"Yo no estoy ni para dar la hora":
Luis Vicente de Aguinaga

Segunda parte

Por Víctor Cabrera

aguinaga-1.jpgConocí en persona a Luis Vicente de Aguinaga hace algunos años, cuando tuve la fortuna de ser el editor de Signos vitales: verso, prosa y cascarita (UNAM, 2005), un brillante libro de ensayos sobre poetas, insectos, nostalgias del Heavy Metal y del futbol callejero. Mi feliz descubrimiento de ese volumen, entonces un mecanuscrito engargolado, tiene algo de azaroso y está de más contar aquí la historia. Lo importante es que, a partir de ese encuentro casual, pude entrar en contacto con un poeta del que, gracias a cierta polémica antología y a algunas publicaciones periódicas, ya tenía yo algunas noticias y al que desde entonces leía con interés creciente. A partir de entonces, he cultivado con él una amistad que, de este lado, se funda en la admiración, la lectura entusiasta y el aprendizaje constante de sus textos.

En los primeros días de diciembre de 2008, aprovechando mi estancia en Guadalajara con motivo de la Feria Internacional del Libro, visité a Luis Vicente en su casa, donde sostuvimos esta charla.


"Yo no estoy ni para dar la hora":
Luis Vicente de Aguinaga

Segunda Parte

Por Víctor Cabrera

aguinaga-1.jpgEntonces, ¿de qué se tratan los poemas? ¿Deben tratar de algo?

Yo creo que todo. Evidentemente, conforme el material de un poema va esclareciéndose, saliendo a la superficie en el momento en que uno lo escribe, va quedando claro que tiene un sentido y que ciertas presencias del poema predominan sobre otras, y que aunque en un poema aparezcan una casa, un perro y un coche, uno entiende que o se trata de la casa o del perro o del coche. Uno identifica incluso los temas del poema, sus argumentos, sus asuntos, pero dudo que uno sea capaz de imponerle esos asuntos, esos argumentos al poema. No es que lo afirme categóricamente, sólo lo dudo. Habrá poetas que digan voy a hacer un poema sobre la toma de Constantinopla o sobre la destrucción del cine de mi barrio, y que lo hagan. A mí me parece redundante. Por ejemplo, precisamente ese poema que se llama “En las últimas” no lo puse justo al final, cerrando el libro, por evitar la obviedad. Voy a decirlo de nuevo, a riesgo de serlo, me parece redundante imponerle un tema al poema porque de todos modos ya lo trae asignado, inscrito en su código genético, por decirlo de alguna manera. Más bien uno mismo, al escribirlo, tendría que averiguar de qué se trata, porque de otro modo sería como llevar a teñir una prenda de ropa que nos acaban de regalar y que todavía está en el paquete. Lo primero que hay que hacer es abrir el regalo y conocer la prenda, reconocerla por su color, que es el color con que alguien quiso dárnosla. Creo que, casi siempre, decidiremos no mandarla a teñir. Generalmente decimos si esa prenda nos gusta o pensamos por qué nos la dieron, el motivo de ese regalo; a lo mejor la persona que nos lo hizo pensaba o creyó saber que con ese color nos veríamos mejor que con el que acostumbrarnos vestirnos, qué sé yo. Puede sonar hasta ingenuo, incluso ridículo, pero creo, personalmente, en esa cuestión de la dádiva: que el poema viene dado, que es un regalo. Uno va caminando y de pronto le vienen cosas a la cabeza que, la verdad, ni un día de trabajo bastaría para escribirlas conscientemente. Y uno dice de pronto: “por qué escribí esto, por qué me suena bien algo que fuera de contexto es trivial”. Es entonces que el proceso de escribir el poema toma esa catadura de indagación, cuando te preguntas: “¿Por qué me fue dado esto? ¿Por qué pude leer esa frase ordinaria como si se tratara de algo bello?” De pronto se te ocurre un verso sobre, pon tú, una gallina que cruza la calle, pero al final la gallina no termina cruzando la calle sino echándose a volar o tomando un avión. ¿Cómo ocurre eso?

Y no es que uno idealice sus poemas y los eleve a los altares, sino que, en todo caso, le tiene una especie de reverencia, de temor sagrado a esa experiencia que es la de tener que sentarse a escribir un poema porque alguna coyuntura de la vida nos conmina a hacerlo. Hay un poeta francés que a mí me gusta mucho, aunque la mayoría de las veces no lo comprendo, literariamente hablando, no sé la mayoría de las veces de qué se está tratando en sus poemas, y sin embargo, es un poeta que me atrae mucho, se llama Jacques Dupin, de quien traduzco un poema en la sección intermedia de Fractura expuesta, donde incluyo tres poemas traducidos y algunas paráfrasis de otros poetas. Bien, Dupin tiene un libro cuyo título, traducido, es La conminación silenciosa. Así como un reo o un testigo en un juicio son conminados a hablar, en un momento dado, como un imperativo jurídico, regulado por la ley, sin que se les dé alternativa, pues el juez tiene la facultad de obligar a un testigo o a un sospechoso a hablar, a decir lo que sabe, lo que vio, lo que hizo, lo que pasó, Dupin alude significativamente a una conminación silenciosa, a una especie de llamado secreto que sería eso que tan devaluadamente se sigue llamando inspiración, como un deber que tal vez nos impone nuestra propia conciencia y ante el cual podemos optar por el desacato, aunque no sin ciertas consecuencias, lo que me lleva a pensar que tal vez es preferible obedecer a ese llamado, a esa conminación.

Ahora que lo menciono, muchos filósofos y teóricos de la poesía lo habrán pensado ya, pero es que la inspiración siempre alude a un sentido muy profundo, incluso el vocabulario que se le asigna. ¿Por qué decimos inspiración? ¿Qué es lo que inspiramos? O ¿por qué se habla de estro? ¿Por qué se le llama también así a la inspiración poética? Si estro es el celo de algunos animales, se menciona cuando una hembra está en aptitud de procrear. En esas coordenadas, me parece muy atractivo y fascinante que un poeta tan serio como Dupin hable de la conminación silenciosa. ¿Quién nos conmina? ¿Y por qué lo hace en silencio? ¿Qué es eso? Tal vez se trate del misterio en que se funda la poesía.

Ahora que hablabas del poeta hipotético que podría decir que va a escribir un poema sobre la caída de Constantinopla, me vino a la cabeza la imagen del poeta-académico, un personaje que se plantea escribir poemas, llamémosles, de probeta, precedidos de su amplio bagaje crítico y en los que quede de manifiesto la vastedad de sus conocimientos teóricos y la profundidad de sus temas. No es que eso no sea posible o que resulte censurable construir una teoría poética desde la propia poesía —pienso, por ejemplo, en poetas-críticos de la talla de Jorge Cuesta, Roberto Juarroz u Octavio Paz, por mencionar sólo tres casos paradigmáticos—, sin embargo, la mayoría de las veces el resultado es al menos cuestionable: una poesía gélida, carente de vigor y de eso a lo que te has referido hace apenas un momento: inspiración. Una poesía desalmada, en el sentido más literal del término. Sé que ese otro discurso no te es ajeno: aparte de tus ensayos literarios, sobre poesía y poetas, te mueves con suficiencia en las aguas de la teoría académica. ¿Cómo compaginas tu trabajo crítico, tu trabajo ensayístico y tu quehacer poético? ¿Cómo has logrado que tu poesía permanezca, digamos, incontaminada o libre del influjo del discurso teórico?

Creo que a lo que te refieres se llama trastorno bipolar agudo, porque en realidad se trata de lenguajes distintos, coincidentes, tal vez, en ciertos puntos, pero sin duda diferentes.  Ahora bien,  mi forma particular de hacer crítica, que yo no inventé pero que en un momento dado adopté es la crítica como acuerdo, la crítica como conciliación, la crítica como entendimiento de partes. Una vez más una cuestión medio jurídica. Cuando leo un libro y no me gusta, me impongo el deber de no escribir sobre él porque sé por experiencia que detrás de esa sensación de disgusto, de desacuerdo con el libro, hay un déficit de concordia, de comprensión de otro lenguaje, creo que no estoy entendiendo algo, y si es así, considero que mi deber es, entonces, no escribir. Como crítico literario se me puede reprochar, incluso, que siempre escriba de cosas que me gustan, pero creo que así es como se debe hacer crítica. En lo particular, así es como me funciona y como mis artículos realmente se sostienen.  Machado decía, en Juan de Mairena, que no hay que confundir la critica con las malas tripas, y creo que tiene toda la razón. Porque las malas tripas no pasan del episodio social, y eso es lo que se le puede reprochar a las polémicas, en las que yo mismo he participado, ya que todas tienden al pleito directo. El pleito tiene la particularidad de que si quieres morderle un cachete a tu enemigo, haces todo lo posible por mordérselo. El pleito va encaminado por la voluntad de quien actúa en él, y si alguien quiere patear o huir hace cualquiera de las dos cosas, según lo que le dicte su voluntad o su instinto, si quiere insultar, insulta y, lamentablemente, eso es lo que queda. Me parece que lo otro, el esfuerzo por entender, el esfuerzo por preguntarse “¿y éste por qué resolvió así el poema?, ¿qué estaba oyendo cuando lo escribió?”, eso da mucho mejores resultados, hablando críticamente. Es quizá porque mi trabajo crítico está muy vinculado con lo que hago como profesor, y como profesor siempre trato de asegurarme de que el alumno esté comprendiendo algo. Estoy muy acostumbrado a voltear el jarrón en la mesa hasta verlo en un punto en que me satisfaga su imagen, un poco como esos aprendices de pintura a los que ponen a pintar un jarrón desde muchos ángulos hasta que encuentren el ideal y hagan suya la imagen. Eso también lo he venido haciendo cada vez más con mi poesía: escribirla con un ánimo de conciliación, de concordia, de comprensión. Algo que no sucede en mis libros del lado b, en los que ese ánimo de conciliación se queda en un segundo plano para privilegiar otros puntos de vista, siempre, claro, con las limitaciones que se tienen al escribir un libro del que en realidad uno no maneja todos los hilos de la tramoya, todas las palancas del mecanismo. Así que, si alguna regla me impongo, es la de la concordia como deber crítico, cuyo peligro está precisamente en el elogio injustificado, que es nada más empezar a decir bellezas de alguien sin haberlo tampoco entendido, lo cual es una estupidez, pues qué caso tiene elogiar a quien sea si el rey finalmente va desnudo, como en aquel cuento. Uno puede, movido por el interés más mezquino o por la simpatía o por el temor, hacer que el cadáver de Fidel Velázquez gane un concurso de belleza, pero todo el mundo se va a dar cuenta que es una momia. En todo caso, si uno no encuentra bello el cadáver de Fidel Velázquez, mejor ni hablar de él, para qué, qué caso tiene. Tampoco me interesa gran cosa narrar anécdotas de los poetas, pero sí me interesan sus vidas. Sus episodios anecdóticos me interesan poco, pero yo sé que en las vidas de los poetas sobre los cuales escribo o alguna vez he escrito hay también cosas de valor. Lo que hago es admitir el máximo número posible de materiales tanto para mis textos de crítica como para mis poemas y empezar a tejer con ellos, porque todo esto confluye en la imagen que socialmente se tiene del poeta o de alguna particularidad que dé luz verde para escribir un poema.

Acabas de mencionar un punto que me interesa y que tiene que ver con las polémicas. Es común encontrarte, en diversos blogs y foros de discusión en línea, no sólo comentando textos de otros poetas sino, muchas veces, señalando inconsistencias, contradicciones, corrigiéndoles la plana. Y es también común que, para replicar, en dichos espacios se recurra al denuesto, a la mofa y la agresión o de plano al silencio lapidario antes que a los argumentos. Visto lo cual, ¿qué tan necesarios y eficaces te resultan estos medios para emprender una reflexión, una discusión y un debate serio sobre asuntos poéticos?

Aclaro: no incurro nunca en ese tipo de intervenciones cuando se trata de poemas. Yo suelo intervenir, siempre que me interese, ante cierta especie de artículos y textos que aspiran a ser críticos y que me parecen deficientes o abusivos. Y siempre intento moderarme y ser mínimamente correcto, no renunciando al sentido del humor, desde luego, pero sí evitando el argumento ad hominem y buscando ser propositivo. Me parece que algunos críticos, administradores de blogs y reseñistas del medio abusan de la intriga y el mero bateo de foul. Y una cosa es criticar y otra muy distinta es decir que no a todo, ¿verdad? En cuanto a la intriga, es obvio que no debe tolerarse; pero no según los principios o intereses de un gremio, porque sencillamente creo que los poetas de México no formamos ninguno, sino en razón de convicciones personales. Yo aspiro nada más a conversar sobre poesía —no sobre las aventuras o miserias de los poetas— y me sorprende que muchísimos poetas no sientan esa misma necesidad. Por otro lado, siento que, así como un poema se puede cargar de insinuaciones y de sugerencias, un artículo de crítica de poesía debe ser explícito y estar libre de arbitrariedades. Lo común, sin embargo, es que todo el tiempo estén usando la palabra individuos que hablan de tal o cual fenómeno poético en el mismo tono, con el mismo entusiasmo acrítico y la misma ceguera de quienes intentan demostrar la existencia de los ovnis y nos abruman con pruebas que solamente lo son para el que se dispone a entenderlas como tales. Es como si yo acomodara sobre una mesa tres pedazos diferentes de carne cruda y te dijera: “Éste, como es de carne de res y lo compré antier, es el precursor del segundo que te muestro, que compré ayer y es de pechuga de pato, que a su vez precede al tercero, de avestruz, que acabo de comprar hoy. En conclusión, la carne de res debe considerarse modelo y antecedente de las carnes de pato y avestruz”. Pues bien: el primer trozo de carne sólo es el primero desde mi punto de vista, porque se ha dado el caso de que yo adquirí la carne de res antes que las otras dos; y éstas únicamente responden al presunto modelo de la primera carne porque las compré después, en un orden arbitrario, creyendo además en la palabra del carnicero, sin haberme tomado la molestia de ver cada ejemplo en su contexto, comprendiendo su propia necesidad y entendiéndolo en sus límites específicos, que son intransferibles e irrepetibles. Así las cosas, la estafa y el error imperan en muchos discursos aparentemente respetados y de sorprendente circulación en la red, y a mí me parece que no hay delito alguno en apartarse un momento y ver las cosas desde la periferia, formulando las preguntas y objeciones que vengan al caso. Después de todo, leer y escribir poesía no es otra cosa.

¿Crees necesario alentar una polémica seria en torno a la poesía? Específicamente, ¿sobre qué puntos?

Tal vez no una polémica, porque no siempre hay diferencias concretas que dirimir, pero sí una suerte de conversación permanente, dotada no de un reglamente deportivo sino de una etiqueta, incluso de un código deontológico. Una conversación, quiero decir, en la que nadie tenga la obligación de participar, o no todo el tiempo; en la que se hable de cuestiones prácticas y valiosas, cuestiones de historia de la poesía y de crítica general, sí, pero también de prosodia, de dicción e imaginación poética. Una conversación en la que referirse in extremis a los gustos privados, a los pecados capitales o veniales y, en general, a los bajos impulsos de Fulano y Mengano esté ya no digamos prohibido, sino sencillamente abolido por la sensibilidad, ya que los argumentos contra el hombre siempre salen a relucir cuando al hombre de marras hay que descalificarlo a como dé lugar. Y, sobre todo, una conversación sin jerarquías ni moderadores. En lo personal, me impresiona y me abochorna recordar cómo, a los diecisiete o dieciocho años, yo creía tener una posición clarísima con respecto a Octavio Paz y Efraín Huerta, respecto de los Contemporáneos y del estridentismo, respecto de Vuelta y Nexos, pero eludía grandes bultos de métrica y acentuación, de verso y prosa, de cómo hacer crítica literaria y cómo no hacerla. Hoy, a los treinta y tantos, me veo recogiendo muchos de los tópicos y asuntos que desdeñé hace veinte años, juzgándolos entonces (equivocadamente) de poca importancia.

Por último, y para terminar de dar la vuelta entera y regresar a la primera pregunta de esta conversación: Después de veinte años de haber publicado aquella primera plaquette de poemas ¿Tienes más dudas o más certezas?

Como poeta, certezas, prácticamente ninguna, como ensayista sí. Como ensayista creo haber aprendido tres o cuatro cosas importantes, sobre cómo trabajar en prosa, sobre cómo desarrollar una idea sin  impacientarme por llegar al final, pero como poeta sigo sin saber, al empezar un poema, si va a ser de seis versos o de sesenta.