No. 46 / Febrero 2012

 

Félix Duajare
 


El sueño de la criatura intacta

 

Hizo, pues Yavé Dios caer sobre el hombre
un profundo sopor.
Génesis

 

Era yo, en el comienzo,
(esta triste palabra
que fue forjada después por el pecado)
un agua transparente.
No sabía de la orilla,
del caminar exacto y pasajero.
El mar estaba lejos o,
tal vez no existía.
El abrazo salobre de la Nada
se cernía como un sueño que pude no soñar.
Mis sentidos carecían de su objeto:
la luz estaba dentro de la carne,
detrás de la mirada;
el sonido era uno, circular, infinito,
una voz inasible, impregnadora;
el tacto se alargaba sobre todos los seres
expectantes y mudos;
un aroma indistinto
se extraviaba en la sombra
como un ciego sin luz;
los labios transitaban sin pudor
en los frutos colgantes
(la simiente del dolor anunciado);
lo sensible era blanco, perennemente dúctil,
arena que recuerda lo que se hunde y flota.

Dios estaba conmigo
en esta infancia de la tierra y del alma.

El instante callaba
sin herir a las piedras y al aliento:
perro de piernas frágiles
que no alcanza a la vida.
El polvo era de luz, de fuego,
un medio solamente
para encarnar anhelos de la criatura intacta.
Sólo palabras interiores
brotaban dócilmente
sin sentido y sin forma:
surtidor que retorna a su fuente primaria.
Sólo el nombre tocaba
a las aves del cielo y a las bestias del campo
para darles relieve, ubicación, latido.
Estaba con el mundo, con el tiempo, con todo,
y sentía algunas veces
en el fondo de la conciencia adormecida
que era único y solo.

Esto brotaba en el país del sueño…

Saber, sufrir, andar a tientas
con la razón incandescente
era el oscuro patrimonio
que el mandato celeste otorgaría.
Aquí, en este cruce de los mundos
unidos, separados,
anteriores, futuros,
una mano impalpable
arrullaba la dignidad amarga de ser
hombre.
Por las ondas ocultas se transmite
la palabra terrible...

Entenderás mi voz de otra manera.
Esta mano que un día modeló tu contorno
ha pensado dejarte.
La dicha es un veneno que sólo yo soporto,
la unidad es un fruto para mi boca universal.
La primera distinción que concibas
te arrojará en el pozo de la muerte;
te cubrirá la desnudez
con su manto de hielo y de furor;
en el agua de tu propio costado
contemplarás un rostro deslumbrante y amargo:
la acechanza invisible
que te dirá quien eres;
dejarás lo que es tuyo
(la raíz de tus frutos)
por el influjo de la carne ondulante
que te dará la paz, el extravío,
y unas leves pisadas arrastrando en su ritmo
la crueldad del enigma;
tendrás otra mirada para hundirte en su abismo,
unos labios para el dolor y para el canto;
contra tu cuerpo un cuerpo
semejante y distinto:
recipiente que contendrá continuidad y lágrimas.
La sencillez de los objetos
ofreciendo sus formas y su esencia
se tornará impermeable a tu mirada.
Sabrás lo que es amar el mundo,
la pureza del aire,
el aliento del fuego,
la lluvia descendida de mis manos ocultas,
por la tristeza de sentirlos distintos,
separados, perdidos.

Amar será apresar el viento, el humo, la distancia.

Conocerás el reino que no cambia
por el flujo que llevará a tu cuerpo
hacia la noche irreparable y maldita.
El gusano del tiempo
romperá la corteza de tu dorada plenitud;
bajo tus plantas perforadas
se tejerán alfombras de un vacío
que sólo colmarás con la locura y el pecado:
ciudades de terror, hambre, murallas,
crímenes contra el cuerpo y contra el alma;
percibirás la inútil fuerza,
la sensación caliginosa, trágica,
de surgir para nada;
en el ritmo, el color, la palabra,
recordarás el acto que sólo yo poseo:
la creación interminable,
el contemplar puro, sin ojos,
el amor silencioso y sin objeto.

¿Quién detendrá ese sueño
antes de que se precipite
en las aciagas formas de lo real,
en la imagen quebrada de lo que no sucumbe?

Rebeldía-libertad-dolor-conocimiento.




Por la palabra encadenada

Ya ni siquiera la palabra
tiende sus tenues alas olvidadas
para ahogar el silencio que rodea nuestra muerte
y nuestra vida.

Vértigo de despojos, recuerdos minerales,
son las flores exactas
que una espantosa soledad nos depara.
Como torpe sabueso,
como señor ingrato,
como amante infeliz y taciturno
se ha fugado la tierra de nuestras huecas manos.

Mónada desgraciada y errabunda
cubierta por la piel
va la conciencia muda y desgarrada
sin poder caminar hacia lo externo:
estrellas, mar, sonrisa, pesadumbre.
Ha perdido la huella sobrehumana,
la certeza que vivía agazapada
en el rincón oscuro de la sangre,
del pensamiento, de la fragilidad.
El amor que en segundos fulgurantes
la volcaba hacia el mundo,
hacia los otros,
hacia una carne tibia y misteriosa
más allá de sus manos,
ha apagado sus tiendas en la noche intocable.

La existencia tan clara,
tan maleable y exacta
ha lanzado implacable su cortina de humo.
Fugado ya lo inconmovible
sólo envía sus señales en la ansiedad
que invade nuestro precario sitio.
El pájaro que siempre señalaba
la exactitud del aire,
el testimonio de unas alas altivas
como el misterio del injerto supremo,
vuela en vapores turbios que asfixian y consumen.

En otro tiempo anclaba nuestro bajel seguro
en la arena inmediata que alimentaba el alma
solitaria, indudable.
Sobre el extraño paraíso
(más allá de uno mismo)
interrogante y mudo,
sólo temblaban las preguntas amargas.
En el viaje a los propios laberintos
se olvidaban las cosas y los seres
para hallar el sosiego ambicionado.
Entrados ya en el alma
se alzaba la pregunta desesperada, hirviente:
¿el rostro de la lejanía, de la proximidad,
sólo lo traza el sufrimiento
inaccesible a la razón
y aquél que la interpreta
la ha perdido en los pliegues de una piedad oscura?

¿Los dioses no conocen la dimensión humana?

La voz tiene un designio,
un sendero que cruza las murallas
despiadadas y solas.
Se renuncia a la voz algunas veces
para soñar lo propio, lo que no se repite;
mas ver de cara al mundo,
desafiar lo distante,
navegar en millones y millones de enigmas
(fieras que despedazan nuestra agrietada piel),
nos arroja de nuevo en las trampas antiguas:
gracia de la naturaleza,
amor que se consume en actos fugitivos y amargos,
manos que nos sujetan en callada amistad,
que sabemos extrañas
y que sentimos propias.
Levantar ese puente
es arrojarse también entre los brazos
de una sombra distinta, irreparable.

Esta oscura conciencia que surgiera
del choque, de la ruda violencia
contra todo lo que se extiende
más allá de sus formas conocidas
sacrifica la fuerza y el coraje
en altares ajenos,
cruza su espada frágil
con el rayo del ángel
quedando destrozada
para luchar serenamente
con la astucia secreta de la muerte.
Obediencia a sí mismo,
al paso silencioso de la luz,
a la tierra y al cielo:
la libertad viola el misterio
y en su tierra florece casi siempre
la soledad helada y sorda.

Después de la derrota por la sombra,
la piedra y la distancia,
se recorren países destruidos,
gérmenes asolados en su primera gracia,
rostros horrorizados
por el fuego que desciende del aire;
se transita en caminos incendiados
por la locura de encontrar un camino.
Se muere de opulencia y de hastío,
hartados de injusticia,
de dolor y de miedo:
agua que apaga nuestra sed con tormentas,
renuncias y traiciones.

Pero siempre se vuelve hacia lo ajeno,
comprendemos su horror y su nostalgia.
Nada puede reconstruirse
sin su perfil plagado de secretos,
de encanto y certidumbre.

El mundo del profeta,
del artista, del justo,
se levanta en su piedra inamovible.
Después de una jornada
por senderos extraños y proscritos
soñando rescatar en su incierta corriente
algo de luz, de transparencia,
nuestras míseras redes aprisionan
el espanto, la duda y la aventura,
disfrazados, ocultos,
por ventanas de gracia y de ternura.

El choque más sutil,
el encuentro con todo lo lejano
provoca el despertar
de la ebriedad secreta de sí mismo.
Un dolor en los otros
nos devuelve las formas huidizas
que se llaman lo real, lo inabarcable.
La comunión del miedo, la destrucción, la sombra,
han forjado la senda hacia lo externo:
fraternidad lograda en el infierno,
en la tierra de la enajenación,
soledad de la ruina que nos lleva
a la nueva compañía.

Toda verdad se muestra en el ocaso:
los despojos son signos del tiempo de la luz.




El viaje inextinguible

Tras el helado espejo de las aguas,
tras la inmutable cara de la tierra
navegan los impulsos del mundo
y de nosotros:
el temblor de la historia desatada.

Viajar, viajar sin término, sin ruta, sin sosiego.

Sentir que de los ojos se desprenden
los saltos cotidianos
de lo que surge hacia la luz
y se convierte en pedestal
y después se derrumba
para volverse lecho, aliento nuevo.

Empezar en la niebla
(tener todas las formas
y ninguna a la vez),
tener un cuerpo evanescente
como el primer ensayo de las almas,
como el primer intento de la vida,
como el primer asalto de la nada;
trascender ese mundo
y anhelarlo después desesperadamente.

Cambiar el suave ritmo
que se pierde en sí mismo
para alcanzar lo duro,
lo palpable,
la certidumbre de ese Reino invisible
que se refleja en una roca ciega
(vapor que se convierte en grito seco,
callado, permanente).

¡Ay!, la sed de durar
aun siendo piedra,
montaña, precipicio...

El universo vegetal sacude
los silencios del polvo
con los primeros pasos de la savia.
La flor es la esperanza de lo yerto,
el colorido sueño de las hojas,
el recinto donde unos nuevos seres
aprendieron a ser al mismo tiempo
semejantes, distintos.
La sucesión es la simiente
que muere en otra vida,
el peso del recuerdo:
aprender a crecer, a ser ancestros
de algo que se disipa fatalmente.

Pero quedarse en sólo un sitio
(vigilante impasible de las cosas)
no colma los designios del amor silencioso
que mueve al universo.
El animal es árbol fugitivo,
raíz desarraigada por el hambre,
el temor, la acechanza.
Un solo día sobre la vida
y se esfuma el misterio.
El instinto repite sus hazañas
sin saber si la muerte las escucha:
la victoria sobre algo
que no puede vencerse,
la eternidad sobre lo pasajero.

Penetrar en el tiempo,
saber, desear, buscar celosamente
con las plantas del alma sobre el fuego
y llegar, finalmente, a lo imposible.

¡Pobre carne del hombre!
Tejer la tela interminable
para esperar el día de la revelación:
paz en el alma,
segundad en las tinieblas,
abismos que se colman
con el mensaje oculto, impenetrable,
y de pronto se rompe la balanza
tan fugaz, tan deseada,
y el espanto se lanza sobre todo
rasgando el horizonte del Paraíso recobrado.

Ser la punta del Cosmos,
el apoyo del salto hacia algo nuevo,
presentido, radiante,
y sentir que las alas se convierten en brazos,
que el amor por el vuelo es aplastado
por la inercia del mundo;
ser aventura y sujeción,
plomo y ensueño,
llevar en la mirada
la palabra confiada de los ángeles
y en el tacto la sangrante figura de la muerte...

¿Por qué nace el anhelo
como la fruta azul del paraíso
si su llama no crece
para impulsar la savia
que sostenga su forma y su delirio?

La pasión es sensible testimonio
de algo que nos indica desde lejos
el encuentro perdido.
¿Cómo podrá quedarse en simple ahogo,
en tormenta sin rumbo,
si detrás de sus ecos no se esconde
la boca indescifrable?

Tras la verdad visible
sentimos la verdad ocultada:
esa limpia ternura para aquello
que todavía no existe
(o tal vez ha existido desde siempre):
dedos infatigables que modelan
un rostro ya formado,
lenguaje que palpita más allá
del dolor y la locura,
ritmo que nos subyuga
sin que la sangre pueda acomodarse
a su extraño y magnífico latido.

El artista realiza con las formas
lo que en la bestia es sombra, sed, instinto.

Viajar en una esfera,
repetir la tragedia ya cumplida
hasta que la amargura se transforme,
hasta que el gesto helado
se convierta en sonrisa de la vida.

¿No soñamos acaso
para probar lo que hemos sido,
lo que habremos de ser?

Otro instante siquiera,
¡ay!, otro instante
y el pavor se desangra y se conmueve.



Leer sección Especiales, Félix Duajare (1919-2011)...



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