No. 41 / Julio-agosto 2011

 

Piel de papel

Yunuen Díaz

 

Para Paul Valéry lo más profundo que hay en el hombre es su piel, pues es en ella donde se realiza la experiencia humana; la superficie se conecta con lo más íntimo del ser humano, pero también con la exterioridad. Tocar a alguien es sentirlo. La piel nos hace conscientes de la existencia del otro y de la propia existencia, pues somos capaces de sentirnos a nosotros mismos, de recorrernos y de reconocernos.

La piel puede leerse como un mapa, pues en ella se inscribe un territorio de vida, cada marca es el resultado de una elección, de un rumbo tomado; una cicatriz, un rasguño, son rasgos que disparan los recuerdos, por ello la piel podría verse también como una extensión de la memoria. Las arrugas se inscriben en la dermis como testigos del tiempo, muestran los sufrimientos, el dolor, la risa, aquello que uno ha experimentado; las arrugas se forman en aquellas zonas más utilizadas de la cara, por eso nos hablan de lo que ha conformado mayormente la vida de una persona: su alegría y su angustia pueden leerse en esas marcas.

La experiencia se vive a través del cuerpo, así los sentidos se convierten en actores principales para la construcción de conocimiento y no en mero receptáculo, como la tradición platónica proclamaba. Según el filósofo Jean-Luc Nancy, yo no tengo un cuerpo: yo soy cuerpo, mi pensamiento es posible gracias a este cuerpo, la primacía cartesiana del pensamiento se derriba y aparezco en mi exterioridad, en mi desnudez, en mi mortalidad, por eso, la palabra busca encarnarse como una manera de aferrarse a lo único que se tiene de cierto.

La piel es también documento de identidad, su textura y color hablan de quienes somos, de nuestros hábitos, de nuestra historia personal y de nuestra herencia. Los signos que se inscriben en ella de manera temporal o permanente son códigos que representan aquello que pensamos de nosotros mismos o que deseamos que los otros sepan de nosotros.

Escribir sobre la piel es reclamarla como un territorio propio, es un rito de transformación, pues implica el construirse a sí mismo. Para Helena Velena, las transformaciones corporales representan un himno a la libertad en tanto que con ello se trata de crear la propia historia; es un acto subversivo que se contrapone a la homogeneidad, y a la uniformidad que el sistema impone como estrategia de control en los cuerpos de la personas, que deben tener ciertas medidas y vestirse de acuerdo a la moda. La escritura en la piel nos diferencia de los otros, por eso puede decirse que escribir sobre la piel es recuperar el propio cuerpo.

La piel posee de por sí una narrativa, pues los rasgos que se inscriben en ella conforman capítulos de una historia de vida; agregarle signos como la escritura de poemas, complejiza esta construcción, y la enriquece, es una manera de reinventar nuestro pasado y, por lo tanto, de reinterpretarnos.

La poesía en la piel es un intento por hacer coincidir pensamiento y carne, para trasgredir la dialéctica del adentro y el afuera; lo abstracto del pensamiento se instala en lo concreto de la piel, los imposibles se encuentran, la utopía de la unión de todos los contrarios se inscribe en la dermis. No se trata sólo de pergamino sino de territorio donde se construye mundo.

La poesía en la piel es el deseo de encarnar lo más profundo de la experiencia humana, de dejar huella de un momento, de reforzar la memoria, pero también de reconstruir la memoria, y por lo tanto crear identidad, dar sentido; la poesía reconstruye el mundo.

Cuando la escritura de poesía se comparte, se articula una memoria colectiva en la que se entretejen historias individuales, el mundo se recrea a través de cada verso que aparece en ese gran poema vital. Hacer poesía colectivamente es como hacer una ceremonia sagrada donde la identidad personal se desvanece para formar un todo, fundirse por un momento con lo trascendente. Hacer poesía colectivamente es trasgredir la individualidad, borrar los lindes, ser con el otro.

En Japón los poemas como el renga se desarrollaban de manera colectiva, la gente se reunía para escribir por largas horas. Así el poema no era propiedad privada, sino evento de comunión. Esto es quizá lo que busca la poesía colectiva actual, ser territorio de sociabilidad que subvierta el individualismo y cree lazos, los mismos que se van perdiendo en nuestra vida cotidiana en tanto que las relaciones con el otro son cada vez más conflictivas y dispersas, y cada uno vive imbuido en el sí mismo.

Para Derrida, la huella es el intento del hombre por permanecer, intento que nace de la conciencia de su mortalidad. Dejar inscritas estas huellas sobre la piel es aspirar a lo trascendente, esfuerzo que se entiende como el anhelo de la eternidad que no poseemos; quizá como imprecación o ruego, o como simple gesto de aceptación de nuestro efímero paso por el mundo.

Para el arte y la poesía de los últimos tiempos la piel se ha convertido en un sitio de hedonismo y de rebelión, de encuentro y desencuentro, de tensión y de lucha, de búsqueda y de pérdida… Escribir en la piel es firmar sobre sí mismo; es declarar al mundo: “soy mi  propia creación, soy poesía viva”.