No. 38 / Abril 2011

 
El hombre de tweed
 

El hombre de tweed (parte 1)

 

"Tú doblas una esquina y te lo encuentras: un mundo que no habías visto jamás."
––Haruki Murakami





Un hombre con gafas enormes y saco de tweed mira absorto el horizonte en una esquina transitada. El sol le concede un lustre de otro mundo.

Hay algo opalescente en el hombre de tweed. Como si fuera una joya extraña. Como si creyera que debe aportar otra luz a la luz de mediodía.



El horizonte en el que clava la mirada el hombre de tweed parece estar fabricado con telas sucias. Un aire secreto las agita con lentitud.



El hombre de tweed parpadea como insecto tras el cristal de sus gafas. Mira a su alrededor. Ha descubierto que no está donde debería estar.



Algo en el hombre de tweed lleva a pensar en ritos parsimoniosos. Una manía por ver cómo se prenden los arbotantes cuando la tarde se esfuma.



Cada vez que el semáforo muda de color, el hombre de tweed vibra imperceptiblemente. Piensa en un panel de control rodeado de tinieblas.

"Dormir no será una opción esta noche", se dice el hombre de tweed al ver que tras el volante de los autos hay sombras en lugar de personas.



El hombre de tweed echa una ojeada a su reloj. Las manecillas se han paralizado mientras esperaba en la esquina. "Necesito un mapa", piensa.



El calor de la primavera que se acerca teje una membrana en torno del hombre de tweed. Por un instante él es una rara refracción de la luz.



Una avispa revolotea sobre la cabeza del hombre de tweed. De golpe, como alcanzada por un sable invisible, cae partida en dos en la acera.

El hombre de tweed se decide por fin a cruzar la calle. Pasa rozándolo una mujer morena: su sangre caudalosa lo ensordece momentáneamente.



Al caminar ante una vitrina, el hombre de tweed cree recordar algo. El reflejo de los juncos en un lago sobre el que trepa una luna verde.



En los pasos del hombre de tweed se percibe una confusión espesa. La perplejidad del buzo que despierta sin oxígeno en una cueva submarina.



Empequeñecidos por las gafas, los ojos del hombre de tweed semejan gotas de tinta china sobre un manuscrito que alguien dejó inconcluso.



Sudoroso, el hombre de tweed se detiene frente a un establecimiento sombrío. Lee el anuncio: "Abarrotes." Entra. Dice: "Necesito un mapa."]

 

El hombre de tweed (parte 2)

 

El dependiente alza la mirada de la revista que leía para fijarla en el hombre de tweed. Hay pequeñas crepitaciones eléctricas en el aire.



"¿Un mapa?", repite el dependiente de los abarrotes. "Sí. Por favor", dice el hombre de tweed, y en su voz se insinúa una plegaria metálica.



"Aquí no se venden mapas", dice el dependiente. El hombre de tweed cierra los ojos e imagina un mar petrificado que se puebla de grietas.



El hombre de tweed parpadea. Se sabe totalmente extraviado. Voltea al refrigerador lleno de refrescos. Oye un zumbido de abejas africanas.



Suena un teléfono en algún lugar de la penumbra que reina en el establecimiento. El hombre de tweed se estremece como si captara un aleteo.



El dependiente contesta el teléfono entre sombras. Deja su revista en el mostrador. El hombre de tweed ve a una mujer desnuda que brilla.



Mientras el dependiente habla en susurros, el hombre de tweed se acerca al mostrador. La mujer desnuda parece estar a punto de decirle algo.



El hombre de tweed levanta la revista como si estuviera hecha de cristal. La hojea, cauteloso, para ver que la mujer desnuda se multiplica.



Conforme pasa las páginas de la revista, el hombre de tweed comienza a advertir un patrón oculto. Una escritura de piel y vellos minuciosos.

El hombre de tweed aguza el oído. De la revista se desprende un rosario de gemidos que parece provenir del corazón oscuro de una pirámide.



Un radio cruje en la penumbra del establecimiento. El hombre de tweed capta un piano que entra y sale del aire como una dentadura inestable.

El hombre de tweed se detiene en una página doble. Cree reconocer ese pelo largo, esa tez morena. Cree volver a oír una sangre caudalosa.



¿Será posible?, piensa el hombre de tweed. ¿Uno se topa en la calle con una hembra que minutos después resurgirá desnuda en una fotografía?

Debe ser una señal, se dice el hombre de tweed, y el cuerpo frente a él empieza a transformarse. El mapa, piensa entonces, debe ser el mapa.

La metamorfosis del cuerpo se toma su tiempo. El hombre de tweed imagina a cartógrafos que trabajan en silencio a la luz de velas trémulas.]

 

El hombre de tweed (parte 3)

 

Los murmullos del dependiente siguen en un punto impreciso. Curiosos estos seres insensibles a la transformación, piensa el hombre de tweed.



La transfiguración termina. Atónito, tembloroso, el hombre de tweed observa el mapa que ahora ocupa el lugar del cuerpo de la mujer desnuda.



Como proveniente de otra vida llega el recuerdo de mapas de piel. Pero lo que tengo aquí, se dice el hombre de tweed, supera esa memoria.



Pentimento. Esa es la palabra que el hombre de tweed tiene en mente al enfrentarse al mapa trazado no sobre sino bajo la desnudez morena.



Tendones y músculos, comprende el hombre de tweed, constituyen ahora manzanas y parques. Arterias y venas son avenidas y calles delgadas.



El monte de Venus, nota el hombre de tweed, ha sido remplazado por una glorieta. El pezón izquierdo es ya un punto rojo: "Usted está aquí."



El hombre de tweed se quita las gafas para acercarse al mapa de la zona donde se halla. Entre las sombras sus ojos son dos rubíes radiantes.



Alguien que en este instante viera de lejos al hombre de tweed podría pensar en un búho alerta en una rama de la noche, la mirada luminosa.



El hombre de tweed pone un dedo sobre el punto marcado "Usted está aquí". Se deja guiar por el tacto y sube a lo que fue el área de la boca.



El hombre de tweed interrumpe el recorrido de su dedo al sentir algo debajo de la yema. El resplandor sanguíneo de sus ojos se intensifica.



Una pequeña grieta en el papel: eso palpa el hombre de tweed. Donde estuvieron los labios de la mujer desnuda hay ahora una palabra: "Hotel."



El hombre de tweed estudia la palabra como si se tratara de una esfera azul. Y entonces recuerda: "Hotel con vista al mar. Sí hay vacantes."

El hombre de tweed también recuerda un balcón que da a un inmenso cuerpo de agua que parece respirar. Un cielo estriado por nubes minerales.



Las letras de "Hotel" parecen abrirse como puertas ante el hombre de tweed para revelar un mensaje oculto. La posibilidad de reubicación.

Nervioso, el hombre de tweed cuenta las calles que median entre "Usted está aquí" y "Hotel". Entre el pezón izquierdo y la boca de la mujer.

El hombre de tweed (parte 4)

 

El hombre de tweed calcula una caminata de veinte minutos. Se coloca nuevamente las gafas. Sus ojos recuperan una opacidad convencional.



El hombre de tweed no quiere volver a arriesgarse al extravío. Comienza a arrancar la doble página de la revista con el cuerpo vuelto mapa.

Como un disparo en la sombra, piensa el hombre de tweed al dar un respingo. Como el crujido de un hueso al romperse en un bosque oscuro.



Así suena, brusca, la voz del dependiente de la tienda de abarrotes: "¿Qué cree que está haciendo?" Y el hombre de tweed le clava la mirada.



"Es el mapa y debo llevármelo", musita el hombre de tweed. El dependiente lo observa, hechizado. La boca se le empieza a borrar del rostro.



"Buen día", dice el hombre de tweed, y sale de la tienda. Detrás del mostrador, el dependiente se toca el vacío donde estuvieron sus labios.



El hombre de tweed se reintegra de golpe al flujo caluroso del mediodía. Una llamarada púrpura atrae su atención al otro lado de la calle.



Fascinado por la lumbre que arde junto a un hospital, el hombre de tweed rastrea su memoria hasta dar con la sensación precisa. Jacarandas.



El hombre de tweed se dobla bajo el peso de varias miradas. Afila la vista. A un lado del hospital se vende ropa para médicos y enfermeras.



Hombres y mujeres vestidos de blanco y azul y verde aguardan inmóviles detrás del enorme cristal. El hombre de tweed los contempla, curioso.



Los maniquíes, advierte el hombre de tweed, tienen tanto polvo que parecen cuerpos extraídos de sarcófagos bañados por antorchas vacilantes.



Algo se agita en un maniquí con atuendo de enfermera. El hombre de tweed ubica la agitación en el rostro: la boca se está abriendo despacio.

El hombre de tweed se queda atornillado a la acera. El maniquí no le despega los ojos mientras se prepara para gritar. Y entonces grita.



El alarido, sin embargo, viene de la tienda de abarrotes a espaldas del hombre de tweed. Él comprende: alguien acaba de ver al dependiente.



El hombre de tweed echa a andar con rapidez. Al otro lado de la calle, los maniquíes miran las jacarandas con labios dócilmente apretados.]

EL hombre de tweed (parte 5)

 

Mientras avanza, el hombre de tweed piensa en largos brazos blancos que se estiran para tocarlo. Dedos con las uñas mordidas hasta la raíz.

Al llegar a la esquina, el hombre de tweed tuerce a la izquierda. Se topa con una visión: él viene caminando hacia sí mismo con paso febril.

El hombre de tweed cree que alguien acaba de instalar un espejo en plena calle. Sólo que su reflejo se mueve mientras él está paralizado.

No es un espejismo: un hombre idéntico al hombre de tweed se acerca. Algo similar a un enjambre de cigarras zumba bajo la piel del mediodía.

Conforme la distancia entre los gemelos se acorta, los alrededores se empiezan a difuminar. Pentimento, piensa de nuevo el hombre de tweed.

Por debajo del paisaje que circunda al hombre de tweed aflora otro paisaje. Un desierto aterciopelado protegido por un cielo de fósforo.

El hombre de tweed capta un aroma a electricidad como ante la inminencia del relámpago. Un regusto a carbono en la cueva honda del paladar.

El aire se torna poroso, como si cielo y desierto estuvieran dentro de una piedra pómez. Y entonces los dos hombres de tweed se encuentran.

Aturdido, el hombre de tweed mira a su gemelo. Es igual a él hasta en la gota de sudor que le corre por el rostro. Un reflejo en carne viva.

Los hombres de tweed permanecen mudos. El viento reacomoda la arena del desierto. A lo lejos hay un rugido que parece anunciar una tormenta.

El hombre de tweed ve que su gemelo también lleva en la mano dos páginas arrancadas. Así es este mundo, se dice sonriendo. Su gemelo sonríe.

El hombre de tweed entiende entonces. Asiente con la cabeza. Su gemelo lo imita. Ambos echan a andar en direcciones opuestas. Como debe ser.

La atmósfera trepida como surcada por olas de calor. En torno del hombre de tweed el desierto se disuelve y cede paso otra vez a la ciudad.

En la calle, el hombre de tweed voltea hacia atrás. Su gemelo dobla la esquina, rumbo a los abarrotes y las sirenas de policía que se oyen.

Relevos, piensa el hombre de tweed, y sigue su camino. El bramido de un avión cimbra casas y edificios y aun los cimientos frágiles del día.

El hombre de tweed (parte 6)

 

En su estela el avión deja una granulación minuciosa del aire, un tintineo de metales lejanos. Días extraños, se dice el hombre de tweed.

Un mareo súbito obliga al hombre de tweed a mirar las páginas que trae en la mano. Confirma lo que intuía: el mapa se ha comenzado a borrar.

Apurado, el hombre de tweed memoriza calles que se pueblan poco a poco de vasos capilares. Distancias ocupadas de nuevo por una piel morena.

Mientras el hombre de tweed observa, el mapa recupera su condición femenina. La mujer desnuda vuelve a exhibirse como una serpiente untuosa.

Mundos debajo del mundo, piensa el hombre de tweed al arrojar las páginas a un basurero. La mujer parece despedirse con un gemido afiebrado.

El hombre de tweed cruza calles como si fueran arroyos en una jungla. Murmura la palabra "Hotel" cuando un estallido de sangre lo distrae.

Amarillo y morado pero sobre todo rojo profundo son los colores que prevalecen en la explosión. El hombre de tweed recuerda: bugambilias.

Las flores se derraman a través de una verja de hierro que deja salir un cántico sinuoso. El hombre de tweed piensa en jardines secretos.

El canto es un imán plantado en el centro del mediodía. Vuelto limadura, el hombre de tweed va hacia la verja que irradia un calor floral.

Sigiloso, el hombre de tweed aparta unas cuantas bugambilias. Descubre un jardín recién podado, envuelto en una bruma delgada como negligé.

Entre la bruma, a unos pasos de la verja, el hombre de tweed ve a dos niñas rubias vestidas de blanco. No le asombra notar que son gemelas.

Las niñas mueven los labios despacio para que el canto se deslice entre ellos como una oblea. El hombre de tweed cree oír palabras antiguas.

Con gestos delicados, sin dejar de cantar, las niñas se hincan en el césped. El hombre de tweed ve que una de ellas trae algo en las manos.

Es, según distingue el hombre de tweed, un objeto tubular y oleaginoso. Parece vivo: lanza pequeños destellos entre los dedos de la niña.

El canto gana hondura. El hombre de tweed evoca imágenes de metamorfosis. Sabe ya qué es el objeto acariciado por la niña: una crisálida.

El hombre de tweed (parte 7)

 

La voz de las niñas se esparce como polen por el jardín. El hombre de tweed se asume testigo de una ceremonia para conjurar la primavera.

La niña con la crisálida resplandece igual que un diamante. Su hermana, nota el hombre de tweed, acaba de extraer un bisturí de su vestido.

El canto se interrumpe bruscamente. El hombre de tweed contiene el aliento para observar al bisturí acercándose poco a poco a la crisálida.

El bisturí se hunde en la crisálida y empieza a rajarla. El hombre de tweed ve que algo similar a la sangre mancha los dedos de las niñas.

Hay un espasmo, una vibración. La crisálida se abre como fruta prohibida. Algo brota, cauto. Pentimento orgánico, piensa el hombre de tweed.

Cubierta por una película grasienta, una mariposa color rubí emerge de la crisálida. El hombre de tweed ve un trozo de crepúsculo con alas.

La niña que sostiene la mariposa exhibe un gesto de misteriosa madurez. El hombre de tweed observa que la bruma se ha adensado en el jardín.

La mariposa sacude las alas y echa a volar, un incendio en miniatura que cruza el aire. El olfato del hombre de tweed capta un aroma carnal.

Las gemelas se incorporan. Con un movimiento que sobresalta al hombre de tweed, la niña del bisturí hunde el filo en el pecho de su hermana.

El mediodía parece detener su eje de rotación. La niña del bisturí esboza una sonrisa quirúrgica. El hombre de tweed muerde una bugambilia.

La niña de la crisálida baja los ojos al filo sumergido en su pecho. Asiente. Retoma el canto que flota hasta los oídos del hombre de tweed.

Sin parar de sonreír, la niña del bisturí empieza a abrir a su hermana. La sangre, ve el hombre de tweed, es óleo denso en un lienzo blanco.

El hombre de tweed detecta un sabor orgánico en la bugambilia. En el jardín, tela y piel sisean al rasgarse. Un caracol repta por el césped.

Extática, la niña del bisturí concluye su trabajo. Su hermana deja de cantar, enrojecida. El hombre de tweed huele almizcle en el ambiente.

Hay un temblor en el cuerpo de la niña de la crisálida. El hombre de tweed distingue el inicio de un aleteo. Y luego, una explosión carmesí.

Decenas de mariposas sanguinolentas salen de la niña de la crisálida. Su cuerpo cae como disfraz vacío ante la mirada del hombre de tweed.