No. 59 / Mayo 2013




Indran Amirthanayagam
(Traducción de David Ojeda)


Yacimiento

Cuando me regalaste
la pregunta que desató
mi lengua esa mañana
en la universidad, entendí
que en el tiempo breve
que nos fue dado
para pisar esta tierra
no hay otro cultivo
que amarte de raíz
a flor, regarte con todas
las aguas en que me bañaban
los maestros: mamá
con su cuchara de aceite
de bacalao, T.S. Eliot
en camino de crustáceo
por la ciudad del ennui,
el sacerdote que
me hablaba del hambre
y la herencia de los pobres,
aquellos elefantes
gentiles que comían
hojas y vivían
en familias majestuosas,
el mono travieso
que me robó el azúcar
una madrugada
en la terraza del bungalow
en Hambantota
donde habíamos llegado
para visitar
los yacimientos de sal.
Mi papá dirigía
la producción
en toda la isla
y era poeta además
de hombre del Estado,
un buen puente
entre comercio y belleza
las necesidades
del pueblo
y de las gaviotas
que aterrizaban
en los yacimientos
buscando peces…
el oxígeno azul
de esas mañanas
cuando mi papá
me llevaba a descubrir
los secretos de la sal.
Él creyó en el gobierno
de los sentidos,
como yo en este poema
escrito en los yacimientos
que me enseñaste
con tu pregunta
que era invitación
a recordar
las reconciliaciones
cuyo aprendizaje
empezó desde niño
jugando
en el carruaje
que llevaba la sal
al mercado.




Rostro


Imagina que medio rostro
se te ha borrado y no obstante
vistes traje completo
y vas camino a la oficina.
¿Cómo te darán la bienvenida
tus compañeros?
¿Será con pesar en el corazón,
con flores
y cuentas de rosario?
¿Cómo debemos saludar
al niño huérfano,
al marido cuya mano resbaló
y de la cual hijos
y esposa le fueron arrebatados?
¿Cómo festejaremos
nuestros años nuevos
y cumpleaños?
¿Acaso tendremos que encender
siempre una vela?
¿En verdad recordamos
que el tiempo borra
la costa, que la hierba
crece y el dolor
amaina?
En Hikkaduwa
escribí en 1980 una canción
de marinos
a propósito de la lluvia
en la soleada Ceilán.
Ignoro
lo que habrían compuesto
los danzantes de calipso
sobre esta monstruosa ola,
ese ciego con su hacha;
no conozco
el responso del coro.
Somos un pueblo feliz
y sencillo,
aunque la mujer del pescador
sabe
que su abuelo
fue devorado por el mar,
que las comunidades de pescadores
han padecido a su tiempo
y que lo ocurrido ahora
es apenas otro festín
en beneficio de esa madre sangrienta
y adormecida
que envuelve nuestra isla.
¿Pero si el océano
fuera inocente?
¿Si las placas tectónicas
fueran inocentes? ¿Qué tal si Dios
fuera inocente?
No sé
cómo andar por la playa,
levantando un cadáver
ras otro
hasta quedar exhausto,
cómo detener las lágrimas
si la mitad de mi rostro
ha sido borrada
más allá
de los rieles del ferrocarril
y de esta anestésica
y calípsica llegada
al verso final.
¿Qué escribiremos
en la arena?
¿Dónde están las lápidas
incineradas? ¿De quién son
las cenizas dentro de la urna
que flota en una casa
ahogada por el agua?
¿Debemos construir
un monumento conmemorativo
a cierta distancia
del mar, en un parque,
con la forma de una ola gigantesca,
donde podamos escribir
los nombres de los muertos?
¿Han perdido ya las olas
su belleza y han de ser consideradas
como algo obsceno?
No obstante, mañana
tendremos que ir al océano
para refrescarnos
con la brisa marina,
en Hikkaduwa,
donde llueve,
en la soleada Ceilán.
Mañana
renovemos nuestros votos
al amanecer y en la puesta del sol.
Digamos ―la próxima vez
que el mar retroceda
y los pájaros bobos
y los fugitivos e incansables
perros insistan en que los humanos
se levanten—: no escudriñemos
la revelación
del lecho marino
ni busquemos tomar fotografías.
Corramos hacia un terreno más alto
y una vez reunidos allí
—con nuestros hijos,
nuestros gatos y perros
y cerdos, con lo que hayamos
cargado en las manos:
álbumes, cartas—
formemos un círculo
—de rodillas, sentados
o de pie, sin orientarnos
hacia una dirección particular—
y oremos y guardemos silencio,
abramos nuestros pulmones
para gritar gracias
a nuestros dioses,
gracias
a nuestros perros.



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