Perros de Eyssa
o
Visión de lobos en City Lights, San Francisco
Preguntaron a un anciano par el camino que
conducía al abad Antonio.
“En la caverna del león vive una raposa”, respondió.
Dichos de los Padres del desierto
dicen los perros
que llegaron antes que las calles y autopistas; antes que los puentes, túneles,
rieles y estaciones; antes que los puertos, grúas y muelles; antes que los
propios perros llegaron los lobos
dicen los perros
nunca los vimos llegar, aquí los hallamos, como hallamos montañas y árboles,
fuentes, pacíficos ganados, cañadas, valles, desiertos, cañones y ese sol
oscuro, casi negro, tal como hallamos noche y día, Bien y Mal
dicen los perros
que venían de una denota antigua, de una guerra perdida y ganada muchos
años atrás; callados y heridos venían, y despojados de su condición de
héroes, y de la palabra; adiestrados y pacíficos venían, con una extraña
pasión de silencio y no ser, náufragos de hombres pasados, los lobos
dicen los perros
que, atónitos, los contemplaron caminar en círculos y con sus excrementos
marcar las aceras, sentarse a todas las mesas a las que no eran invitados,
ocupar las bocas de metro y los peajes, las entradas y salidas, los bancos de
los parques públicos, la sombra de robles y eucaliptos, construir en los atrios
de los templos sus madrigueras hediondas, rezar interminables plegarias por
la salvación de sus almas, lobos beatos confesándose: “Me acuso, Padre, de
haber pecado queriendo ser perro”, lobos absueltos
dicen los perros
que los lobos asediaron la ciudad desde dentro, como peste no declarada,
como síntoma equívoco, como presagio de una destrucción que no llega
dicen los perros
que muchos días abrieron las puertas de la ciudad a los lobos; abrieron las
puertas e hicieron promesas falsas, requerimientos, exhortes y amenazas de
belfo y garra, pero los lobos no se fueron, porque en sus ojos llevaban el
futuro
cuando llegué a la ciudad y el día brillante iba tras de mí y no existían plazas ni espacios abiertos
vi
lobos cercados, lobos indefensos, negros lobeznos asediados por una torva
jauría, miles, millones de perros albos y centelleantes ojos dispuestos en
perfectos círculos concéntricos, esperando la señal para abalanzarse sobre
ese lastimoso pedazo de carne negra y digerir entre sus romos colmillos su pasado
Canción del viajero
Ya no te engañas:
pagaste cuanto te fue concedido.
Cada instante de solaz, años de costosa pericia,
de hambres, de hastío.
Cada real tálamo, noches sin cuento oyendo la estulta
conversación de los gañanes que te guardan,
cabreros de la sagrada estirpe,
mancebos macerados por la poluta fruición.
Y siempre, bullendo bajo la piel, la más funesta culebra.
¿Quién a la vuelta ha de creeros si el joven bardo que cantara
las hazañas de una guerra fugaz y honrosa es
hoy un trasto senil de glauco silencio
y cetrinas manos?
¿Cómo semejantes empresas validarán
si quien las loa es incapaz de proclamar:
“Esto lo nombro como testigo de vista”?
¿Qué risotadas no silenciarán su verso,
que los años no han hecho más sabio, sutil, armónico?
¿Qué levantado rumor no refutará vuestra canción,
de rencor y vejez ulcerada?
Mas, hoy, el imán del retorno
hala vigoroso tu pecho.
No enturbiaron los giros de la clepsidra la visión de aquella
costa:
raíz, centro y ala.
Tampoco, los augurios que te escoltaban aquel día.
Coloridas entrañas de bestias diligentemente alimentadas.
Sutiles versos que algún cortesano mercó, discreto,
en el oráculo.
Dioses colmados de corrientes humores.
Si ninguna moneda reclaman en pago de tu retorno
es porque en tu cuerpo han cobrado ya sobrado peaje.
Lo que de ti regresa es sólo cascarón pobre,
descoyuntada cuaderna.
Poco resta para abordar esta otra barcaza, ya dispuesta.
Nada para que todo, cada cosa, vuelva a ocupar su sitio.
continuo mudar
nada aplaca la avidez de los baúles
la sed eréctil de los jarrones
o el afán retráctil de los clavos
nada calma el bullir de la memoria
serán los infinitos libros juzgados y
tras el inmisericorde escrutinio
condenados a la clausura de
las cajas de cartón
ahítas de herejes y santos
por igual
se doblarán las camisas blancas
y marchitarán los alzados cuellos
vencida toda filosofía o moda
por su humilde condición:
segunda y también ajada
piel
mostrarán las domesticadas mesas,
melancólicas como aparejos antiguos,
caricias donde hubo esquinas
todo lo bañará un mar de untuosa
tristeza
y raíces ensangrentadas:
aun en lo insignificante
reducida a lodo ha de quedar
la divina naturaleza de las cosas
campos —maestro, ¿esto es todo?
caeiro —maestro, ¡todo es tan poco…!
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