La modesta proposición de un octosílabo y un endecasílabo


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 

hojarasca-40.jpgEn un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme: no es el principio de la lengua, es el centro de un vórtice que atrae los vórtices infinitos de la lengua española. ¿Leemos esa frase? ¿La escuchamos? ¿La recordamos? Más que eso: este octosílabo y este endecasílabo –de acentuación y equilibrio fonético perfectos– se han apoderado de la Existencia de nuestra lengua y, para quienes los leemos cuatrocientos años después de su aparición, son el punto de gravedad y de fuga de todo lo que se dijo y se escribió antes que ellos, y son el foco de irradiación de la virtualidad inagotable y poderosa de todo lo que se dijo y escribió después. Son el origen y el destino de lo que decimos y escribimos, pero destino y origen que permanecen en un momento histórico y que acompañan todos los momentos de su propio pasado y del nuestro. A través de ese octosílabo y de ese endecasílabo leemos todo lo que se escribió antes de 1605; y lo que ha venido después tiene su luz propia, pero su sombra es cervantina.

No. 40 / Junio 2011


La modesta proposición de un octosílabo y un endecasílabo


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 

hojarasca-40.jpgEn un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme: no es el principio de la lengua, es el centro de un vórtice que atrae los vórtices infinitos de la lengua española. ¿Leemos esa frase? ¿La escuchamos? ¿La recordamos? Más que eso: este octosílabo y este endecasílabo – de acentuación y equilibrio fonético perfectos– se han apoderado de la Existencia de nuestra lengua y, para quienes los leemos cuatrocientos años después de su aparición, son el punto de gravedad y de fuga de todo lo que se dijo y se escribió antes que ellos, y son el foco de irradiación de la virtualidad inagotable y poderosa de todo lo que se dijo y escribió después. Son el origen y el destino de lo que decimos y escribimos, pero destino y origen que permanecen en un momento histórico y que acompañan todos los momentos de su propio pasado y del nuestro. A través de ese octosílabo y de ese endecasílabo leemos todo lo que se escribió antes de 1605; y lo que ha venido después tiene su luz propia, pero su sombra es cervantina.

No se pretende quitarles ninguna originalidad a La Celestina, ni a Garcilaso, ni a Don Juan Manuel, ni al poema de El Cid; ni imponerles condiciones para ser gozados y comprendidos en su momento y en su singularidad; ni tampoco señalar que Feijóo, Capmany, Larra, Gómez de Avellaneda, Espronceda, Martí, Darío, García Lorca, Vallejo, etc., deben su relieve y su relevancia a una sombra ajena.

Se trata sólo de una modesta proposición: de concebir no la literatura sino la lengua española a partir de una frase cuya introspección lingüística y conceptual es la llave de entrada a una obra que hizo propios universos discursivos, sociales, históricos, políticos, para transformarlos; y que construyó otro universo como totalidad de nuestra lengua, de nuestra cultura, del pensamiento, de la imaginación y de la realidad. En Don Quijote no está todo el vocabulario del idioma español, ni están todas las ideas, ni todas las identidades, ni todas las imágenes, ni la única realidad. No está todo, pero está algo más: el ejercicio de una lengua como expresión de la historia encarnada en un momento y como virtualidad de un personaje, de un autor y de una cultura. Algo más: no todas las ideas, ni todas las imágenes, ni la única realidad, pero sí la presentación de que no hay totalidad de ideas, ni de imágenes, y de que no hay una realidad única. Y más de más: no está todo, pero de alguna manera reflexiva, auto-envolvente, como en ese pliegue de la autoconciencia que no regresa al punto de partida sino a otro, el mismo, pero ya localizado en otro punto, la lección de la paradójica relación entre el deseo de todo y la inexistencia de la totalidad sólo podemos aprenderla a través de Don Quijote. No es todo, pero sin él no sabríamos que la empresa de conocer y de vivir pasa por esa cuerda floja entre saber y no saber si hay o no hay totalidad, si hay o no hay una realidad. Con Don Quijote surgieron muchos conceptos, muchas modalidades de aproximarse a la vida, muchas entidades modernas, pero también se abrió el inmenso ojo de agua del perspectivismo.

Una modesta proposición, ajena a cualquier exclusividad, deseosa en todo caso de otras proposiciones que incluso la refuten: entender, desde el punto de vista del lenguaje español, cómo se pudo dar, en el principio de Don Quijote, esa fusión asombrosa de metros y ritmo poéticos con el riguroso horizonte de la prosa, y cómo esa fusión, en un mecanismo que recuerda el proceso dialéctico de Hegel, se eleva hacia otro nivel para que se realice una nueva fusión: la conciencia de la forma con la introspección espiritual.

La frase es un modelo de prosa con estructura poética casi invisible, un paradigma inigualado de sabiduría narrativa y una declaración intempestiva de la Voluntad. El camino que atraviesa esos estadios –el mero lenguaje, la figuración narrativa, la afirmación voluntariosa– y que, para recomenzar el trayecto, regresa al punto de partida que ya no es el punto original, que ya en ese proceso ha cambiado y se ha elevado a otro nivel, ese camino crea una disposición que le permite retroalimentarse infinitamente, recorrerse a sí mismo sin cesar. ¿Se repite convirtiéndose en una pesadilla de frecuencias encima de frecuencias?

Kant decía que el genio es aquel que crea nuevas reglas en el arte; y en ese mismo tenor conceptual, Deleuze dedica páginas admirables a mostrar cómo hay ideas nuevas que no dejan nunca de ser nuevas, aunque parezca pasar su “novedad”.

Sin querer traicionar la dirección que tienen estas afirmaciones en los respectivos sistemas de esos filósofos, habría que aprovechar la oportunidad para decir que un clásico (una obra, más que un autor) es la presencia real del genio de Kant y la novedad imprescriptible de Deleuze.

En el siglo XVII, Gracián unía la cualidad de genio con la del ingenio. Eran la mancuerna básica en el carácter del discreto. Pero ya en él es difícil percibir si genio es una capacidad singular poseída por el individuo o si es un poder que posee al sujeto. Lo que sí está claro es que su ejercicio depende de la dinámica que le impone el ingenio. Uno sin el otro no conduce a nada productivo. Pero la categoría de genio se fue independizando e incluso ampliando. Kant originalmente se la atribuyó a Newton y luego se la retiró para aplicarla sólo a los artistas. Pero la interpretación amplia del genio como alguien –artista, científico o político- poseído por poderes impersonales, pertenecientes más a la Voluntad del mundo que a la naturaleza del hombre, se fue imponiendo. La otra subsistió en los márgenes y terminó recobrando efectividad, aunque para entonces el término hubiera perdido credibilidad por la difusión de los conceptos científicos, por el crecimiento de la instrucción y la educación, y la presencia latente de los ideales democráticos. La noción de ingenio se devaluó, pero la de genio permaneció, a pesar de que el término se volviera cada vez más incómodo.

El hecho de que un crítico contemporáneo como Harold Bloom haya publicado en los últimos años serios volúmenes sobre el canon y sobre los genios (The Western Canon: The Books and School of the Ages, 1994; Genius: A Mosaic of One Hundred Exemplary Creative Minds, 2003) indica que –a pesar de la presión ejercida por los análisis ideológicos, por los estudios culturales y por algunos interpretaciones del postmodernismo– el tema y el misterio de los creadores singulares, excepcionales, inagotables, no han sido resueltos, ni lo serán. La empresa de Harold Bloom es respetable y hasta cierto punto admirable, aunque no se esté de acuerdo con algunas afirmaciones exageradas o de supina ignorancia (fuera de las literaturas en lengua inglesa), o con ese chauvinismo cultural que llega a proponer a Shakespeare como “el inventor de lo humano”. No todos sus genios son genios, y muchos que lo fueron no son ni siquiera mencionados en su libro sobre el genio. No importa. Lo único importante, por el lado negativo, es que pretenda saber todo y hacer su propuesta como una empresa casi científica; y por el positivo, es la defensa de una posición fundamental: ante la popularización y la supuesta neutralización ideológica de los estudios culturales, no se puede abandonar el ejercicio de valorar, de establecer valores artísticos y culturales, sin ninguna pretensión de establecer jerarquías aristocratizantes.




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