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portada-cuaderno.jpg Cuaderno de Laura Javier Contreras, DCO, México, 2008

Por Carlos Guevara Meza
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Dicen de algunas personas que están enamoradas del amor; de Javier Contreras hay que decir que ama el enamoramiento: la zozobra, el nerviosismo, las manos que sudan, el estómago que se agita, el corazón que salta en el pecho cuando descubrimos en el horizonte a esa persona que se aproxima casualmente a nuestro encuentro (casual para ella, porque uno ha estado sus buenas cuatro horas esperando); a esa persona que hemos visto antes, que hemos conocido antes, de lejos o de cerca y quien, sin saberlo, con sus gestos, con una frase o sólo una palabra, su risa o su sonrisa; por su forma de caminar o con la simple figura de su cuerpo pronunció el sortilegio irremediable que nos mantiene prisioneros de sus ojos, cosidos al vaivén de su mirada. Esa persona es la hechicera, literalmente, la Encantadora.

El hechizo nos transmuta, nos vuelve oveja o perro manso, pura afectividad, pura hambre de caricias, de besos, de noches largas y humedades; hambre tal que agradece los mendrugos: un roce de las manos, un beso en la mejilla, el encuentro casual pero planeado, el simple pronunciar nuestro nombre (señal inequívoca y esperanzadora de que no le somos indiferentes, insignificantes, que no somos pasto del olvido). Como cuando dice Javier Contreras: “Uno se cuece en los humores del sí mismo cuando recibe la celestial bofetada de un loco amor que nos deja transidos e indefensos. / Y, entonces, uno se enamora a borbotones, a seis manos, a nueve ojos, insensata e impúdicamente, con las veinte uñas y el prepucio, la voz afeitada y el mejor sudor oliente, con los recuerdos más acunados de la infancia y con una partitura de ronquidos. / Uno es sabio y desquiciado al mismo tiempo, entonces. Y se enamora con el globo ocular y con el alma, con la mirada desnuda  oveja que a sí misma se trasquila  y con el alma, con el ramaje de la sangre y con el alma (…) (Una muchacha danza su singularidad como una carabela y yo me quedo atónito).”

La lógica simplemente se desvanece como si nunca hubiera existido en el mundo, no hay contradicción alguna en ser “sabio y desquiciado al mismo tiempo”: optimista y pesimista, esperanzado y desesperado, cauto e incauto, apasionado y apacible, dejan de ser estados distintos e inconciliables. De ahí, tal vez, la ambigüedad espacial de los poemas: al tiempo cárcel y río, ciudad nocturna, brumosa y porteña, ciudad luminosa y encerrada o bien, urbe y pastizal.  Tampoco extraña que Ella, la Encantadora, Laura, sea al tiempo hada y Circe; y uno sea oveja y perro pastor de sí mismo: “Aúllo. Aúllo. / Perro mestizo / y solitario, / minándose / la espina / esperanzada / en el muro / del hambre / y el ridículo. Aúllo. / Aúllo. Aúllo. / Lúcidamente / desolado y dulce.”

Javier llama a sus poemas Canciones e incluye un Tango maravilloso por su entrelazar de imágenes bonaerenses, cortazarianas: “No me engañas. Lo agradezco. No me engaño. Contra el cordaje límpido de la razón, este mi atento amor comprometido es un naufragio (boxeo de sombras en el puerto más remoto de la noche). No me engañas. No me engaño. Lloro en silencio el tango prístino de un varón triste: ardiente bogador sin sueños, desvelado.” Todo el poemario tiene ese aire: no llega al pesimismo radical de Enrique Santos Discépolo que dice: “Cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás, buscando un pecho fraterno para morir abrazao... Cuando te dejen tirao después de cinchar, lo mismo que a mí... Cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar... ¡Te acordarás de este otario que un día, cansado, se puso a ladrar!” Pero sí tiene esa fuerza del optimismo insumiso de Le Pera que cantaba Carlitos, el Mago, insumiso porque no depende de la creencia ingenua de que el mundo cambiará por sí solo, sino de la certidumbre de la propia voluntad de persistencia: “¡Por una cabeza todas las locuras...! Su boca que besa borra la tristeza, calma la amargura... ¡Por una cabeza, si ella me olvida, qué importa perderme mil veces la vida, para qué vivir...! ¡Cuántos desengaños por una cabeza...! Yo juré mil veces, no vuelvo a insistir; pero si un mirar me hiere al pasar, sus labios de fuego otra vez quiero besar, ¡Basta de carreras! ¡Se acabó la timba! ¡Un final reñido yo no vuelvo a ver! Pero si algún pingo llega a ser fija el domingo, yo me juego entero... ¡Que le voy a hacer!”

Jugarse entero es lo que hace Javier en este Cuaderno de Laura, bitácora de un enamoramiento en el que no nos ahorra ni se ahorra nada: ahí está ese maravillarse de todo y cada cosa que Ella hace o dice o calla, ahí está la “Urgencia tierna de visitar sus bocas. Húmedas, primordiales. Umbrales del misterio y la sonrisa. Su sonrisa”. Ahí también “Oblicua la luz devela la madera que canta en tu mirada”. “Piensas –dice en otro poema-. El tiempo te acaricia y se escancia. Las dos palmas de su verso te acompañan: en la derecha el silencio, en la izquierda, la flama”. Cuando Ella llega “múdase la mirada en serpentinas.”

No se ahorra nada, tampoco la tristeza; como en muchas canciones populares, el final no es feliz. Todos hemos recibido alguna vez, y algunos más de una vez, la sentencia fatal que nos deja desolados (es decir, sin olas, como decía Villaurrutia, sin movimiento, estancados en un dolor sin devenir) y que todo enamorado teme (algunos tanto que ni siquiera se declaran): no ser correspondidos. Todos escuchamos en algún momento el enunciado célebre y terrible: yo también te quiero, pero como amigo. Claro que Javier no se resigna a lo prosaico de la frase hecha: “¡No te vayas! ¡Que se trasmuten los metales de tu afecto y te descubras milagrosamente enamorada! ¡Qué torpe el laborar de mi plegaria en la cárcel del ansia acorralada! Sordera de un varón empecinado. ¡Si el arpa del milagro está sonando: mi amor y tu amistad, hermosa y elegante, dialogan en la alquimia de un acorde!”

Pero todo acabó: “Voy a sobrevivir”, dice Javier en la Coda del poemario, “Me olvidarás en el incendio mezquino de un cigarro. Te extraviaré en la neblina de un insomnio sin fiebre. Seremos la sonrisa de unos amigos mansos, miradas sin abismo, bocas sin beso ni gemido”. Mas pese a todo “Voy a resucitar”.  Indómito, reconoce la derrota pero no se da por vencido: “De sales se ha poblado mi ternura, pero no me soborna el dolor, ni me corrompe el olvido.” El amor volverá “en espirales de tiempo”, “lúcido y desnudo”, y quevediano, concluye, “sapiente finitud enamorada.” Así pues, volverá a jugarse entero, ¿qué le va a hacer?

En la dedicatoria del ejemplar que me obsequió, el autor calificaba su libro como “inverosímilmente sentimental”; debo decirle que ni el enamoramiento ni el amor perdido tienen, en mi opinión, nada de inverosímil y que, en tales casos, ser sentimental es obligado, a menos que sea uno insensible o cínico o “ardido”. Y no, no se puede: la ética que Javier Contreras propone en su poesía nos llama a colocarnos por encima de esto, a estar a la altura de nuestros sentimientos más grandes y más dignos, sin rencor, en movimiento, danzando.

 


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