿Qué hay —me pregunté al revisar nuevamente este libro de Alicia García Bergua— ya no de común sino de cercano entre la hermética densidad simbólica de la selva de Incurable, de David Huerta, y el jardín transparente en que reposan los poemas de Fabio Morábito?  ¿Cuál es la distancia que media entre The Waste Land y El mono gramático? ¿Cuál la línea que une un libro de Eduardo Hurtado con otro de Tomás Segovia? En los tres casos —y obviando la entrañable amistad que la une con los poetas por ella escogidos— la respuesta pasa necesariamente por la mirada conjetural de la autora, en la que empatan aquellas poéticas no necesariamente opuestas sino complementarias.

Es precisamente en las profundidades de esos emblemas que la signan a donde Alicia nos invita a sumergirnos para acompañarla en una excursión de la que, antes que guía incuestionable, se asume como una viajera más a la que ella misma, en ese desdoblamiento que hace posible el ensayo, se irá aclarando el camino a medida que avance junto a nosotros. Es esa, nos dice empuñando la lámpara sorda de su intuición, “mi manera de aclararme las ideas mientras sigo un camino y lograr que el lector también lo recorra”.  

Practicante de un peripatetismo singular, pues se finca en las alturas, su método, esbozado en el texto más intimista del volumen —“El paisaje y la ignorancia”— es el de andarse por las ramas: Condenada durante mucho tiempo a mirar ventanas sin verdura, la mudanza a un departamento desde cuyo ventanal aprecia en toda su majestuosidad las copas de los fresnos le permitirá “suponer que estaba inmersa en el follaje de los árboles” y, a partir de esa contemplación, por analogía con el paisaje arbóreo, entrar—como diría san Juan de la Cruz— “más adentro en espesuras” para aventurarse “más allá de lo que suponemos que somos” e, igual que lo hace con el follaje de aquellos árboles, mirar el envés de las cosas.

Escritos en una prosa sencilla e intuitiva, los nueve textos que conforman este volumen, antes que pontificar y ofrecernos “certezas” enfadosas por improbables, se aventuran, exploran, se arriesgan, es decir, ensayan. Lo sabe bien Alicia, en eso hay también una ganancia, pues todo riesgo, e incluso el yerro, es, en realidad, la posibilidad de tomar una nueva vía. Así, como la poeta filósofa que es también, lejos de aseverar e imponer sus afirmaciones como verdades irrefutables, Alicia nos permite  —diría que incluso incita— a discutir, disentir y refutarlas para llegar, por esos otros senderos que ella misma nos ha marcado y que tal vez, de tan claros y evidentes, habíamos soslayado. 


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