Pablo Ortiz: componer con palabras


Música y poesía

Por Jorge Fondebrider

 

Hace ya más de cuarenta años, la primera persona que me habló de Bill Evans fue Pablo Ortiz, amigo de un amigo de la misma escuela secundaria. Fue, creo, en la casa de Arshes Anasal, quien, como Pablo, vivía en la zona norte de Buenos Aires, un suburbio que, para nuestros quince o dieciséis años, era mucho más seguro de lo que es ahora y en el que, por lo tanto, fatigábamos sus calles hasta muy tarde en la noche, hablando de temas importantes: literatura, chicas, etc. Bill Evans, gracias a Pablo, también fue uno de nuestros tópicos.

A diferencia de todo el resto, Pablo tocaba el piano y, en consecuencia, mientras los demás nos deslumbrábamos con las supuestas proezas de Keith Emerson o de Rick Wakeman, él nos hablaba de otros músicos con verdadero conocimiento de causa. Yo, que por aquel entonces, un tanto cansado del rock sinfónico y para nada contento con David Bowie, Roxy Music y lo que empezaba a llamarse glam rock –escala previa al horror del punk de casi fines de la década de 1970– había empezado a comprarme discos de jazz, sentí mucha curiosidad y seguí los consejos de Pablo con mucha atención. Un día, recuerdo, hasta le presté un disco doble del arreglador Don Sebelsky, que él nunca me devolvió (y que me volví a comprar, ahora en CD, hace un par de años).

No. 60 / Junio-julio 2013



Pablo Ortiz: componer con palabras

 

Música y poesía
por Jorge Fondebrider


 

musica-ortiz-01.jpgHace ya más de cuarenta años, la primera persona que me habló de Bill Evans fue Pablo Ortiz, amigo de un amigo de la misma escuela secundaria. Fue, creo, en la casa de Arshes Anasal, quien, como Pablo, vivía en la zona norte de Buenos Aires, un suburbio que, para nuestros quince o dieciséis años, era mucho más seguro de lo que es ahora y en el que, por lo tanto, fatigábamos sus calles hasta muy tarde en la noche, hablando de temas importantes: literatura, chicas, etc. Bill Evans, gracias a Pablo, también fue uno de nuestros tópicos.

A diferencia de todo el resto, Pablo tocaba el piano y, en consecuencia, mientras los demás nos deslumbrábamos con las supuestas proezas de Keith Emerson o de Rick Wakeman, él nos hablaba de otros músicos con verdadero conocimiento de causa. Yo, que por aquel entonces, un tanto cansado del rock sinfónico y para nada contento con David Bowie, Roxy Music y lo que empezaba a llamarse glam rock –escala previa al horror del punk de casi fines de la década de 1970– había empezado a comprarme discos de jazz, sentí mucha curiosidad y seguí los consejos de Pablo con mucha atención. Un día, recuerdo, hasta le presté un disco doble del arreglador Don Sebelsky, que él nunca me devolvió (y que me volví a comprar, ahora en CD, hace un par de años).

Después, todos nos disgregamos y el tiempo fue pasando. Con intermitencia, coincidimos en algunas oportunidades. Hubo un verano en que Pablo, ahora con auto –si la memoria no me falla, un Citroën bastante destartalado– nos llevaba a dar vueltas por ahí y terminábamos, invariablemente, comiendo en La Nellie, una parrilla del Puerto de Vicente López. Y después hubo muchas otras veces: un estreno de cine, una fiesta de fin de año en casa de una amiga común, un programa de radio en el que Pablo hablaba de Carlos Gardel, algún concierto, etc. Pero un día Pablo se fue a los Estados Unidos. En Nueva York, me contaron, además de perfeccionar sus estudios de música y componer, tuvo una pequeña empresa como pintor de departamentos, pero tal vez sea un relato apócrifo. Al cabo de unos años, supe, se mudó a California y allí, empezó trabajar como profesor de composición en la University of California, Davis, cargo que todavía ejerce. Por lo general, solemos vernos al menos una vez al año, cuando pasa por Buenos Aires porque, como si fuera ése nuestro destino, seguimos teniendo amigos en común.
Nadie mejor que él entonces para hablar sobre cómo se trabaja, dentro de la música de tradición escrita, con la poesía.

–¿Trabajaste alguna vez con textos? ¿Con cuáles?
–Trabajé con textos en castellano, inglés y latín, sobre todo. También italiano. Ejemplos: Torquato Tasso (Combattimento di Tancredi e Clorinda), múltiples poemas de Thomas Hardy, de Louise Gluck… En español, de Rosario Castellanos, Francisco Alarcón, María Negroni y, más recientemente, Sergio Chejfec. También, con textos religiosos en latín, y con varios textos de Notker Balbulus, que escribió una vida de Carlomagno.  

–¿Determinaron la música que ibas a componer? ¿De qué manera?
–Por supuesto que, cuando trabajas con un texto, éste te determina la música de maneras diversas. Pero lo ideal es crear una fusión entre texto y música que se transforme en un gesto complejo, donde, de algún modo, se elimine la separación entre los dos elementos. Cuando escribís música con texto, el texto queda asociado (por lo menos en mi mente) indeleblemente al sonido y a las notas que lo acompañan. Si hacés una obra coral, o una canción con las lamentaciones de Jeremías, la música no puede ser un chamamé exultante... El gesto (complejo) tiene unidad y también identidad particular. A veces se puede contradecir alguna cosa (por ejemplo, un texto que habla de una escalera que sube al cielo y una melodía que baja un poquito y resuelve en la tónica, como en Led Zeppelin), no hay que ser necesariamente esclavo del significado de las palabras (word painting, viejo yeite de los madrigalistas, un pajarito representado con trinos de flautas), pero tampoco se puede ir en contra completamente... Es complejo y las decisiones tienen que ver con el gusto del compositor. La consistencia en el tipo de decisiones determina un estilo.

–Varios de los textos que mencionaste son poemas. Se supone que tienen su propia música. Ahora bien, vos, al musicalizarlos, les ponés otra. ¿Siguen siendo entonces los poemas que eran al principio? ¿Son apenas materia prima para que trabajes sobre ella?
–No había poemas sin música en la lírica de trovadores. Al musicalizar un poema se supone que uno trata de crear un gesto común, que es mas que la suma de las partes... No son materia prima porque imponen condiciones, no son algo que se moldea a voluntad, sino todo lo contrario.

–¿Cuáles serían esas condiciones?
-Justamente la músicalidad, el ritmo, el metro, y por supuesto el significado de las palabras y lo que sugieren. Por caso, yo leo el texto en voz alta miles de veces. Después trato de imaginarme melodías que vayan con el texto. Depende del proyecto, me imagino voces que sirvan para proyectar el significado o la musicalidad de la mejor manera posible. 

–Volviendo a las condiciones ¿son las mismas las de un texto en prosa y otro en verso? Y en este último caso, ¿son equivalentes las de un texto rimado y otro en verso libre?
–En un texto en prosa, el ritmo es diferente; lo mismo se aplica para un texto rimado y otro en verso libre. Yo siempre trato de que se entienda el texto, pero en música coral, por ejemplo, y en ciertas épocas de la historia, con mucho contrapunto, a veces los textos se oscurecen un poco...

–Hablaste antes de textos en inglés, en italiano, en castellano y en latín. El hecho de que se trate de diferentes idiomas, ¿te supuso algún tratamiento distinto?
–Cada idioma tiene una musicalidad y un timbre distinto. Por ejemplo, escuche Barbazul de Bartok en húngaro y también en inglés, en una traducción que hizo el nieto de Bartok, y casi te diría que son distintas obras. Yo solamente trabajo con idiomas que conozco muy bien: aunque hablo francés discretamente, me daría un poco de miedo ponerle música a un texto en ese idioma. 

–¿Cómo procedés cuando empezás a trabajar con un texto? ¿Por dónde empezás? 
–Leo el texto en voz alta miles de veces. Después trato de imaginarme melodías que vayan con el texto. Depende del proyecto, me imagino voces que sirvan para proyectar el significado o la musicalidad de la mejor manera posible.

musica-ortiz-02.jpgPara más datos, Pablo Ortiz nació en Buenos Aires. Donde estudió composición con Roberto Caamaño y Gerardo Gandini, y obtuvo una Licenciatura en Composición de la Universidad Católica Argentina. Entre 1984 y 1991 vivió en Nueva York, y cursó estudios en la Universidad de Columbia, con Mario Davidovsky. Ha recibido entre otras distinciones una comisión de la Fundación Fromm en 1992, una beca Guggenheim en 1993, el premio Roberto Caamaño de la Academia de Bellas Artes de Argentina en 1994, y el premio Charles Ives de la American Academy of Arts and Letters en 1996. En agosto de 1997, el El Centro Experimental del Teatro Colón de Buenos Aires (CETC) estrenó su ópera Parodia, basada en el Combattimento  di Tancredi e Clorinda de Monteverdi. Posteriormente el CETC le encargó la ópera Una voz en el viento para títeres, que fue estrenada en 1998. En 1999 recibió una comision de la Fundacion Koussevitzky y en el 2000, una beca de la Fundacion Rockefeller-Conaculta. Recientemente, la fundacion Gerbode le comisionó una obra para Chanticleer y los San Francisco Contemporary Music Players. Ha escrito obras de cámara, sinfónicas, corales, electroacústicas y también música para cine y teatro, incluyendo Gracias por el Fuego, El sueño de los héroes, La soledad era esto e  Incendios, de Sergio Renán. Algunos estrenos recientes incluyen Suomalainen tango, con la Orquestra Nacional de Catalunya, Trois tangos en marge  para el Kovacik, Dann, Karttunen Trío en el Museo Nacional Reina Sofia in Madrid,  Four Hardy Songs, escrita para Christian Baldini y la Orquesta Sinfonica de la Universidad de California, Davis, Notker, para coro y órgano, encargado por Paul Hillier y el Theatre of Voices en Copenhagen y Gallos y Huesos, para cinco voces femeninas, barítono y arpa, comisionada por el Centro Experimental Teatro Colón en Buenos Aires, Argentina. Pablo Ortiz recibio el Academy Award de la American Academy of Arts and Letters en 2008.