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el_ella_real.jpgEl Ella Real
Ignacio Uranga
Hemisferio Derecho Ediciones
Bahía Blanca, Arg.
2009.

Por Daniel Freidemberg

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No creo haber visto, entre lo que se escribe hoy en la Argentina, una poesía más lúcida que la de Ignacio Uranga, o, para decirlo con otras palabras, más realista. No porque se ocupe de eso que se suele llamar “la realidad” (aunque lo hace también) sino por cómo cualquier posibilidad de ilusión o idealización que uno pueda tener respecto de la relación entre uno y el mundo, o entre uno y las palabras, o entre las palabras y el mundo, queda puesta amable, casi natural e irreparablemente en crisis apenas uno entra en el juego –fascinante, a mi ver– que propone en El ella real, su primer libro. Y por cómo se dedica empecinada, tranquila y no sé si hasta alegremente a eso, como si fuera lo único que se puede hacer cuando se escribe un libro de poemas, y leyéndolo me da, efectivamente, la sensación de que es lo único que se puede: me ganó. Ahora bien, si ser realista es no engañarse, y si es verdad que uno no deja de sentir cierto orgullo al saberse comprometido con una decisión de no engañarse, es también cierto que el empeño en no ilusionarse, no entramparse, no confundir cosa con palabra o visión de la cosa con cosa, o pensamiento con su concreción, a nada va a conducirlo a uno más que a fracasos: no puede hacer otra cosa, y Uranga parece exhibir cada fracaso como un triunfo. O, mejor dicho: triunfa –ésa es su mejor posibilidad de triunfo– cuando arriba, nítido, a descubrir, ciertamente, que algo no es. A una decepción. Si fuera cierto que “la única verdad es la realidad”, acá se puede replicar que la única realidad es saber que no hay más que ilusiones, pero también que aun así persiste un algo que no nos obedece ni nos pide permiso y de lo que no estamos a salvo, y así vamos.

“¿Cómo se lee una mujer?” pregunta la escritura de Uranga, y la pregunta es un hallazgo, un triunfo, que no tendrá jamás respuesta, ya que toda respuesta sería infinitamente inferior al hecho de lanzar el interrogante. “Ahora que sufre porque de las palabras no se vuelve”, consigna la escritura de Uranga: un hallazgo, un triunfo, porque es verdad que de las palabras no se vuelve y porque es verdad que el que descubrió que de las palabras no se vuelve sufre, y Uranga nos condena a hacernos cargo de ese sufrimiento que tarde o temprano, si aceptamos su lucidez, será el nuestro. Y la escritura de Uranga habla también con cierta insistencia de un “error de los sentidos o del entendimiento” para que nos hagamos cargo de él (¿O no es casi siempre un error lo que nos traen los sentidos y el entendimiento? ¿Y por qué debería ser de otro modo?), y nos dice, con mucha e inapelable razón, que “nadie vuelve a ninguna parte”, nos guste o no nos guste. “Existir es estar fuera”, anota, como si no lo dijera la propia palabra “existir”, pero al decirlo lo vuelve aun más fatal de lo que ya es, acrecienta nuestra lucidez hasta la soledad más desnuda. O bien se dedica a tomar nota casi pavorosamente de modificaciones semánticas, de lo que al ser dicho queda afuera, de lo que hace el contexto en el sentido, de modo que ya no sabemos de qué se está hablando o si estamos hablando de lo que creemos hablar y etcétera, etcétera, etcétera.

¿Es poesía esto entonces? ¿Y por qué no? Por otra parte, en un gran tramo, quizá en la mayor parte, los textos que componen el libro se inscriben de una manera u otra en la gran tradición de la poesía del hombre que escribe herido por algún tipo de pena de amor hacia una mujer. ¿Lo hizo el autor para ganar visa de entrada en los territorios del género “poesía” y, a ese amparo permitirse lo que quizá le esté importando más, que sería ejercer gozosamente ese “aire de suficiencia letrada” que alguien le reprochó? ¿O, por el contrario, Uranga creyó necesario intelectualizar, complejizar y adensar con reflexión filosófica o erudiciones ad hoc lo que habría sido pura efusión lírica para, por ejemplo, no quedar pagando ante sesudos ceños académicos? Ni una cosa ni la otra, me animo casi a jurarlo. Y si me animo es por lo que veo en los resultados, quiero decir en los poemas. Porque hay algo en el “modo de ser” de esta escritura que no miente, o que yo creo que no miente, o que me doy cuenta de que no miente [más: miente mucho menos que la mayor parte de las escrituras que se presentan como poesía, aun las más autorizadas, si mentir es hablar desde un cálculo en el que se busca la palabra socialmente más conveniente, en vez de obedecer a lo que manda en su propia existencia la palabra o algo que hay en torno de la palabra, o en la palabra, o detrás de ella, o Dios sabrá dónde, no importa]: no podría, al menos, aguantar a lo largo de un libro como éste de la manera en que se sostiene su escritura. Hay acá –y es cuestión que se percibe en la experiencia de leer– un “algo a lo que enfrentarse”, y que tiene su razón de ser. Algo con su propia y consistente estructura interna, necesitado de abrirse paso por algún motivo, deseoso de existir en la letra: no tengo cómo probarlo, insisto, me consta cuando lo leo. Y al fin y al cabo, qué importa si se le llama “poesía” o cómo se le llame, si alguien fue capaz de escribir esto: “nadie es hasta que abre la boca o la letra, y cae en el abismo, la abertura por la distancia el no puente, y siente al caos en carne viva, tras el esfuerzo y el dolor, el esfuerzo y el dolor de intentar decir y caer y caer y venir a darse cuenta de que el grito sería más: entonces el lenguaje se vuelve cicatriz, lugar que siempre será un límite, a la vez que marca quema, individual, intransferible, entre la imagen objetiva y subjetiva del mundo, un camino imposible, un surco que marca un no camino, una construcción equivocada insuficiente.”

Que sea o no sea poesía importa poco o más bien nada, si lo comparo con el hecho de advertir que el haberme encontrado con estas palabras marca algo así como el punto entre un antes y un después, como cuando se pierde la inocencia o se asiste a una revelación o se cae una máscara. A ver qué poeta de entre los que escriben hoy puede producirme esa sensación de vértigo, de entrar en contacto con algo que consigue sacarme “de todos los lugares que solía frecuentar”, y no por la vía de la fantasía ni del ensueño, precisamente, sino del encarnizamiento en la develación. Importa poco, entonces, también, que estemos, como a primera vista pareceríamos estar, ante otra muestra de cierta tendencia a que hacer poesía sea hacer prosa interrumpiendo la línea en alguna parte para que parezca un verso: esa afiliación a la onda de la “no- poeticidad” o el “antilirismo” que quizá se le pueda encontrar, para bien o para mal, a Uranga, sospecho que tiene que ver más bien con un muy saeriano o pasoliniano –Pasolini y Saer, dos nombres de mi devoción personal que Uranga cita– desdén por la división estrecha en géneros que resuelve en “poesía” todo trabajo con la escritura, si “poesía” es al fin y al cabo un peso específico del significante ejercido y expuesto en todas sus dimensiones, posibles e imposibles, y de ahí que lo que en Uranga hay de prosa sea casi una parodia de prosa cercana al sarcasmo, una cáscara formal y más o menos convencional para cierto espesor de la escritura, o –digámoslo como hay que decirlo– una impenetrabilidad de la escritura, una irreductibilidad. Sin consuelo, como corresponde. Estamos, por lo tanto, sobre todo en los primeros textos, ante lo que podríamos llamar una “poesía prosística”, si aceptamos que es prosa cierta prosa que hace tiempo decidió hacerse cargo irónica o resignadamente de la prosa para ejercer en ella la poesía, y ahí podemos armar una larga lista que tranquilamente puede incluir, para tirar nombres al voleo, a Joyce, Beckett, Néstor Sánchez, Sara Gallardo y Saer. Lo que importa, en todo caso, o lo que me importa, es el tipo de trabajo o juego al que me tengo que enfrentar cuando entro a estos textos: como cuando entro a los grandes poemas, uno no sabe dónde está, uno no sabe qué le pasa, las coordenadas de tiempo y espacio empiezan a estar en peligro, todo sentido es transitorio y condicional. ¿A eso se llama prosa? No jodan.

Y a eso quería ir, estimado lector, mi semejante, mi hermano: no estamos a salvo de nada, sépalo. Eso ocurre en el mundo, en la vida. Pero cuando se meta en el libro de Uranga no sólo no se va a distraer de eso, no sólo no va a olvidarlo: va a sentirlo todavía más. No tenemos descanso ni sosiego, no hay certeza, nada es sólido ni hay de qué agarrarse, salvo de la certidumbre de que todo es transitorio, limitado y relativo. Quien espere librarse de la confusión y del error, que no intente acercarse a este libro, pero aun así, quien se interne en él podrá disfrutar de un placer enorme, intenso e incomparable. Si abandona dantescamente toda esperanza y se mete nomás en esta selva oscura (no tan oscura, a decir verdad) y se deja llevar por los susurros de sus ramas y se interna en las picadas que se abren en la espesura y va viendo qué hay por ahí, no sin tropiezos, no sin desandar pasos, va a disfrutar de verdad mucho. En principio, del placer de pensar y de pensarse, y en ese proceso, el de ir haciendo contacto con núcleos de lo que uno llama la verdad, o más bien ciertas verdades, núcleos, hallazgos, momentos que uno se da cuenta de algo. Y después, pero de ningún modo en último término, de la escritura. Eso me faltaba decir: Uranga es poeta. No me gusta esa palabra, “poeta”, porque se presta a cualquier mistificación y termina por no decir nada interesante, pero si ser poeta fuera hacer de las palabras materia significativa por sí misma, como un músico vuelve por sí mismos significativos los sonidos, Uranga es poeta: su escritura es al fin y al cabo la que decide. Quiero decir, la música de su escritura. Y quiero decir, cuando digo música, el imperio de los sonidos, del ritmo, de la disposición, las fuerzas que se ponen en marcha cuando la escritura se pone en marcha. Ya sabemos de qué estoy hablando: cómo van ordenándose las sílabas, los tonos, las subidas de tono, los momentos en que el discurso sube o baja, o se enlentece o trastabilla o se aplana. Nada hay que no se subordine a esa legalidad: poesía, música, o cualquiera de las dos. ¿Pero no era que aquí había una reflexión, etcétera, etcétera? ¿Y una visión del mundo, y del lenguaje, etcétera, etcétera? Sí, y en Beethoven también.
 




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