Fin del mundo
El día del fin del mundo será limpio y ordenado como el cuaderno del mejor alumno. El borracho del pueblo dormirá en una zanja, el tren expreso pasará sin detenerse en la estación, y la banda del regimiento ensayará infinitamente la marcha que toca hace veinte años en la plaza. Sólo que algunos niños dejarán sus volantines enredados en los alambres telefónicos, para volver llorando a sus casas sin saber qué decir a sus madres y yo grabaré mis iniciales en la corteza de un tilo pensando que eso no sirve para nada.
Los evangélicos saldrán a las esquinas a cantar sus himnos de costumbre. La anciana loca paseará con su quitasol. Y yo diré: “El mundo no puede terminar porque las palomas y los gorriones siguen peleando por la arena del patio”. Cuando todos se vayan
Cuando todos se vayan a otros planetas yo quedaré en la ciudad abandonada bebiendo un último vaso de cerveza, y luego volveré al pueblo donde siempre regreso como el borracho a la taberna y el niño a cabalgar en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré qué hacer, sino echarme luciérnagas en los bolsillos o caminar a orillas de rieles oxidados o sentarme en el roído mostrador de un almacén para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre los mismos hilos de su red, caminaré sin prisa por las calles invadidas de malezas mirando palomares que se vienen abajo, hasta llegar a mi casa donde me encerraré a escuchar discos de un cantante de 1930 sin cuidarme jamás de mirar los caminos infinitos trazados por los cohetes en el espacio.
Periódico de poesía, núm. 2, UNAM/UAM, julio-agosto de 1987
|