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portada-matamoscas-tafoya.jpg El matamoscas de Lesbia y otros poemas maliciosos
Adriana Tafoya
VersodestierrO,
México, 2010.

 Arturo Alvar
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No. 51 / Agosto 2012


 

Después de revisar más de veinte artículos relacionados con los estudios de género ―para conformar el dossier del número ocho de la revista Sapiencia―, me encontré con una teoría excéntrica, el supuesto surgimiento de un nuevo “macho alfa”. No estoy de acuerdo con la idea de que haya un “imperativo” para ser heterosexual, aunque la idea sea interesante ―sobre todo en poesía, cuando a veces el imperativo ha sido ser homosexual―. Reflexiones sobre lo transgénero se perfilan también como moda académica o tema predilecto para licenciarse. Por eso siempre regreso a la poesía, no porque ella responda todos los paradigmas, sino porque desde ahí encuentro una libertad que subyace a la apariencia, lo que da potencia para reformular las preguntas mismas.

Robert Graves en su libro La diosa blanca, reescribe el mito donde el sacerdote (como arquetipo) se alía con el sol (como símbolo) y se separa del poeta, quien a pesar del imperio solar, sigue cantándole a la luna, a través de los tiempos, aliándose con el misterio último. Esto lo sabe Adriana Tafoya, autora de El matamoscas de Lesbia y otros poemas maliciosos cuando escribe sobre el canon de la poesía femenina. Estas figuras siguen vigentes en la tradición, por eso tenemos la certeza de que la luna es un espejo más. No es un cuerpo vivo, sólo el reflejo de una luz espectral.

En este sentido, si Rosario Castellanos lanzaba su corazón “para romper en mil pedazos el espejo del mundo y contemplar mil veces el rostro de mi culpa”, Adriana Tafoya está dispuesta a cometer “pecados inmortales” como escribe Enrique González Rojo (un epígrafe del libro). Aquí en la tierra como en el cielo, sin culpas ni persignaciones, Tafoya lanza sus poemas, algunos ya publicados, engarzados con otros inéditos. Lo “malicioso” le viene a dar cuerpo al poemario, no sólo para romper el espejo narciso, sino para romper la transparencia del vaso ― el de la tradición poética, dominante― dejando un verbo de pleamares, donde el agua queda turbulenta. Adriana Tafoya no se contiene, va más allá de la contemplación gravitatoria en torno al Círculo, culto falaz del emblema solar que termina por desmembrar. De esta manera, abre con violencia la herida de la realidad y escribe: “donde trueno diez veces el cristal del vaso”.

La poesía de Tafoya incide con un golpe certero a las cabezas de los que viven sin pensar. Su mirada punzante agarra parejo, tanto hombres como mujeres y el ideario femenino adherente a los códigos patriarcales es destruido, al menos con las palabras. “Para eso son las heridas”, escribe: “para que la arrogancia sangre”, aunque en otro poema afirme que “la palabra sólo rasguña” ante el sonido que “es el golpe de la violencia de las cosas”.

En Animales Seniles, una serie de poemas contenidos en el libro, aparecen “mujeres sin fin”… “con la virginidad que la vejez otorga”. El verbo de Adriana es copular, eyaculatorio. Escenas fetichizadas donde se entrelaza lo grotesco con lo delicado; el placer con la degradación de los cuerpos. En este sentido, una escatología no se plantea sólo en términos del asco y buen gusto, es decir, frente a un esteticismo formal, sino que va más allá al plantear una dimensión poética, donde la degradación no sólo es corpórea sino moral: la náusea ante el oprobio, donde, sin embargo, es en “los senos insípidos y el vientre estrangulado” de esas mujeres, donde tiene lugar el erotismo:

“Las he tomado por la boca/ Las he anudado una a una/ Con esas cuerdas de los filos más cortantes/ para abrirles los pétalos/ para comer el sabor a libro viejo/ que se desprende del aliento de sus sexos”. Hay algo de sabiduría lúbrica en esos cuerpos lánguidos que se sacuden con el estremecimiento de lo prohibido, la transgresión sexual donde Adriana Tafoya nos advierte que las apariencias engañan, sobre todo cuando hay un canon imperante.

Con un epígrafe de Óscar Escoffié al principio del libro, advierte la poeta que: “Suele ocurrir una equivocación trágica entre los hombres: asociar lo feo a lo maligno y la hermosura a lo bueno”. Ahí la contestación al canon masculino su asociación maniquea de la belleza, junto con todos los actos que externan esas percepciones. Es en el poema Diálogos con la maldad de un hombre bueno donde la poesía de Tafoya adquiere un tono satírico, apuntando su flecha a las costumbres del poder, (oportunismo y exceso), rozando inevitablemente los límites de una poesía social, crítica, que ha tenido como sus mejores armas el dicho popular, la ironía, el sarcasmo y el humor negro.

¿Qué sentido tiene ejercer esta violencia verbal? El poemario abre heridas para que salga la ponzoña humana y quede la música, que “traza con violentos pincelazos” el “compás erótico” de un hombre “desnudo en un sillón”. La malicia femenina pone trampas. En los ojos de este hombre está “la luz negra que nos alumbra”. En ellos se ve hasta el color de la tanga que le gusta. Y ella lo sabe, pero “es indiferente/ al cadáver de una mosca” mientras afuera hay otro hombre, podrido de amor, al que no le queda más destino que buscar otro tacto, porque “después de todo/ siempre hay otras mujeres”.

El poemario en general se mantiene lúcido ante lo sensorial y transgresor en las concepciones dualistas belleza/bondad, maldad/fealdad. La poesía es un desafío cuando mujeres como Carmen se desnudan y se entregan a la pasarela, donde “la gravedad no existe para su carne” mientras “un hombre de ideas encanecidas” gasta hasta el último centavo de su tristeza en ella; cuando la madre incestuosa le pide al hijo aprender de la robustez de su cuerpo, como se entra en la vastedad sabia de la poesía; como Susana “con la canasta seca de las frutas” que tiene miedo de ser violada y ya “presiente rostros oscuros y añejados” donde “un racimo de testículo le rellena la boca”.

Los hombres son ancianos “con verrugas hinchadas de malicia”; un travesti que hubiera querido nacer cisne “y en la medida que es más fémino/ es más vulnerable a ser violentado” El poema que da título al libro, El matamoscas de Lesbia, hace referencia a la musa acosada por los besos de Catulo. Como si fueran moscas, la voz espanta los besos de su amado, en versus sexual, aunque no se molesta cuando al final logra penetrar en su “sexo oscuro”, porque sabe que él tiene hambre. Aunque en otro momento, incluso se pregunta: “¿qué da más dicha que la estremecida/ sensación del beso?”. La poeta traspasa nuestros sentidos y pasiones, pues también somos esos hombres que versa, escudriña y condena.

Lector a quien es dedicado este libro, sin saberlo: Si buscan ternura mejor recurran a su madre, pues no encontrarán en Adriana Tafoya brazos que arrullen, sino el mar, porque “el mar es la muerte”, escribe: “pensar en su hechura da miedo, porque la muerte todo el tiempo fue agua y el agua todo el tiempo ha sido cielo”. Para los que no tienen madre, encontrarás en la malicia de sus versos un alivio ante el desamparo de la soledad. Si sólo el lector está insolado, los versos de este poemario le harán copular con palabras más oscuras, eclipsadas, de las que nunca saldrá ileso. Sólo el cielo jamás podrá salir herido. Para Adriana, todos los pájaros ―los poetas―, podrán ser derribados: “con los truenos de un rojo y pequeño revolver…Y no será sangre/ lo que salpique a las manos/, sino un azul terrible inmenso”.

Éste es un poemario con un paisaje de pincelazos violentos, heridas que dejan turbio el vaso, con muchísimos instantes, como debe ser cuando la poesía no es sólo una piedra más en el camino, o un perro sarnoso ladrándole a la luna, sino una mosca con terciopelo negro y caja resonante.




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