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Aberraciones: el ocio de las formas
Silvia Eugenia Castillero,
Dirección de Literatura-UNAM, México, 2008

Por Ignacio Padilla
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Nadie mejor que una poeta para intuir cuánto queda al ensayo literario por desandar el camino que hoy lo separa de su grandeza primigenia.  Por otra parte, nunca como ahora ha hecho tanta falta reconocer que el ensayo literario fue en su origen un monumento al pensamiento subjetivo, a la pasión del Yo que mesa y siente en las propias manos el peso de las cosas.

Con Aberraciones: El ocio de las formas Silvia Eugenia Castillero se suma a la hueste –por desgracia, más importante que nutrida- de poetas mexicanos que en tiempos recientes han puesto el dedo en esa llaga abierta del género ensayístico. Mal instruidos por el reflujo del positivismo y por los espejismos monstruosos de la supuesta objetividad analítica, hace tiempo renunciamos a reconocer que el punto de partida de cualquier experiencia estética es la pasión del artista por el tema que le ocupa. Libresco o no, espiritual o mundano, el asunto del ensayismo original en manos de sus paladines y fundadores fue, antes que otra cosa, el interés personalísimo del creador que se decide al fin a articular esa pasión, el prurito por el que un alquimista de las ideas resuelve dar forma y transmitir, contagiar o inclusive engrandecer en el espíritu de los otros la marejada de emociones que lo han asediado al aproximarse a una simple anécdota, a un libro más extraño que prominente, a un objeto de lo cotidiano o a uno de los seres vivientes con los que comparte su ser en el mundo.

En este caso Castillero ha elegido la poderosa ambigüedad de la simbólica animal para levantar el edificio de su pequeño libro inmenso. Bien lo dijo alguna vez el Fisiólogo Griego aludiendo a un enigmático pasaje evangélico: si el discípulo más amado pudo comparar al Salvador con la más vil de las bestias, todo animal puede ser benévolo o maligno. Condenados a concebir a los animales sólo en términos de su relación con lo humano, acudimos a la bestia para explicarnos o intentar explicarnos nuestro paso por el mundo. De allí los bestiarios. De allí nuestra profunda incapacidad para amistarnos con el mundo animal, de ahí la devastadora carga estética del monstruo exterior que tanto nos dice sobre nuestro monstruo interior. Esa carga es la que anima este libro.

Como no podía ser menos en una profunda conocedora de nuestra tradición literaria, Castillero inscribe su obra en la nómina, tan latinoamericana y tan universal, de los bestiarios. Si bien se trata de una excentricidad en este y muchos otros órdenes, el libro no deja de rezumar un profundo espíritu clásico, casi aristotélico. El parco zoológico de Castillero es desde luego un zoológico de monstruos irremediablemente humanos, monstruos reales o quiméricos, todos ellos asumidos, amados y descifrados desde su vocación etimológica: la vocación de mostrar, que es también la de mostrarnos. Tras la doble inversión que implica la máscara de la simbólica animal, la reflexión de Castillero es –nunca mejor dicho- fieramente humana. La sirena, el caballo o la mantis religiosa nunca son vistos –no pueden ser vistos- más que en términos humanos. Por eso mismo este bestiario, como cualquier bestiario, sólo puede ser un carnaval de horrores, horrores sin embargo entrañables, estimulantes y aun discretamente didascálicos. Lo que importa en este desfile, después de todo, es la forma: la forma con que la palabra –y la razón exhibida merced a la palabra- pueden embellecer a la sirena más ominosa o al insecto que de otra forma sólo podría ser escalofriante o la semejanza de nuestros rostros y nuestros temperamentos con la de ciertos animales, no por fuerza los más nobles, no necesariamente los más bellos. Con esta obra, Silvia Eugenia Castillero demuestra que la belleza de lo monstruoso es, a fin de cuentas, la única de la cuál aún no nos han alejado Dios, el tiempo o el endiosamiento de la razón pura. 




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