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portada-tokonoma.jpg & mi voz tokonoma
Efraín Velasco Sosa,
Fondo Editorial Tierra Adentro, Conaculta,
México, 2008

Por Adán Echeverría
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Imbuirse en la tradición literaria sin dejar de lado el homenaje, la influencia, el sentir, y con todo y a pesar de, crear el espacio propio para la hoja blanca, puede ser una primera lectura de & mi voz tokonoma. Descubrirse en el caer de la voz, en las palabras que surgen del intelecto por una causa: haber sido tocado por el poema, por la luz, por la poesía toda: ese vacío. ¿Quién bajo los libros de una biblioteca como la de Alejandría no se sentirá pequeño? Somos ese vacío en busca de la palabra, de la idea que pueda sernos complemento.

Las lecturas han sido ese cable que se tensa para encontrar el sonido adecuado que nos permita ser el espejo de otros: Villaurrutia, Lezama Lima, Cortázar, quizá Wallace Stevens, por ahí algún dejo de Sabines y hasta de Ernesto Lumbreras, con quienes se van visitando también las coplas infantiles o los trabalenguas: “cu cú, cantaba la rana, cú, cú, debajo de…”; esos tristes tigres del trigal o la muñeca fea en el rincón, temerosa de ser vista; todo lo que va formando nuestra tradición, vive y anida a flor de página en este poemario. Es el sentir desbordado que apunta a una visión amplia. Es el alimento, el combustible que despierta la flama: “Anda carniza, que brille algo de tu fósforo”, dice Velasco.

& mi voz tokonoma en apariencia no es un libro fácil, es un calidoscopio, un poliedro de significaciones que de inicio apunta a una relectura. Es sentarse, principalmente, frente al ritmo que el autor ha pautado en su lectura, pero más allá de la sonoridad, tiene en su cadencia de ideas, signos, significantes; ese complemento que lo lleva a ser un abanico de posibilidades, a estallarnos en el rostro como una caja de sorpresa y deleitarnos: “Algunos han muerto, algunos cables dan a tierra”.

En el libro, tenemos que ir despacio y atravesar en silencio el vértigo y la velocidad en que se vierte su primera parte: Cae mi voz. Luego reconocemos en el subtítulo, el complemento “Y en sus briznas anida el ave Roc.” Partimos de la idea lúdica del autor: entretenerse con él y deconstruir las corazonadas que nos pican en la mano diciendo ‘Hey, esto lo he leído ya’. Déja vu que va reconociendo en los versos del presente, la tradición, para conjugar con el autor, descubrir y cubrir con la mirada, ese orden impuesto a una fundación total. Porque miramos a la voz caer hacia la contemplación del bosque y avanzar hacia el poema que dura y quema al mismo tiempo.

El poemario se ciñe sobre unos versos de Villaurrutia y está dividido en tres partes: Cae mi voz, Y mi bosque, y Duraquema, en alusión al Nocturno en que nada se oye: “cae mi voz / y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura”. Con ello apunta hacia la soledad y la nostalgia, hacia mirarnos el rostro en el espejo.

Efraín Velasco Sosa nos dice: “El libro lo escribí pensando en esa lectura íntima”, y es ahí, en el deleite de reinterpretar los signos en la hoja blanca, donde podemos ser cómplices con él en esta su búsqueda, en estas sus intenciones en que habremos de reconocernos.

Como la poesía es ese ardor que dura y que va quemándonos, el autor cierra con un apartado intenso y degustable: Duraquema. Tercera parte en que Efraín, sin dejar atrás la ruptura de la forma, termina por ahogarse en el propio incendio del poema: “Uno está solo y mentira, para taladro como ese / apenas creer en la superficie bajo los pies.” Así logra con imágenes como ésta: “El hoyo que eres / no lo eres en femenino”, trazar la ruta hacia el erotismo.

La tradición infantil es otro lado desde donde se puede mirar de nuevo el poemario. Esta perspectiva descuella las ideas que hacen de la Caperucita un devenir erótico: “Durante algunos meses fuiste la más querida viviendo entre lobos.” Puede uno detenerse a mirar, voyerista al fin, la silla que deambula malintencionada por el cuarto, con dos ejemplares fornicando, ¿quién no miraría?

El ave Roc de que nos habla Cortázar, que empolla sobre el miedo, hace que el autor se involucre con esos pequeños misterios de las rondas, rimas y trabalenguas infantiles que siempre tienen algo de temor en las palabras; temor ignorado al calor del ritmo que se le imprime a las cancioncillas. ¿Por qué están tristes los tigres del trigal? ¡Cómo no estarlo, si los alimentan con trigo! “Pasó un caballero, vestido de negro”; ¿qué niño no se ha preguntado en secreto por esa vieja del otro día, día, día, día… o por ese bosque con su lobo feroz, la abuela enferma, el atajo? Efraín nos lleva hacia la tradición infantil desde nuestro adulto actual, para arrancarnos la sonrisa y ser cómplices: “A cuántos llevaste al fondo de la espesura, a cuántos dejaste ahí, erectos y perdidos en el amor más vil, a cuántos lobos engatusaste con el vértigo que baila en tu canasta.”

Cae la voz si nadie la escucha, cae hacia la flama del poema, hacia la luz de la hoja blanca y ceniza ya, como punta de carbón que dibuja sus formas en el papel. Háganse los signos, signifiquen, que el poeta ha madurado las ideas y éstas caen como frutos a la canasta del libro. Y con ese cúmulo de incendios en el vientre, Efraín Velasco va por el atajo hacia los lectores, ofreciendo racimos de fuego, incendiando gargantas, ojos, sentidos: “Pues bien, hoy vengo por ti, ya es la hora, recoge tus migajas.”
 


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