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portada-dicho.jpgDicho sea de paso
Eduardo Milán

Por Angélica Santa Olaya
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¿Qué es la existencia? ¿Cómo nos decimos que existimos?  Un día, tal vez, se trata de un partido de futbol en el que jugamos del lado donde no se encuentra la pelota. O quizá la percibamos en un árbol que se aleja, sin mucha premura, al otro lado de la ventanilla del tren y reaparece para que lo miremos, esta vez, con atención. Acaso se manifieste como una letra que escurre sobre el filo del dilema para intentar una frase necesaria.  Por ventura seremos capaces de colocar la huella en el lugar preciso, aunque el desenlace nos conduzca nuevamente al pórtico en que aguarda la interrogación.

Recorro las huellas de este poemario -a veces cortas, a veces largas, como los tramos de planeta que para ser se han de recorrer- y tengo la sensación de estar en el constante peligro de caer en el espacio que separa letras y versos, y que construye el andamiaje lingüístico que sostiene la vital propuesta del autor. El título mismo reclama no sólo la participación, sino la atención del lector.  Un manojo de huellas-letras invitan a la construcción del orden; al esfuerzo y a la conciencia para encontrar la trayectoria que, advierte, no es el fin del camino sino aliento al trashumar; algo dicho al paso anclado a la realidad a través del lenguaje y sus posibilidades.  El camino toma diversas rutas pero conserva la intención y la contundencia en la voz que, sin gritar, se reconoce frase, pero también cuerpo; materialidad que sostiene el vuelo en busca del “olor a pino” y del erguido erotismo de la flor.  “Falta peso, falta gravedad.”, señala el poeta suspendido en el “Hilo fino, de agua.”  Hay aire, tierra y agua en este “frente a frente sobre el puente” por el que transitamos a veces inclinados a punto de tocar la propia sombra con la frente extraña.

La lectura-navegación de los poemas-barca de Eduardo Milán coloca al lector en la cresta de la ola y luego en el cerrado pliegue del valle; lo suficientemente hondo como para tomar impulso y volver a “poner los labios sobre la blancura”.  Y en el medio, el espacio mayor: el abismo, presente porque no puede ser ignorado, pero salvable. De una pared a otra quizá la letra, la palabra; el pájaro que atestigua la ausencia de los otros, esa “cosa que la nada no”. Un estar al borde entre dos cascadas. Decir al paso y fluir de un lado al otro en el trayecto de la nada que debe la existencia al tocamiento de los dos extremos; allá el recuerdo y acá el arado salvando la caída. Y todo es un posible estar gracias a la ausencia entre renglones tanto como a la presencia lingüística que la viabiliza. La palabra como la oportunidad de comprobar que “El poema es capaz de cualquier cosa”.  Testimonio y asidero al fin; por efímero que resulte: “Insólito haber leído hace añares / y haberlo seguido leyendo sin leerlo…”  El ritmo de las olas-verso nos traslada de lo incierto a lo posible nada más por la vida: “La rosa se juega el día en el perfume que, desprendido, la aniquila.  Esta es la ausencia.” 

En las huellas de este andar poético topamos también, la fatalidad del silencio tanto como su necesaria presencia: “Con un poco más de silencio / La cantidad de silencio necesario / el salario suficiente de silencio / Un capital menos de odio.”  La elección de la metáfora devela el eje alrededor del cual giran el silencio y la palabra en órbitas que tocan, a su paso, terrestres estaciones: el hijo, el plato de arroz, la escuela sin héroes, la pared que devuelve voces y, entre ellos, el aromático paso de la melancolía que surge del abandono (que no es lo mismo que la ausencia). Decir y no gritar, es una de las propuestas.  Mostrar el camino sobre el cual reposa la huella y no ocultarlo tras el “circo de la conciencia”.   Nada se va realmente, parece decirnos el poeta.  Todo está ahí “en tránsito a florecer.” La nostalgia del vuelo arriesgado, pero verde, de Girondo. 

Un reclamo, pero también un intento de tocar el posible camino que lleve no a la verdad (dogma en cuya trampa ha caído el mundo a través de la historia), sino la posibilidad de trashumar tocando; sin olvido ni abandono; sin borrar la huella del ensayo.  Un paso aventurado en la palabra o en el movimiento de un ala que no haga de la vida una grieta inaccesible, sino que “afile clorofila, hilando fino”.  Este libro pugna por validar el anhelo de aprender a llegar, pero con-conciencia; descifrando “la cara de la época” y sobrevolando la “claridad de fuente negra”. En la alforja el arraigo y la palabra; el lenguaje que permite el nombre propio y el de otros.  Viene a mí la propuesta de Paul Ricoeur en su estudio sobre la memoria, la historia y el olvido: la supervivencia de las imágenes frente a la destrucción de las huellas porque la historia es un pasado que no pasa sino en la medida en que elegimos entre “haber-sido” y “haber [podido] ser” (aquí Ricoeur refiere a Heidegger). La diferencia estriba en elegir la destrucción o la construcción: “¿Por qué gritas? / -señala algo.”

La propuesta se concreta en un hermoso libro dotado de los silencios necesarios a la lectura y la reflexión -dado a luz en una edición limitada de 250 ejemplares numerados e impresos en la “Toñita” (prensa plana Chandler 1887)- en el que es posible percibir al tacto la huella de este paso que “husmea, hociquea lo que viene” porque es tiempo de buscar, intentar y proponer la esperanza que ilumine el futuro del poeta y su decir.
 


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